El hombre siniestro del 14 de julio, del 5 y 6 de octubre, del 20 de junio, del 10 de agosto, debía ser también el hombre del 2 de septiembre.
Pero el portero del Châtelet quería aplicar una forma, una marcha solemne, una apariencia de legalidad al asesinato. Quería que se matase a los aristócratas, pero quería que muriesen legalmente; muertos o absueltos, habían de serlo por un decreto del pueblo, que él miraba como el sólo juez infalible.
Cerca de doscientas personas habían sido degolladas antes de que Maillard constituyese su tribunal.
Una sola había sido indultada: el abate Sicard.
Otros dos que, presos en el tumulto, saltaron por una ventana, se hallaron en medio de la junta de la sección que celebraba sus reuniones en la Abadía. Esos presos eran el periodista Pariseau, y el intendente del palacio de la Chapelle. Los individuos de la junta hicieron que los fugitivos tomasen asiento en medio de ellos, y consiguieron salvarlos. No se agradezca, pues, a los asesinos el que estas dos personas escapasen, no fue por culpa suya.
Hemos dicho que uno de los documentos curiosos que existen en los archivos de la policía, es el nombramiento de Marat para la junta de vigilancia. No lo es menos en verdad el registro de la Abadía, manchado aún hoy con la sangre de los degollados, que saltaba hasta los individuos del tribunal.
Los que buscáis con grande diligencia conmovedores recuerdos, haceos enseñar ese registro, en cuyas márgenes veréis a cada instante, debajo de una de estas dos notas, escritas con letra grande, bien formada, perfectamente legible, en que no se advierte un rasgo mal trazado que revele turbación, miedo ni remordimientos, veréis, decimos, debajo de una de estos dos notas: «Muerto por sentencia del pueblo, o absuelto por el pueblo», el nombre de MAILLARD.
La última de estas dos notas se halla repetida cuarenta y tres veces.
Maillard, pues, salvó en la Abadía la vida a cuarenta y tres personas.
Son las nueve y media o las diez de la noche; en tanto que Maillard entra en el ejercicio de sus funciones presidenciales, sigamos a dos hombres que salen de los Jacobinos hacia la calle de Santa Ana.
Estos hombres eran el gran sacerdote y el adepto, el maestro y el discípulo, Saint Just y Robespierre.
Saint Just, a quien vimos la noche en que fueron recibidos los tres nuevos masones en la logia de la calle de Plâtrière.
Saint Just, con su tez descolorida y dudosa, demasiado blanca para un hombre, demasiado pálida para una mujer, con su corbata enormemente almidonada; discípulo del maestro glacial, seco y duro; más duro, más seco y más glacial que su maestro.
Para el maestro, al fin, hay algunas emociones en esas luchas políticas en que el hombre combate con el hombre y la pasión con la pasión.
Para el discípulo, lo que pasa es una simple partida de ajedrez en grande escala; sólo que la puesta es la vida.
Los que jugáis con él, tened cuidado no os gane, porque será inflexible y no hará gracia al poco afortunado.
Robespierre tenía sin duda sus razones para no retirarse aquella noche a su cuarto en casa de los Duplay, pues a estos les anuncio por la mañana que probablemente pasaría el día en el campo.
La reducida habitación amueblada que ocupaba Saint Just, joven que podríamos llamar niño, desconocido aún, le parecía más segura acaso que la suya para esta terrible noche del 2 al 3 de septiembre.
Ambos entraron en ella a eso de las once.
Excusado es preguntar de qué hablaban esos dos hombres. Hablaban del degüello; con la sola diferencia que el uno hablaba de él con la sensibilidad de un filósofo de la escuela de Rousseau, y el otro con la sequedad de un matemático de la escuela de Condillac.
Robespierre, como el cocodrilo de la fábula, lloraba en ocasiones por los mismos a quienes condenaba.
Al entrar en su cuarto, Saint Just puso su sombrero sobre una silla, desanudó su corbata y se quitó el frac.
—¿Qué haces? —le preguntó Robespierre.
Saint Just le miró con tal expresión de extrañeza, que Robespierre repitió:
—Te pregunto qué haces.
—¡Me acuesto, pardiez! —contestó el joven niño.
—Y ¿para qué te acuestas?
—Para hacer lo que se hace en la cama, dormir.
—¡Cómo! —exclamó Robespierre—, ¿piensas dormir en una noche como esta?
—Y ¿por qué no?
—¿Cuando millares de víctimas caen o van a caer; cuando esta noche será la última para tantos hombres que respiran aún en este momento, y habrán dejado de vivir al salir el sol, piensas en dormir?
Saint Just se detuvo un instante pensativo.
Luego, como si en aquel cortísimo silencio hubiese hallado en su corazón una convicción nueva, dijo:
—Sí, es cierto, lo sé; pero también sé que ese es un mal necesario, puesto que tú mismo lo has autorizado. Supón una fiebre amarilla, una peste, un temblor de tierra; de cualquiera de esas cosas morirán tantos, si no más que van a morir, y no resultará bien alguno a la sociedad; mientras que de la muerte de nuestros enemigos resulta una seguridad para nosotros. Te aconsejo, pues, que te marches a tu casa, te acuestes como yo me acuesto, y procures dormir como yo dormiré.
Y el impasible, el frío político, se metió en la cama.
—Adiós, hasta mañana —añadió.
Y quedó dormido.
Su sueño fue tan largo, tan tranquilo, tan pacífico como si nada extraordinario ocurriera entonces en París; se había dormido a las once y media de la noche, y despertó a las seis de la mañana.
Al abrir sus ojos, como una sombra colocada entre la luz y él, volvióse hacia la ventana y reconoció a Robespierre.
Creyó que su maestro, ausente desde la noche, estaba ya de vuelta.
—¿Qué te trae tan de mañana por aquí?
—Nada —dijo Robespierre—, no me he marchado.
—¡Cómo!, ¿no te has marchado?
—No.
—¿No te has acostado?
—No.
—¿Ni has dormido?
—Tampoco.
—Pues ¿dónde has pasado la noche?
—Ahí en pie, con la frente apoyada en los cristales, escuchando el ruido de la calle.
El diputado de Arras no mentía; sin dudas, sin temor, sin remordimientos, no había dormido ni un segundo.
En cuanto a Saint Just, el sueño le había concedido sus favores aquella noche con igual munificencia que en todas las demás.
Del otro lado del Sena, en el patio mismo de la Abadía, un hombre pasó la noche tan despierto como Robespierre.
Este, apoyado en el ángulo de la última puerta contigua al patio, y casi perdido en la penumbra de la inmensa sala.
He aquí el aspecto que presentaba el interior de esa sala, convertida en tribunal.
En derredor de una vasta mesa cargada de sables, espadas y pistolas, alumbradas por dos lámparas de cobre, cuya luz era necesaria aun en medio del día, se hallaban sentados doce hombres.
En sus caras ordinarias, en sus robustas formas, en los gorros encarnados de que estaban cubiertos, y en las carmañolas[58] que ocultaban sus hombros, se reconocía fácilmente a hombres del pueblo.
Otro hombre, con frac negro raído, chaleco blanco, calzón corto, cara lúgubre y patibularia y la cabeza descubierta, los presidía.
Era el único quizá de entre ellos que sabía leer y escribir, y tenía delante de sí el registro de entrada de presos, papel tinta y plumas.
Los doce hombres eran los jueces de la Abadía; jueces terribles cuyas inapelables sentencias eran inmediatamente ejecutadas por una cincuentena de verdugos armados de sables, de cuchillos y de picas que, empapados en sangre, esperaban en el patio la salida de otra nueva víctima.
Su presidente era el portero Maillard.
¿Había venido allí por sí mismo, o enviado por Danton, que hubiese querido hacer en las demás prisiones, es decir, en los Carmelitas, en el Châtelet, en la Fuerza, lo que se hizo en la Abadía, salvar algunas personas? Nadie lo ha sabido.
Maillard desaparece el 4 de septiembre, sin que desde este día vuelva a vérsele ni a oírse hablar de él, cual si hubiera quedado sumergido en la sangre.
Pero, entretanto, presidía el tribunal desde las diez de la noche del 2 de septiembre.
Llegado e instalado en la mesa, pidió el registro de entrada, y con la ayuda de doce jueces, que hizo sentar, seis a su derecha y seis a su izquierda, continuó el degüello, aunque con una especie de regularidad.
Leíase el nombre consignado en el registro, y en tanto que los carceleros iban a buscar al preso, Maillard informaba al tribunal sobre las causas de su arresto; si el preso era condenado, el presidente se contentaba con decir:
—A la fuerza.
Y entonces la puerta se abría, y la desgraciada víctima sucumbía al terrible hachazo que le asestaban aquellos asesinos.
Si el preso era absuelto, el negro fantasma se levantaba, le ponía la mano sobre la cabeza, y exclamaba:
—Que se le ponga en libertad.
Y el preso quedaba salvo.
En el momento de presentarse Maillard en la puerta de la prisión, un hombre que estaba apoyado contra la pared le había salido al encuentro.
A las primeras palabras que ambos se dirigieron, Maillard había reconocido a aquel hombre, y en señal, si no de sumisión, de condescendencia al menos, había inclinado ante él su desmesurada talla.
Luego le había hecho entrar en la prisión, y colocado a la mesa y constituido el tribunal, le había dicho:
—Permaneced ahí, y cuando llegue el turno a la persona por quien os interesáis, hacedme una seña.
El hombre se había recostado en el ángulo de la puerta, y permanecía allí mudo e inmóvil esperando desde el día anterior.
Era el doctor Gilberto.
Había jurado a Andrea que no la dejaría matar, y trataba de cumplir su juramento.
Nos hallamos en un momento de interrupción: desde las tres a las seis de la mañana, jueces y verdugos habían querido descansar. A las seis comieron.
Durante las tres horas que habían durado el sueño y el descanso, dos carros enviados por el ayuntamiento habían venido para llevarse los cadáveres.
El pavimento del patio estaba cubierto con tres pulgadas de sangre cuajada; y como los pies resbalaban sobre aquella sangre y hubiese sido muy largo el lavarla, se había traído un centenar de haces de paja, se habían extendido por el patio, y se les había cubierto con los vestidos de las víctimas, especialmente con los de los suizos.
Los vestidos y la paja absorbían la sangre.
Pero mientras los jueces y los verdugos dormían, los presos velaban sobrecogidos por el espanto.
Cuando los gritos cesaron, cuando el terrible llamamiento cesó, tuvieron un instante de esperanza. Quizá sólo se habían designado a los asesinos un número limitado de víctimas: quizá el degüello se limitaría a los suizos y a los guardias. ¡Vana ilusión que pronto quedó desvanecida!…
A las seis y media, los gritos y el llamamiento volvieron a comenzar.
Un carcelero bajó entonces y dijo a Maillard que los presos querían oír una misa antes de morir.
Maillard se encogió de hombros, pero accedió a la súplica.
Estaba además ocupado en oír las felicitaciones que, en nombre del ayuntamiento, le dirigía un hombre enviado al efecto por esta corporación. Ese hombre, de talle esbelto, de cara apacible, vestía un frac color pulga y llevaba un peluquín empolvado.
Era Billaud-Varennes.
—Valientes ciudadanos —dijo a los asesinos—, acabáis de purgar la sociedad de grandes culpables, y la municipalidad no sabe cómo recompensaros. Los despojos de los muertos deberían perteneceros indudablemente; pero como esto se parecería algo a un robo, estoy encargado de daros, como indemnización de esta pérdida, veinticuatro libras a cada uno, que os van a ser entregadas inmediatamente.
Y, en efecto, Billaud-Varennes hizo en el instante mismo distribuir a los asesinos el salario de su sangriento trabajo.
He aquí lo sucedido, y lo que explica esta gratificación del ayuntamiento.
Durante la noche del 2 de septiembre, algunos de los que mataban, y estos eran los menos —la mayoría de los degolladores pertenecía a los tenderos y gentes de poco valer del comercio de los arrabales—, algunos de los que mataban iban sin medias y sin zapatos; así es que miraban con envidia el calzado de los aristócratas. De aquí resultó que solicitaron de la sección el permiso de ponerse los zapatos de los muertos. La sección accedió a la demanda.
Dado este paso, Maillard se apercibió de que su gente se creía dispensada de pedir; en su consecuencia tomaban, no ya zapatos, ni sólo medias, sino cuanto se encontraba bueno de tomar.
Maillard vio con dolor que se profanaba y degradaba su matanza, y dio parte al ayuntamiento.
De aquí provino la misión de Billaud-Varennes, y el silencio religioso con que se le había escuchado.
Durante este tiempo oían misa los presos: la celebraba el abate Lenfant, predicador del rey, y le ayudaba el abate de Rastignac, escritor religioso.
Eran dos ancianos de cabellos blancos, de venerable presencia, y cuya palabra, predicando en una especie de tribuna la resignación y la fe, ejerció una influencia sublime y benéfica sobre todos aquellos desgraciados.
En el momento en que todos estaban de rodillas recibiendo la bendición del abate Lenfant, volvió a continuar el llamamiento.
El primer nombre que se pronunció fue el del abate consolador.
Hizo la señal de la cruz, acabó su oración y siguió a los que habían venido a buscarle.
El segundo sacerdote se quedaba aún, y continuó la fúnebre exhortación.
Luego fue llamado a su vez, y siguió como su antecesor a los que venían por él.
Los presos quedaron solos sin sacerdote.
Entonces su conversación era sombría, terrible, extraña.
Discutían sobre la manera de recibir la muerte, y la fortuna o la desgracia de hallar suplicios más o menos lentos.
Unos pensaban que era mejor tender la cabeza con resolución para que cayera de un solo golpe: los otros, que sería mejor levantar los brazos para que la muerte pudiera penetrar en el corazón de todos lados; otros, en fin, que era mejor tener sus manos en las espaldas para no poder oponer resistencia alguna.
Un joven se adelantó y dijo:
—Voy a ver lo que es mejor.
Y subió a un pequeño torreón cuya reja daba al patio de la matanza, y desde allí estudió el modo de morir.
Luego se retiró diciendo:
—Mueren más pronto los que tienen la dicha de recibir el golpe en el pecho.
Oyéronse entonces estas palabras seguidas de los sollozos: «Dios mío, a vos me encomiendo».
Un hombre acababa de caer en el suelo, y se agitaba sobre las baldosas.
Era el señor de Chantereine, coronel de la guardia constitucional del rey.
Acababa de darse tres cuchilladas en el pecho.
Los prisioneros hicieron uso del arma que el infeliz dejó: pero se herían vacilantes, y solamente uno consiguió matarse.
Había allí tres mujeres: dos jóvenes temblorosas, que se oprimían contra dos ancianos, y una mujer de luto, tranquila, arrodillada, orando y sonriendo con dulzura.
Las dos jóvenes eran las señoritas de Cazotte y de Sombreuil, y los dos ancianos sus padres.
La mujer de luto era Andrea.
Se llamó al señor de Montmorin.
Ya se recordará que este era el antiguo ministro que había entregado los pasaportes con los cuales el rey trató de huir; este personaje era tan impopular, que ya la víspera, un joven del mismo nombre había estado a punto de ser muerto, tan sólo por llamarse así.
El señor de Montmorin no había ido a escuchar las exhortaciones de los sacerdotes; permanecía en su habitación furioso, desesperado, llamando a sus enemigos, pidiendo armas, sacudiendo las barras de su prisión y rompiendo una mesa de ébano cuyas tablas tenían dos pulgadas de grueso.
Fue preciso conducirle a viva fuerza ante el tribunal, y entró pálido, con los ojos brillantes y los puños levantados.
—¡A la fuerza! —dijo Maillard.
El antiguo ministro tomó la palabra por lo que parecía ser, y creyó en una simple traslación.
—Presidente —dijo a Maillard—, puesto que te place llamarte así, espero que me hagas conducir en coche, a fin de evitarme el insulto de tus asesinos.
—Mandad que se acerque un coche para el señor conde de Montmorin —dijo Maillard con la mayor cortesía.
Y volviéndose hacia el señor de Montmorin, añadió:
—Tomaos la molestia de sentaros hasta que venga el coche, señor conde.
El señor de Montmorin tomó asiento refunfuñando.
Cinco minutos después se anunció que el coche esperaba. Un comparsa cualquiera había comprendido el papel que debía desempeñar en aquel drama, y contestaba.
Se abrió la puerta fatal, la que conducía a la muerte, y el señor de Montmorin salió.
Apenas hubo dado tres pasos, cayó en tierra herido por veinte picas.
Después se presentaron otros prisioneros, cuyos nombres ignorados legaron al olvido.
En medio de todos aquellos nombres oscuros, uno de ellos brilló como una llama: era el de Santiago Cazotte, de Cazotte el iluminado, que diez años antes de la revolución había predicho a cada cual la suerte que le esperaba: de Cazotte, el autor del Diablo enamorado, de Oliverio y de las Mil y una tonterías; imaginación loca, alma estática, corazón ardiente que había abrazado con furor la causa de la contrarrevolución, y que en cartas dirigidas a su amigo Ponteau, empleado en la intendencia civil, había expresado opiniones que en aquellos días se castigaban con la muerte.
Su hija le había servido de secretario para estas cartas, y detenido su padre, Isabel Cazotte fue a reclamar su parte de prisión.
Si la opinión realista se podía permitir a alguno, seguramente era a aquel anciano de setenta y cinco años, que tenía los pies arraigados en la monarquía de Luis XIV, y que, para mecer el sueño del duque de Borgoña, había compuesto dos canciones que habían llegado a ser populares. Pero estas eran razones buenas para los filósofos, y no para los asesinos de la Abadía; de modo que Cazotte estaba condenado de antemano.
Al ver al venerable anciano de cabello blanco, de ojos brillantes y hermosa cabeza, Gilberto, separándose de la pared, hizo un ademán para salir a su encuentro, ademán que Maillard notó. Cazotte se adelantaba apoyado en su hija; mas al entrar esta comprendió que se hallaba delante de jueces.
Entonces, separándose de su padre, y con las manos unidas, suplicó al tribunal de sangre con tan dulces palabras, que los asesores de Maillard comenzaron a vacilar; la pobre niña observó que, a pesar de su rudeza, aquellos hombres tenían corazón; pero que era preciso bajar hasta los abismos para encontrarle, y por lo tanto se arrodilló con la cabeza inclinada y la compasión por guía. Aquellos hombres que no sabían lo que eran lágrimas lloraron, y Maillard se pasó por los ojos secos el dorso de la mano, ojos que hacía veinte horas contemplaban la matanza sin haberse cansado ni una sola vez.
Y extendiendo el brazo sobre la cabeza de Cazotte, exclamó:
—¡Que le dejen libre!
La joven no sabía qué pensar.
—Nada temáis, señorita —dijo Gilberto.
Dos de los jueces se levantaron para acompañar a Cazotte hasta la calle, temiéndose que un fatal error entregase a la muerte aquella víctima que se le acababa de arrebatar.
Cazotte estaba salvado, al menos por esta, vez.
Las horas transcurrieron y se siguió asesinando.
Se habían llevado al tribunal bancos para los espectadores, pues las mujeres y los hijos de los asesinos tenían derecho para asistir al espectáculo; y por otra parte, como actores de conciencia, no era bastante para aquella gente que se la pagase, querían ser aplaudidos.
A eso de las cinco se llamó al señor de Sombreuil.
Este era, como Cazotte, un realista bien conocido, tanto más imposible de salvar cuanto se recordaba que, siendo gobernador de los Inválidos, el 14 de julio, había hecho fuego sobre el pueblo. Sus hijos estaban en el extranjero, sirviendo en el ejército enemigo, y uno de ellos se había conducido tan valerosamente en el sitio de Longwy, que fue condecorado por el rey de Prusia.
El señor de Sombreuil se presentó noble también y resignado, llevando erguida la cabeza de cabellos blancos, que pendían en bucles sobre su uniforme, e igualmente se apoyaba en su hija.
Esta vez Maillard no se atrevió a mandar que se pusiera en libertad al prisionero, mas haciendo un esfuerzo dijo:
—Inocente o culpable, creo que sería indigno del pueblo mancharse las manos en la sangre de ese anciano.
La señorita de Sombreuil al oír aquella noble frase, que tendrá su peso en la balanza divina, cogió a su padre de la mano y condújole por la puerta de la vida gritando:
—¡Salvado, salvado!
Ningún juez había dicho la menor cosa, ni para condenar ni para absolver.
Dos o tres de los asesinos pasaron la cabeza por la puerta del postigo, para preguntar qué se debía hacer.
El tribunal guardó silencio.
Solamente un individuo contestó:
—Haced lo que os parezca.
—Pues bien —exclamaron los asesinos—, que la joven beba a la salud de la nación.
Entonces fue cuando un hombre, enrojecido de sangre, con los brazos desnudos y el rostro feroz, presentó a la señorita de Sombreuil un vaso, según unos de sangre, y según otros de vino.
La señorita de Sombreuil gritó: «¡Viva la nación!», humedeció sus labios en el licor, cualquiera que fuese, y el señor de Sombreuil se salvó.
Transcurrieron dos horas más, y después la voz de Maillard, tan impasible al evocar los vivos como lo era la de Minos al evocar los muertos, pronunció estas palabras:
—La ciudadana Andrea de Taverney, condesa de Charny.
Al oír este nombre, Gilberto sintió sus piernas flaquear y su corazón desfallecer.
Una vida más importante a sus ojos que la suya propia iba a ser condenada o salvada.
—Ciudadanos —dijo Maillard a los individuos del tribunal terrible—, la que va a comparecer ante vosotros es una pobre mujer que en otro tiempo fue fiel a la austríaca; pero esta, ingrata como una reina, pagó sus servicios con ingratitud; esa mujer lo perdió todo por su amistad, su fortuna y su esposo, por el cual la veréis entrar vestida de luto. ¿A quién debe este duelo? ¡A la prisionera del Temple! Ciudadanos, os pido la vida de esa mujer.
Los jueces hicieron una señal de asentimiento.
Solamente uno dijo:
—Será preciso ver…
—Pues entonces —replicó Maillard—, mirad.
La puerta se abría, en efecto, y veíase en las profundidades del corredor una mujer vestida de luto, con la frente cubierta por un velo negro, que avanzaba sin apoyo y con paso firme.
Hubiérase dicho que era una aparición de ese mundo fúnebre del que ningún viajero ha vuelto aún, como dice Hamlet.
Ante ella los jueces se estremecieron.
Llegó hasta la mesa y levantó su velo.
Jamás tan incontestable ni tan pálida belleza había aparecido a los ojos de los hombres; era una divinidad de mármol.
Todas las miradas se fijaron en ella; Gilberto estaba palpitante.
Andrea se dirigió a Maillard, y con voz dulce, pero firme, le dijo:
—Ciudadano, ¿sois vos el presidente?
—Sí, ciudadana —contestó Maillard, admirado de que le interrogasen, cuando sólo a él correspondía hacerlo.
—Soy Andrea de Taverney, condesa de Charny, esposa del conde de Charny, muerto en la infame jornada del 10 de agosto; soy aristócrata y amiga de la reina; he merecido la muerte y vengo a buscarla.
Los jueces profirieron un grito de sorpresa.
Gilberto palideció, retirándose cuanto le fue posible en el ángulo del postigo para que Andrea no le viese.
—Ciudadanos —dijo Maillard, que observaba el espanto de Gilberto—, esta mujer está loca; la muerte de su esposo le ha hecho perder la razón, y por lo tanto debemos compadecerla y velar por su vida. La justicia del pueblo no castiga a los insensatos.
Al decir esto se levantó y quiso poner la mano sobre la cabeza de Andrea, como lo hacía con todos aquellos a quienes proclamaba inocentes.
Pero la condesa apartó la mano de Maillard.
—Tengo toda mi razón —dijo—, y si debéis hacer gracia a alguno, dispensadla a quien la pida y la merezca; pero no a mí, que no la merezco y la rehúso.
Maillard se volvió hacia Gilberto y vio a este con las manos unidas como si suplicara.
—¡Esa mujer está loca —repitió—, que la dejen libre!
Al decir esto hizo una seña a un individuo del tribunal, para que la hiciera salir por la puerta de la vida.
—¡Inocente —gritó el hombre—, dejad pasar!
Todos se apartaron delante de Andrea; los sables, las picas y las pistolas, se inclinaron ante aquella estatua del Duelo.
Pero apenas hubo dado diez pasos, y mientras que, inclinado en la ventana, Gilberto veía, a través de los barrotes, cómo se alejaba, la condesa se detuvo y gritó:
—¡Viva el rey! ¡Viva la reina! ¡Oprobios sobre el 10 de agosto!
Gilberto profirió un grito y se lanzó al patio.
¡Había visto brillar la hoja de un sable que, rápida como un relámpago, desapareció en el pecho de la condesa!
El doctor llegó a tiempo para recibir a la pobre mujer en sus brazos.
Andrea volvió hacia él su mirada apagada y le reconoció.
—Bien os había dicho que moriría a pesar vuestro —murmuró, añadiendo después con voz apenas inteligible:
—¡Amad a Sebastián por los dos!
Y más débilmente aún:
—¡Cerca de él, junto a mi Oliverio, junto a mi esposo… por toda una eternidad!
Y espiró.
Gilberto la cogió entre sus brazos y la levantó.
Cincuenta manos cubiertas de sangre le amenazaron a la vez; pero Maillard se presentó de pronto, y extendiendo la mano sobre su cabeza, gritó:
—¡Dejad pasar al ciudadano Gilberto, que se lleva el cadáver de una pobre loca, muerta por equivocación!
Todos se apartaron, y Gilberto, llevándose el cadáver de Andrea, pasó por en medio de los asesinos, sin que ni uno solo pensara en cerrarle el paso; tan soberana era para la multitud la palabra de Maillard.