Lo que Danton había previsto, sucedió: al abrirse la sesión, Thuriot presentó a la Asamblea la proposición formulada la víspera por el ministro de Justicia; y como no se comprendiese, en vez de votar a las nueve de la mañana, discutió muy despacio y no votó hasta la una.
¡Ya era demasiado tarde!
Aquellas cuatro horas retardaron en un siglo las libertades de Europa.
Tallien fue más diestro.
Encargado por la municipalidad de dar al ministro de Justicia la orden de presentarse, escribió:
Señor ministro:
Al recibir la presente, vendréis al ayuntamiento.
Pero Tallien equivocó las señas, y en vez de escribir: «Al ministro de Justicia», puso: «Al ministro de la Guerra».
Se esperaba a Danton; Servan fue quien sé presentó, muy confuso, preguntando qué se deseaba; pero no se quería nada de él.
El quid pro quo se aclaró después; pero ya estaba hecha la jugada.
Ya hemos dicho que la Asamblea, votando a la una, lo hizo demasiado tarde; y, en efecto, la municipalidad, que no entendía de lentitudes, aprovechó el tiempo.
¿Qué deseaba la municipalidad? La matanza y la dictadura.
Y he aquí cómo procedió.
Según había dicho Danton, los asesinos no eran tan numerosos como se creía.
En la noche del 1 al 2 de septiembre; mientras que Gilberto trataba inútilmente de sacar a Andrea de la Abadía, Marat había mandado sus emisarios a los clubs y a las secciones; pero aunque se mostraron muy enfurecidos, produjeron poco efecto en los clubs; y de las cuarenta y ocho secciones, solamente dos, la de Poissonniere y la de Luxemburgo, votaron la matanza.
En cuanto a la dictadura, la municipalidad comprendía bien que no le era posible obtenerla sin el auxilio de Marat, Robespierre y Danton, y he aquí por qué había enviado a este último la orden de presentarse en el ayuntamiento.
Hemos visto que Danton había previsto el golpe; no habiendo recibido la carta, no se presentó.
Si la hubiese recibido, si el error de Tallien no hubiera sido causa de que se la llevaran al ministro de la Guerra, en vez de dirigírsela a él a su ministerio de Justicia, tal vez Danton no hubiera osado desobedecer.
En su ausencia, forzoso fue para la municipalidad adoptar una resolución.
La resolución fue, pues, nombrar un comité de vigilancia; pero este comité se debía componer sola y exclusivamente de individuos adscritos a la municipalidad.
Sin embargo, se trataba de que Marat formara parte de aquel comité de matanza —este era el verdadero nombre que le correspondía—; pero ¿cómo hacerlo, no siendo Marat individuo del ayuntamiento?
Pañis fue quien se encargó del asunto. Por su Dios Robespierre y por su cuñado Santerre, pesaba mucho sobre la municipalidad —se comprenderá bien que Pañis, exprocurador, hombre falso y duro, insignificante autor de algunos versos ridículos, no podía tener de por sí ninguna influencia—; mas por Robespierre y Santerre ejercía tal influencia en el ayuntamiento, que la corporación municipal le autorizó para elegir tres individuos que completaran el comité de vigilancia.
Pañis no se atrevió a usar por sí solo de este extraño poder.
Se reunió con tres de sus colegas, Sergent, Duplain y Jourdeuil, los cuales, por su parte, se asociaron a otras cinco personas: Deforgues, Lenfant, Guermeur, Leclerc y Durfort.
El acta original contiene las cuatro firmas de Pañis, Sergent, Duplain y Jourdeuil; pero en el margen se encuentra otro nombre rubricado por uno solo de los cuatro firmantes, de una manera confusa, pero lo suficientemente claro para reconocer de un modo evidente la rúbrica de Pañis.
Este nombre era el de Marat, que no tenía derecho a formar parte del comité por no ser individuo de la municipalidad.
Con este nombre quedó asegurado el asesinato.
Veámosle crecerse en el espantoso desarrollo de su omnipotencia.
Hemos dicho que la municipalidad no había hecho como la Asamblea, procediendo con su lentitud.
A las diez, el comité de vigilancia, formado ya, había expedido su primera orden, que tenía por objeto trasladar desde la alcaldía a la Abadía veinticuatro prisioneros, de los cuales ocho o nueve eran sacerdotes, es decir, que llevaban el traje más aborrecido de todos, el de los hombres que habían organizado la guerra civil en la Vendée y en el Mediodía, el traje eclesiástico.
Los federados marselleses y de Aviñón recibieron orden de recogerlos en su prisión; se envió a buscar cuatro coches, y en cada uno de estos se hizo subir a cuatro detenidos y emprendióse la marcha.
La señal de la partida se había dado por el tercer cañonazo de alarma.
La intención de la municipalidad era fácil de comprender: aquella lenta y fúnebre procesión excitaría la cólera del pueblo; era probable que, ya en el camino o en la puerta de la Abadía, los coches fueran detenidos y se asesinara a los prisioneros; entonces bastaría dejar que la matanza siguiera su curso; comenzada en el camino, llegaría hasta la prisión y se franquearían fácilmente las puertas.
En el momento en que los coches salían de la alcaldía, Danton se atrevió a entrar en la Asamblea.
La proposición hecha por Thuriot no servía ya de nada, porque era demasiado tarde, como ya hemos dicho, para aplicar al ayuntamiento la decisión que se acababa de adoptar.
Restaba la dictadura.
Danton subió a la tribuna; mas por desgracia estaba solo, pues Roland se juzgó demasiado honrado para acompañar a su colega.
Todos los ojos le buscaron; pero Roland no estaba.
Bien se veía la fuerza; mas se pedía inútilmente la moralidad.
Manuel acababa de anunciar al ayuntamiento el peligro de Verdún, pidiendo que aquella misma noche los ciudadanos alistados acamparan en el Campo de Marte, a fin de poder marchar contra el enemigo al amanecer del día siguiente.
La proposición de Manuel fue aceptada.
Otro individuo había pedido, atendida la urgencia del peligro, que se disparase el cañón de alarma, tocando generala.
Esta segunda proposición, puesta a votación, se aceptó como la primera. Era una medida funesta, mortífera y terrible en aquellas circunstancias; el tambor, la campana y el cañón tienen sonidos lúgubres y vibraciones fúnebres en los corazones más tranquilos, y con mucha mayor razón debían tenerlos en los que estaban ya tan agitados.
Todo esto, por lo demás, era efecto del cálculo.
Al resonar el primer cañonazo se debía ahorcar al señor de Beausire.
Añadamos desde luego, con la tristeza que inspira la pérdida de tan interesante personaje, que al oírse la señal fue ahorcado, efectivamente.
Al sonar el tercer cañonazo, los coches de que hemos hablado debían salir de la prefectura de policía; y como el cañón se disparaba de diez en diez minutos, los que acababan de ver a Beausire podían llegar a tiempo para ver pasar los prisioneros y tomar parte en su matanza.
Danton estaba al corriente de todo cuánto sucedía en la municipalidad, gracias a Tallien; conocía, pues, el peligro de Verdún y el acuerdo sobre la concentración en el Campo de Marte de los voluntarios, y no ignoraba que se iba a tocar a generala, disparando al mismo tiempo el cañón.
Para contestar a Lacroix, que, según recordaremos, debía pedir la dictadura, tomó por pretexto el peligro de la patria, y propuso votar «que todo aquel que rehusara servir personalmente o entregase sus armas, sería castigado con la pena de muerte».
Y para que no hubiese error respecto a sus intenciones, ni se confundieran sus proyectos con los de la municipalidad, añadió: «La campana que ha de sonar no es una señal de alarma, sino de carga contra los enemigos de la patria. Para vencerlos, señores, necesitamos audacia, siempre audacia, y de este modo se salvará la Francia».
Estrepitosos aplausos acogieron estas palabras.
Entonces. Lacroix se levantó y pidió a su vez «que se castigara con la pena de muerte a los que, directa o indirectamente, rehusaran ejecutar o entorpecieran de cualquier modo las órdenes dadas y las medidas adoptadas por el poder ejecutivo».
La Asamblea comprendió perfectamente esta vez que se la pedía que votase la dictadura, y aprobó al parecer; pero nombró una comisión de girondinos para redactar el decreto. Por desgracia los girondinos, como Roland, eran gente demasiado honrada para tener confianza en Danton.
La discusión se prolongó hasta las seis de la tarde.
Danton se impacientó: quería el bien y se le obligaba a practicar el mal.
Dijo una palabra en voz baja a Thuriot, y salió.
¿Qué había dicho? El sitio en que se podría encontrar, en caso de que la Asamblea le confiriese el poder.
¿Dónde se le podría encontrar? En el Campo de Marte, en medio de los voluntarios.
¿Cuál era su intención en el caso de que se le confiara el poder? Hacerse reconocer dictador por aquella multitud de hombres armados, no para la matanza, sino para la guerra; entrar en París con ellos y llevarse, como en una inmensa red, a los asesinos a la frontera.
Esperó hasta las cinco de la tarde; pero nadie se presentó.
¿Qué sucedía entretanto a los prisioneros que eran conducidos a la Abadía?
Sigámoslos, pues van despacio y sin dificultad los alcanzaremos.
Por lo pronto, los coches en que estaban encerrados los protegieron; el instinto del peligro que corrían indujo a todos a mantenerse en el fondo del coche, dejándose ver lo menos posible en las portezuelas; pero los encargados de conducirles los denunciaban, y como la cólera del pueblo no se declaraba bastante de prisa, le excitaban con sus palabras.
—¡Mirad —decían a los transeúntes cuando se detenían—, he ahí a los traidores, he ahí a los cómplices de los prusianos, a los que entregan nuestras ciudades, a los que asesinarán a vuestras mujeres e hijos si los dejáis detrás cuando hayáis marchado a la frontera!
Y sin embargo, todo esto era impotente, pues como había dicho Danton, los asesinos eran pocos; la cólera no producía más que gritos y amenazas, y todo cesaba aquí.
El cortejo siguió la línea de los muelles, el puente Nuevo y la calle de la Delfina.
No se había podido cansar la paciencia de los prisioneros, ni empujar la mano del pueblo hasta el asesinato; se estaba ya cerca de la Abadía, pues se había llegado a la encrucijada de Bussy, y ya era tiempo de obrar.
Si se dejaba a los detenidos entrar en la prisión o se les mataba una vez dentro era evidente que se procedía así en virtud de una orden calculada de la municipalidad, y que no se debía atribuir la matanza a la indignación espontánea del pueblo.
La fortuna favoreció las malas intenciones y los proyectos sanguinarios.
En la encrucijada de Bussy se elevaba uno de esos teatros donde se hacían los alistamientos voluntarios.
La multitud se agolpaba allí, y los coches debían detenerse.
No podía ser mejor la ocasión; si no se aprovechaba, no se presentaría otra.
Un hombre atraviesa la escolta sin que esta oponga dificultad; un hombre sube al estribo del primer coche con un sable en la mano, introduce su arma varias veces a la casualidad en el fondo del vehículo, y la retira llena de sangre.
Uno de los prisioneros tenía un bastón; con este trató de parar los golpes y tocó en el rostro a uno de los hombres de la escolta.
—¡Ah, bandidos! —exclamó este—, ¡os protegemos y nos hacéis daño! ¡A mí, compañeros!
Una veintena de hombres que tan sólo esperaban esta llamada, lanzáronse dentro de la multitud armados de picas y de cuchillos, que introdujeron por las portezuelas, y se comenzaron a oír los gritos de dolor y a ver la sangre de las víctimas, que corría desde el fondo de los coches, manchando la calle.
La sangre llama sangre; la matanza había comenzado y debía durar cuatro días.
Los prisioneros amontonados en la Abadía habían adivinado ya desde la mañana, a juzgar por la expresión de sus guardianes y algunas palabras escapadas, que se preparaba alguna cosa lúgubre. Por una orden de la municipalidad se había adelantado aquel día en todas las prisiones la hora de comer. ¿Qué significaba aquel cambio? Nada que no fuese funesto seguramente, y los detenidos esperaban con ansiedad.
A eso de las cuatro, el lejano murmullo de la multitud llegó, como las primeras olas de una marea que sube al pie de los muros de la prisión; desde algunas de las ventanas enrejadas de la torrecilla que daba a la calle de Santa Margarita, se divisaron los coches; entonces penetraron en la prisión los gritos de rabia y de dolor por todas las aberturas, y las palabras «¡Ya están ahí los asesinos!». Se propagó por los corredores, penetró en las habitaciones y hasta en lo más profundo de los calabozos.
Después se oyó otro grito:
—¡Los suizos, los suizos!
Había ciento cincuenta en la Abadía, librados con no poco trabajo de la cólera del pueblo el 10 de agosto. La municipalidad conocía el odio del pueblo a los uniformes rojos; de modo que era una excelente ocasión para preparar al pueblo, comenzando la matanza por los suizos.
Se tardaron unas dos horas para matar a estos ciento cincuenta infelices.
Muerto el último, que fue el mayor Readink, cuyo nombre hemos pronunciado ya, se pidieron los sacerdotes.
Estos contestaron que se conformaban con morir; pero que deseaban confesarse.
Se accedió a su deseo, concediéndoles dos horas de tregua.
¿En qué se empleó este tiempo? En formar un tribunal.
¿Quién le formó y presidió? Maillard.