Y ahora apartemos un momento la vista de esas espantosas escenas de matanza, y sigamos por los desfiladeros del Argonne a uno de los personajes de nuestra historia, del cual dependen ahora los destinos supremos de Francia.
Ya se comprenderá que se trata de Dumouriez.
Como hemos dicho, al dejar el ministerio continuó en su empleo de general en activo servicio, y cuando la fuga de Lafayette recibió el título de comandante en jefe del ejército del Este.
Fue una especie de milagro de intuición por parte de los hombres que ocupaban el poder, elegir por jefe a Dumouriez.
En efecto; el general, aborrecido por unos, despreciado por otros, pero más feliz que lo había sido Danton el 2 de septiembre, fue reconocido unánimemente como el único hombre que pudiera salvar a Francia.
Los Girondinos que le nombraban, odiaban a Dumouriez; le habían hecho entrar en el Ministerio, y ya se recordará que él los hizo salir; y sin embargo, fueron a buscarle cuando era oscuro en el ejército del Norte, y le eligieron por general en jefe.
Los Jacobinos aborrecían y despreciaban también a Dumouriez; pero comprendían que la primera ambición de aquel hombre era la gloria, y que vencería o se dejaría matar. Robespierre, no atreviéndose a sostenerle, a causa de su mala fama, encargó a Coulthon que le apoyase.
Danton no odiaba ni despreciaba a Dumouriez; era uno de esos hombres de temperamento vigoroso, que juzgan las cosas desde la altura y que se cuidan poco de las reputaciones, porque están dispuestos a utilizar los vicios mismos si pueden obtener de ellos los resultados que esperan. Sin embargo, solamente Danton, sabiendo el partido que se podía sacar de Dumouriez, desconfiaba de su estabilidad, y le envió dos hombres: uno era Fabre d’Eglantine, es decir, su pensamiento, y el otro Westermann, su brazo.
Se pusieron todas las fuerzas de Francia en las manos de aquel a quien se llamaba un intrigante. El viejo Luckner, soldadote alemán, que había demostrado su incapacidad al comenzar la campaña, fue enviado a Châlons para reclutar gente; Dillon, valeroso soldado, general distinguido, superior a Dumouriez en la jerarquía militar, recibió orden de obedecerle; y Kellermann debió ponerse también bajo las órdenes de aquel hombre, a quien Francia, desesperada, devolvía de pronto su espada, diciéndole: «¡No conozco más hombre que tú capaz de defenderme; defiéndeme!».
Kellermann refunfuñó, renegó y lloró; mas no dejó de obedecer, aunque lo hizo contra su voluntad, y necesitó oír el estampido del cañón para ser lo que realmente era, un hijo fiel de la patria.
Ahora bien; ¿cómo era que los soberanos aliados, cuya marcha estaba señalada ya por etapas hasta París, se detenían de pronto después de la toma de Longwy y la rendición de Verdún?
Un espectro estaba de pie entre ellos y París: el espectro de Beaurepaire.
Este militar, antiguo oficial de carabineros, había organizado y mandado el batallón de Maine y Loira, y en el momento en que supo que el enemigo había puesto el pie en territorio de Francia, atravesó todo el país con su gente a la carrera, marchando de oeste a este.
En el camino encontraron a un diputado patriota que volvía a su ciudad.
—¿Qué diré de vuestra parte a vuestras familias? —preguntó el diputado.
—¡Que estamos muertos! —contestó una voz.
Ningún espartano de los que iban a las Termopilas, hubiera podido dar una contestación más sublime.
El enemigo llegó hasta delante de Verdún, como ya hemos dicho; era el 30 de agosto de 1792, y el 31 se intimó a la ciudad a la rendición.
Beaurepaire y sus hombres, apoyados por Marceau, querían combatir hasta la muerte.
El consejo de defensa, compuesto de los individuos del Ayuntamiento y de los principales habitantes de la ciudad, le ordenó que se rindiese.
Beaurepaire sonrió desdeñosamente.
—He jurado morir antes de rendirme —dijo—; sobrevivid a vuestra vergüenza y deshonra si lo queréis así; pero yo seré fiel a mi juramento; esta es mi última palabra, y muero.
Y se disparó un pistoletazo.
¡Aquel espectro era tan grande como el gigante Adamastor, y más terrible aún!
Por otra parte, los soberanos aliados que, fiándose de cuanto decían los emigrados, creían que Francia volaría a su encuentro, veían otra cosa diferente.
Veían aquella tierra de Francia, tan fecunda y poblada, convertida de pronto, como al golpe de la varilla de un mágico, en campos estériles, de donde las simientes habían desaparecido como si una tromba se las hubiese llevado todas hacia el oeste.
Solamente el campesino armado se mantenía de pie en su surco; los que tenían fusiles los habían cogido; los que solamente tenían hoces las tomaron para defenderse, y los que no tenían más que horquillas se sirvieron de ellas.
Por último, el tiempo se había declarado en nuestro favor: una lluvia tenaz mojaba a los hombres y las tierras y descomponía los caminos. Sin duda aquella lluvia caía lo mismo para unos que para otros, lo mismo para los franceses que para los prusianos; pero todo venía en ayuda de los primeros y todo era hostil a los segundos. El campesino, que no tenía para el enemigo más que el fusil, la horquilla o la hoz, guardaba para sus compatriotas el vaso de vino oculto detrás de los haces de leña, el vaso de cerveza guardado en un rincón de la bodega, y la paja seca esparcida por el suelo, todo ello verdaderos auxilios para reponer las energías del soldado.
No ostante, se habían cometido faltas sobre faltas, y Dumouriez es el primero que refiere en sus Memorias unas y otras, así las suyas como las de sus oficiales.
Había escrito a la Asamblea nacional: «¡Los desfiladeros del Argonne son las Termopilas de Francia; pero estad tranquilos, pues más feliz que Leónidas, no moriré!».
Y había hecho guardar mal los desfiladeros del Argonne; uno de ellos fue tomado, y se vio en la precisión de pronunciarse en retirada. Dos de sus oficiales se habían extraviado, y a él le sucedió casi lo mismo con quince mil hombres tan solo, tan completamente desmoralizados, que dos veces emprendieron la fuga delante de mil quinientos húsares prusianos. Pero él no desesperó, y conservaba su confianza y hasta su alegría al escribir a los ministros: «Respondo de todo». En efecto; aunque perseguido y asediado, consiguió reunirse con los diez mil hombres de Beurnonville y los quince mil de Kellermann; concentró a sus generales perdidos, y el 19 de septiembre se halló en el campamento de Sainte-Menehould, extendiendo a derecha e izquierda sus manos sobre setenta y seis mil hombres, cuando los prusianos no contaban más que con setenta mil.
Verdad es que este ejército murmuraba con frecuencia, porque algunas veces pasaban dos o tres días sin que se les diera pan, y entonces Dumouriez iba a mezclarse con sus soldados.
—Amigos míos —les decía—, el famoso mariscal de Sajonia escribió un libro sobre la guerra, en el cual pretende que una vez a la semana, por lo menos, se deje a las tropas sin su ración, a fin de que, en caso necesario, sean menos sensibles a la falta de aquella; y aún sois más felices que esos prusianos que tenéis delante, los cuales pasan algunas veces cuatro días sin pan y se comen sus caballos muertos. Tenéis tocino, arroz y harina; haced galletas, ¡y la libertad os regocijará!
Por otra parte, había alguna cosa peor, y era aquel cieno de París, aquella chusma del 2 de septiembre que se había enviado a los ejércitos después de la matanza. Llegaron todos aquellos miserables cantando el Ca ira, gritando que no tolerarían nada de los que llevaran charreteras, cruz de San Luis o uniformes bordados, que arrancarían colorines y harían entrar a todos en razón.
Se presentaron en el campamento y les extrañó el vacío que formaba en torno suyo; nadie se dignó contestar a sus amenazas ni a sus cumplidos; pero el general anunció una revista para el día siguiente.
Llegada la hora, los recién llegados se vieron, por una imprevista maniobra, entre una caballería numerosa y hostil dispuesta a destrozarlos, y una artillería amenazadora a punto de aniquilarlos.
Entonces Dumouriez se adelantó hacia aquellos hombres, que formaban siete batallones.
—Vosotros —gritó—, pues no quiero llamaros ciudadanos, ni soldados, ni tampoco hijos míos, estáis viendo delante esa artillería y detrás esa caballería, y esto equivale a deciros que os tengo entre el hierro y el fuego. ¡Os habéis deshonrado con crímenes, y yo no tolero aquí ni asesinos ni verdugos! ¡Al menos conato de motín, mandaré que os hagan trizas; pero si os corregís, si sabéis conduciros como ese valeroso ejército, en el que tenéis el honor de ingresar, hallaréis en mí un buen padre! ¡Sé que entre vosotros hay bribones encargados de impulsaros al crimen; podéis expulsarlos vosotros mismos o denunciármelos, pues os hago responsables unos de otros!
Y no solamente aquellos hombres inclinaron la cabeza, llegando a ser después excelentes soldados; no tan sólo expulsaron a los indignos, sino que hicieron pedazos al miserable Charlot, que había herido a la princesa de Lamballe con un leño, y que llevó su cabeza en la punta de una pica.
En esta situación se esperó a Kellermann, sin el cual no se podía arriesgar nada.
El 19, Dumouriez recibió aviso de que se hallaba a dos leguas de él por su izquierda.
Dumouriez envió al punto a Kellermann una instrucción, invitándole a ocupar el día siguiente el campamento entre Dampierre y el Elize, detrás del Auve.
La posición estaba perfectamente señalada.
Al mismo tiempo que enviaba esta orden a Kellermann, Dumouriez veía desarrollarse ante él el ejército prusiano en las montañas de la Luna; de modo que el enemigo se hallaba entre París y él, y de consiguiente, más cerca de la capital que él mismo.
Era muy probable que los prusianos viniesen a presentar la batalla.
Dumouriez ordenó, pues, a Kellermann que eligiera para su campo de combate las alturas de Valmy y de Gizaucourt; Kellermann confundió su campamento con su campo de batalla, y se detuvo en las alturas de Valmy.
Era una gran falta o una terrible destreza.
Situado como estaba, Kellermann no podía volverse sino haciendo pasar todo su ejército por un puente estrecho; no le era posible tampoco replegarse sobre la derecha de Dumouriez, sin atravesar un pantano donde se habría sepultado; y tampoco podía hacerlo sobre su izquierda, sin pasar por un valle profundo donde le habrían aplastado.
No había retirada posible.
¿Era esto lo que había querido el veterano de Alsacia? En tal caso, lo había logrado perfectamente. Era un punto magnífico para vencer o morir.
Brunswick parecía observar a nuestros soldados con asombro.
—Los que se han situado allí —dijo el rey de Prusia— están dispuestos a no retroceder.
Pero se dejó creer al ejército prusiano que Dumouriez tenía cortada la retirada, y se le aseguró que aquel ejército de sastres, de vagabundos y de zapateros, como les llamaban los emigrados, se dispersaría al primer estampido del cañón.
Se había descuidado ocupar las alturas de Gizaucourt por el general Chazot (que estaba situado a lo largo del gran camino de Châlons), alturas desde donde hubiera batido de flanco a las columnas enemigas; los prusianos, aprovechándose del descuido, se apoderaron de la posición.
Entonces ellos eran los que podían batir de flanco a las fuerzas de Kellermann.
El día amaneció sombrío a causa de una densa niebla; pero poco importaba esto: los prusianos sabían dónde estaba el ejército francés, que ocupaba las alturas de Valmy, y no podía estar en otra parte.
Sesenta cañones tronaron al mismo tiempo; los artilleros prusianos tiraron a la casualidad, pero siempre contra las masas, y poco importaba la puntería.
Los primeros disparos fueron muy dolorosos de soportar para aquel ejército lleno de entusiasmo, que hubiera atacado admirablemente, pero que no sabía defenderse bien.
Por otra parte, la casualidad estuvo por el pronto contra nosotros; los obuses de los prusianos incendiaron dos cajas de municiones que estallaron, y los conductores saltaron de sus caballos para preservarse de la explosión, y se creyó que huían.
Kellermann dirigió su caballo hacia aquel sitio lleno de confusión, donde el humo y la niebla se mezclaban.
De improviso se le vio rodar por tierra con su caballo.
El animal estaba atravesado por una bala, pero el hombre quedó felizmente ileso; saltó a otro caballo y pudo reunir algunos batallones que se desbandaban.
En aquel instante eran las once de la mañana; la niebla comenzaba a disiparse.
Kellermann observó que los prusianos se formaban en tres columnas para atacar la meseta de Valmy, y a su vez hizo lo mismo con sus soldados y recorrió toda la línea.
—¡Soldados —dijo—, ni un solo tiro de fusil; esperad al enemigo cuerpo a cuerpo y recibidle a la bayoneta!
Después, poniendo su sombrero en la punta de su sable, añadió:
—¡Viva la nación! ¡Vamos a vencer por ella!
En el mismo instante, todo su ejército imita el ejemplo, cada soldado pone su sombrero en la punta de la bayoneta y grita: «¡Viva la nación!». La niebla desaparece, el humo se disipa, y Brunswick vio con su anteojo un espectáculo extraño, extraordinario, inusitado, treinta mil franceses inmóviles, con las cabezas descubiertas, agitando sus armas y respondiendo al fuego de sus enemigos tan sólo con el grito de «¡Viva la nación!».
Brunswick movió la cabeza; si hubiese estado solo, el ejército prusiano no hubiera dado un paso más; pero el rey se hallaba allí, quería la batalla, y fue preciso obedecer.
Los prusianos subieron, firmes y sombríos, a la vista del rey y de Brunswick; franquearon el espacio que les separaba de sus enemigos con la firmeza de un antiguo ejército de Federico, y cada hombre parecía estar unido al que le precedía por anillo de hierro.
De improviso la inmensa serpiente pareció romperse por su centro; pero las partes separadas se reunieron al punto.
Cinco minutos después quedó cortada de nuevo, y otra vez se unió.
Veinte cañones de Dumouriez batían de flanco la columna, destrozándola bajo una lluvia de hierro; la cabeza de la serpiente no podía subir, porque a cada instante tiraban de ella hacia atrás las convulsiones del cuerpo desgarrado por la metralla.
Brunswick vio que era batalla perdida y mandó tocar llamada.
Pero el rey quiso dar una carga, y poniéndose a la cabeza de sus soldados hizo avanzar su dócil y valerosa infantería bajo aquel fuego cruzado de Kellermann y Dumouriez, hasta que al fin le cortaron el paso las líneas francesas.
Algo luminoso y espléndido se cernía sobre aquel joven ejército: ¡Era la fe!
—¡No he visto fanáticos como esos desde las guerras religiosas! —dijo Brunswick.
Aquellos eran fanáticos sublimes, los fanáticos de la libertad.
Los héroes del 92 venían a comenzar aquella conquista de la guerra, que debía terminarse por la de los espíritus.
El 20 de septiembre, Dumouriez salvaba a Francia.
Al día siguiente, la Convención nacional emancipaba a Europa, proclamando la República.