Capítulo CLXXI

Mientras que la municipalidad organizaba la matanza que hemos procurado bosquejar, y aunque deseosa de subyugar a la Asamblea y a la prensa por el terror, temía mucho que ocurriese alguna desgracia a los prisioneros del Temple.

En efecto; dada la situación porque se atravesaba; Longwy tomado, Verdún invadido y el enemigo a cincuenta leguas de París, el rey y la familia real eran preciosos rehenes que garantizaban la vida de los más comprometidos.

Se enviaron, pues, comisarios al Temple.

Quinientos soldados armados hubieran sido insuficientes para guardar esta prisión, que tal vez hubieran abierto ellos mismos. Un comisionado encontró un medio más seguro que todas las picas y bayonetas de París. Y fue rodear el temple con una ancha cinta tricolor, en la que se leía esta inscripción:

«Ciudadanos: vosotros que, al deseo de la venganza, sabéis unir el amor al orden, respetad esa barrera; es necesaria a nuestra vigilancia y a nuestra responsabilidad».

Época extraña, en la cual se rompían puertas de roble, se forzaban verjas de hierro y se arrodillaba el pueblo ante una cinta.

El pueblo se arrodilló ante la cinta tricolor del Temple y la besó; nadie la traspasó.

El rey y la reina ignoraban lo que acontecía en París el 2 de septiembre; había, es verdad, en derredor de la cárcel una fermentación mayor que la acostumbrada; pero comenzaban ya a habituarse a esos incrementos de fiebre.

El rey comía a las dos, y a esta hora comió, como de costumbre; después de comer bajó al jardín, según costumbre también, con la reina, madame Isabel, madame Royale y el delfín.

Uno de los municipales que seguían al rey, hablando al oído de uno de sus colegas, pero no tan bajo que dejase de oírlo Clery, le dijo:

—Hemos hecho mal en dejarles pasear esta siesta.

Eran cabalmente las tres, y era el momento en que se comenzaba a degollar a los prisioneros llevados desde el ayuntamiento a la Abadía.

El rey no tenía cerca de sí como ayudas de cámara más que a Clery y a Hue.

El pobre Thierry, al que hemos visto prestar el 10 de agosto su cuarto a la reina para conversar con el señor Roederer, estaba en la Abadía e iba a ser asesinado en la jornada del 3.

Parece que el segundo concejal era de la opinión del primero, sobre haber hecho mal en dejar salir a paseo a la familia real, porque ambos la intimaron la orden de volver a entrar al instante.

Fueron puntualmente obedecidos.

Mas apenas se reunieron todos en el cuarto de la reina, entraron otros dos concejales que no estaban de servicio; uno de ellos, excapuchino, llamado Matthieu, se acercó al rey.

—¿Sabéis lo que pasa, caballero? —le dijo—. La patria está en el mayor peligro.

—¿Cómo queréis que sepa nada cuando estoy preso e incomunicado?

—Pues bien, voy a decíroslo yo, yo mismo. Y es que el enemigo ha entrado en Champaña, y que el rey de Prusia marcha sobre Châlons.

La reina no pudo reprimir un movimiento de alegría.

El municipal lo apercibió, por muy rápido que hubiese sido.

—¡Ah!, sí —continuó dirigiéndose a la reina—, nosotros sabemos, es verdad, que pereceremos con nuestras mujeres e hijos; pero vosotros responderéis de todo; moriréis antes que nosotros, y el pueblo quedará vengado.

—Sucederá lo que Dios quiera —contestó el rey—; he hecho todo cuanto he podido por el pueblo, y nada tengo que reprenderme.

Entonces, volviéndose el municipal hacia el ayuda de cámara Hue, que estaba en pie junto a la puerta, le dijo:

—En cuanto a ti, el ayuntamiento me ha encargado constituirte en prisión.

—¡En prisión!, ¿quién? —preguntó el rey.

—Vuestro ayuda de cámara.

—¿Mi ayuda de cámara? Pero ¿cuál?

—Este.

Y señaló al señor Hue.

—¡El señor Hue!, ¿de qué se le acusa?

—Eso no me importa; sólo sé que será trasladado esta tarde, y que se sellarán sus papeles.

Y luego al salir, dirigiéndose a Clery, dijo:

—Id con cuidado en lo que hacéis, porque os sucederá otro tanto si no andáis derecho.

Al día siguiente, 3 de septiembre, a las once da la mañana, estaba reunido el rey con su familia en el aposento de la reina; un municipal dio a Clery la orden de subir al cuarto del rey.

Manuel estaba allí, y con él algunos individuos del ayuntamiento.

Todos los rostros manifestaban visiblemente un gran desasosiego. Como ya tenemos dicho, Manuel no era hombre sanguinario, y había un partido moderado aún en el ayuntamiento mismo.

—¿Qué piensa el rey de la prisión de su ayuda de cámara[59]? —preguntó Manuel.

—Su Majestad está muy inquieto —contestó Clery.

—Nada le sucederá —repuso Manuel—; sin embargo, tengo encargo de decir al rey que no volverá más, y qué el consejo le reemplazará. Podéis anunciar esta medida al rey.

—Yo no tengo misión de hacerlo, señor Manuel —contestó Clery—; tened la bondad de dispensarme de anunciar a mi amo una noticia que de cierto le será penosa.

Manuel reflexionó un instante.

—Bien —repuso—, yo bajaré al cuarto de la reina.

En efecto, bajó y encontró al rey.

El rey escuchó, don su acostumbrado sosiego, la noticia que tenía que darle el procurador del ayuntamiento; luego, con el rostro impasible que había tenido el 20 de junio y el 10 de agosto, y que había de tener en el cadalso, dijo:

—Bien, os lo agradezco. Me valdré del ayuda de cámara de mi hijo, y si aún este me rehúsa el consejo, me serviré yo mismo.

Y con un ligero movimiento de cabeza, dijo:

—Estoy resuelto a ello.

—¿Tenéis que hacer alguna reclamación? —preguntó Manuel.

—Nos falta ropa blanca —dijo el rey—, y para nosotros es grande privación. ¿Creéis que se puede alcanzar del ayuntamiento el que se nos suministre según nos vaya haciendo falta?

—Daré cuenta al consejo —contestó Manuel.

Luego, viendo que el rey no le preguntaba ninguna noticia de fuera, se retiró.

A la una, manifestó el rey deseo de pasearse.

Durante los paseos se apercibían siempre ciertas señas de simpatía hechas desde alguna ventana, buhardilla o terrado que daban sobre el jardín, tal vez detrás de una persiana; en tales circunstancias, este era un consuelo.

Sin embargo, los municipales se negaron a dejar que bajase la familia real.

Se puso esta a la mesa a las dos.

Cuando estaban en la mitad de la comida se oyó ruido de tambores, y una gritería que aumentaba extraordinariamente se aproximaba más y más al Temple.

La familia real se levantó de la mesa y fue a reunirse al aposento de la reina.

El ruido se iba acercando cada vez más.

¿Cuál era el origen de este ruido?

Se asesinaba en la Fuerza, como en la Abadía; con la diferencia de que no era bajo la presidencia de Maillard, sino la de Hebert; así es que la carnicería fue mucho más terrible.

Y sin embargo, era más fácil de salvar allí a los presos, porque había menos prisioneros políticos que en la Abadía; los asesinos eran menos numerosos y los espectadores menos encarnizados; pero así como en la Abadía Maillard dominaba la matanza, en la Fuerza la matanza dominaba a Hebert.

Se salvaron cuarenta y dos personas en la Abadía, y sólo seis en la Fuerza.

Entré los presos de esta última se contaba la pobre princesa de Lamballe. La hemos visto pasar en los tres últimos libros que hemos escrito, en El Collar de la Reina, en Ángel Pitou y en La Condesa de Charny, como la sombra obsequiosa y fiel de María Antonieta.

Se la aborrecía en extremo y se la llamaba la consejera de la austríaca. Era, sí, su confidente, su fiel amiga, y algo más tal vez, según rumores vagos, pero falsos; mas su consejera, nunca. La tierna y linda hija de Saboya, con sus bellísimos labios, graciosa boca y sonrisa más graciosa aún, era capaz de amar, y lo probó; pero aconsejar a una señora varonil, constante, tenaz y altiva, cual era la reina, jamás, lo repetimos.

La reina la había amado como a la señora de Guemenée y a las de Marsan y de Polignac, aturdidamente, de una manera irregular e inconstante en todos sus sentimientos, y tal vez la había hecho sufrir tanto, en su calidad de amiga, como hizo sufrir a Charny en su condición de amante; sólo que este último se había cansado, como hemos visto, mientras que la amiga, por el contrario, se mantuvo fiel. Los dos perecieron por aquella a quien amaron. Se tendrá todavía presente aquella tertulia que hemos bosquejado en el pabellón de Flora. Madame de Lamballe recibía en su aposento, y la reina veía en él a los que no podía recibir en el suyo: Suleau y Barnave en las Tullerías, Mirabeau en Saint-Cloud.

El 1 de agosto, Lamballe estaba aún en Inglaterra; podía continuar allí y prometerse larga vida. La tierna y compasiva criatura, sabiendo que estaban amenazadas las Tullerías, regresó inmediatamente, pidiendo su plaza cerca de la reina.

Conducida desde luego al Temple con esta, el 10 de agosto fue trasladada a la Fuerza.

Allí conoció muy bien que el peso era superior a sus fuerzas; habría querido morir al lado de la reina, a su vista le hubiera parecido dulce la muerte. Pero lejos de ella no se sentía ya con fuerzas para morir; no era una mujer del temple de Andrea, estaba enferma de terror.

La delicada criatura no ignoraba todos los odios alzados contra ella. Encerrada en uno de los cuartos altos de la prisión con madame de Navarre, había visto en la noche del 2 al 3, salir a madame de Tourzel; era como si le dijeran: «Te quedas para morir».

Así es que, acostada en su cama, escondiéndose bajo sus sábanas al menor grito que oía, cual un niño que tiene miedo, se desmayaba a cada momento, y recobrando el sentido decía:

—¡Ah, Dios mío, había creído morir!

Y después añadía:

—¡Si se pudiera morir como desmayarse, no sería difícil ni doloroso!

Los asesinatos se cometían por todas partes: en el patio, en la puerta, aun en los cuartos bajos; los gritos subían hasta ella por bocanadas, y le llegaba el olor de la sangre como un vapor.

A las ocho de la mañana se abrió la puerta.

Tal fue su terror por esta vez, que no se desmayó ni se tapó con sus sábanas.

Volvió la cabeza y vio dos guardias nacionales.

—Vamos, levantaos —dijo brutalmente uno de ellos a la princesa—; es menester ir a la Abadía.

—¡Oh!, señores, me es imposible dejar la cama; estoy tan débil que no podría andar.

Luego, con voz casi ininteligible, añadió:

—Si es para matarme, lo mismo podéis hacerlo aquí que en otra parte.

Uno de aquellos hombres, hablándole al oído mientras el otro espiaba en la puerta, le dijo en voz baja:

—Obedeced, señora; venimos a salvaros.

—Entonces retiraos para que me vista.

Los guardias se retiraron, y madame de Navarre la ayudó a vestirse, o mejor dicho, la vistió ella sola.

Vestida ya, a los dos minutos entraron los dos hombres.

La princesa estaba pronta; sólo que no podía andar, la pobrecilla tenía un temblor general. Entonces tomó el brazo del guardia nacional que le había hablado, y sostenida así bajó la escalera.

Llegada al pie se encontró de repente ante el tribunal de sangre. Hemos dicho que lo presidía Hebert.

A la vista de aquellos hombres remangados hasta más arriba del codo, que se habían erigido en jueces, a la vista de las manos bañadas de sangre, la princesa perdió el conocimiento.

Preguntada tres veces, se desmayó otras tantas sin poder contestar.

—Ya se os ha dicho que queremos salvaros —le dijo al oído, y con el mayor disimulo, el que ya le había hablado.

Esta promesa le dio alguna fuerza a la desgraciada.

—¿Qué queréis de mí, señores? —dijo.

—¿Quién sois? —preguntó Hebert.

—María Luisa de Saboya, princesa de Lamballe.

—¿Vuestra calidad?

—Dama mayor de la reina.

—¿Tenéis conocimiento de las tramas de la corte en el 10 de agosto?

—Yo no sé si había maquinaciones en ese día; si es que pudo haberlas, nada sé de ellas.

—Jurad la libertad, la igualdad, odio al rey, a la reina y al trono.

—Juraría fácilmente las dos primeras; pero no lo demás, porque no está en mi corazón.

—Jurad —dijo en voz baja el guardia nacional—, o sois muerta.

La princesa extendió sus manos, y vacilante dio un paso instintivo hacia delante.

—Jurad —le dijo otra vez su protector.

Entonces, cual si por terror a la muerte hubiera temido pronunciar un juramento vergonzoso, puso la mano en sus labios para comprimir las palabras que hubiesen podido escaparse a pesar suyo.

Algunos gemidos pasaron por entre sus dedos.

—¡Ha jurado! —exclamó el guardia nacional que la acompañaba.

Luego, en voz baja, añadió:

—Salid pronto por la puerta que está enfrente, y al salir, decid: «¡Viva la nación!», y estáis salvada.

Al salir dio en los brazos de un asesino que la esperaba; este asesino era el gran Nicolás, el mismo que en Versalles había cortado la cabeza a los dos guardias de corps.

Había prometido ahora salvar a la princesa.

La fue llevando hacia cierta cosa informe, aterradora y ensangrentada, diciéndola en voz muy baja:

—Gritad «¡Viva la nación…!»; pero, en fin, decid: «¡Viva la nación!».

Sin duda la pobre criatura iba a decirlo, mas por desgracia abrió los ojos y se encontró enfrente de un montón de cadáveres, sobre el cual un hombre pataleaba con zapatos herrados, haciendo salpicar la sangre bajo sus pies, como un vendimiador pisa la uva y hace saltar el mosto.

Vio este horrible espectáculo, volvió la cabeza y sólo pudo lanzar ese grito:

—¡Oh, qué horror!…

Se pudo, sin embargo, ahogar esta exclamación. El señor de Penthievre, suegro de la princesa, había dado cien mil francos, según dicen, para salvarla.

La llevaban a empujones por aquel callejón estrecho que da a la calle de San Antonio, llamado Culde-sac-des-Pretres, cuando, ya un hombre, un miserable, un peluquero llamado Charlot, que acababa de sentar plaza de tambor en los voluntarios, abrió las filas que se agolpaban a su paso y le arrancó la cofia con su pica.

¿Intentaba el bárbaro soez sólo arrancarle la cofia? ¿O quería más bien herirla en la cabeza o en el rostro?

Lo cierto es que la sangre brotó; sangre llama sangre: un hombre arrojó a la princesa un madero que la hirió en la nuca, y la infeliz tropezó y cayó apoyada en una rodilla.

No había medio de salvarla; por todas partes los sables amenazadores y las picas la alcanzaron.

No profirió ni el más ligero grito; en realidad había muerto apenas hubo pronunciado las últimas palabras.

Apenas expiró —tal vez vivía aún—, se precipitaron sobre ella; en un instante rasgaron sus ropas, hasta la camisa, y palpitante, en los últimos estremecimientos de la agonía, quedó desnuda.

Un sentimiento obsceno había presidido a su muerte y apresuraba el despojo; se quería ver aquel hermoso cuerpo, al que las mujeres de Lesbos hubieran tributado culto.

Desnuda como Dios la hizo, la colocaron a la vista de todos sobre un poste; cuatro hombres lavaban y enjugaban la sangre que corría por siete heridas, y otro la mostraba con una varilla y detallaba las bellezas que, según se aseguraba, le valieron el favor en otro tiempo, y que sin duda fueron causa de su muerte en aquel día.

Así estuvo expuesta cuatro o cinco horas.

Al fin se cansaron de aquel curso de historia escandalosa practicado sobre un cadáver, y un hombre se acercó y le cortó la cabeza.

¡Ay! ¡Aquel cuello largo y flexible como el de un cisne, presentaba poca resistencia!

El miserable que cometió aquel crimen, más hediondo aún en un cadáver que en un ser viviente, se llamaba Grison. ¡La historia es la más inexorable de las divinidades: arranca una pluma de su ala, la moja en sangre, escribe un nombre, y este nombre se lega a la execración de la posteridad!

Aquel hombre fue guillotinado más tarde como jefe de una cuadrilla de ladrones.

Otro, llamado Rodi, abrió el pecho a la princesa y le arrancó el corazón.

Un tercero, llamado Mamín, eligió otra parte del cuerpo.

A causa de su amor a María Antonieta se mutilaba así a la pobre mujer; preciso era que se odiase mucho a la reina.

Se clavaron en picas las tres partes desprendidas de aquel cuerpo, y todos se dirigieron hacia el Temple.

Una multitud inmensa seguía a los tres asesinos; mas prescindiendo de algunos muchachos y varios hombres ebrios, que vomitaban el vino con la injuria, todos guardaban un silencio de espanto.

En el camino vieron una peluquería, y se entró en ella.

El hombre que llevaba la cabeza la colocó sobre una mesa.

—Rízame eso —dijo— porque ha de ver a su ama en el Temple.

El peluquero rizó los magníficos cabellos de la princesa, y la multitud continuó su marcha en dirección al Temple, esta vez profiriendo ruidosos gritos.

Estos gritos eran los que había oído la familia real.

Los asesinos llegaban, pues había tenido la abominable idea de mostrar a la reina aquella cabeza, aquel corazón y la otra parte del cuerpo de la princesa.

Muy pronto se presentaron en el Temple.

La cinta tricolor les cerraba el paso.

¡Aquellos hombres, aquellos infames asesinos, no se atrevieron a saltar por encima de una cinta!

Y pidieron que una diputación de seis asesinos, de los cuales tres llevaban los sangrientos trofeos, pudieran entrar en el Temple y dar la vuelta al torreón, para mostrar aquellas espantosas reliquias a la reina.

La petición era tan razonable, que fue concedida sin discusión.

El rey estaba sentado y aparentaba jugar al chaquete[60] con la reina. Acercándose así bajo pretexto del juego, los prisioneros podían cruzar algunas palabras sin que las oyeran los municipales.

De pronto el rey vio a uno de estos cerrar la puerta, precipitarse hacia la ventana y correr vivamente la cortina.

Era un tal Danjou, antigua seminarista, especie de gigante que a causa de su elevada estatura era llamado el Abate de los seis pies.

—¿Qué hay? —preguntó el rey.

Aquel hombre, aprovechando el momento en que la reina estaba de espaldas, hizo seña al rey para que no le interrogase.

Los gritos, las amenazas, llegaban hasta la habitación, aunque las puertas y las ventanas estaban cerradas; el rey comprendió que sucedía alguna cosa terrible, y apoyó la mano sobre el hombro de la reina para mantenerla en su sitio.

En aquel instante llamaron a la puerta, y bien a pesar suyo, Danjou debió abrir.

Eran oficiales de guardia y municipales.

—Señores —preguntó el rey—, ¿está mi familia segura?

—Sí —contestó un hombre que vestía el uniforme de guardia nacional—; pero se hace circular el rumor de que ya no hay nadie en la torre y que habéis huido; asomaos a la ventana para tranquilizar al pueblo.

El rey, ignorante de lo que ocurría, no tuvo inconveniente en obedecer, e hizo ademán de adelantarse hacia la ventana; pero Danjou le detuvo.

—¡No hagáis eso, caballero! —le dijo.

Y volviéndose hacia los oficiales, añadió:

—El pueblo debe tener más confianza en sus magistrados.

—Muy bien —contestó el oficial—; pero no es eso todo: se quiere que os asoméis a la ventana para ver la cabeza y el corazón de la princesa de Lamballe, a fin de mostraros cómo el pueblo trata a sus tiranos, y os aconsejo que os presentéis, pues de lo contrario entrarán aquí.

La reina profirió un grito y cayó desvanecida en las brazos de madame Isabel y de madame Royale.

—¡Ah!, caballero —dijo el rey— hubierais podido dispensaros de anunciar a la reina tan espantosa desgracia.

Y señalando con el dedo el grupo de las tres mujeres, añadió:

—¡Ved lo que habéis hecho!

El hombre se encogió de hombros y salió cantando la carmañola[61].

A las seis se presentó el secretario de Pétion, que iba a entregar al rey dos mil quinientos francos.

Al ver a la reina de pie e inmóvil, creyó que se mantenía así por respeto a él, y tuvo la bondad de invitarla a sentarse.

«Mi madre estaba así —dice madame Royale en sus Memorias— porque después de aquella espantosa escena quedó de pie e inmóvil, sin ver nada de lo que se hacía en la habitación».

El terror la había convertido en estatua.