He aquí cuál era la situación cuando el 1.º de septiembre, a las nueve de la noche, el oficioso de Gilberto —el nombre de criado se había abolido como antirrepublicano—, el oficioso de Gilberto, decimos, entró en la habitación del doctor y le dijo:
—Ciudadano Gilberto, el coche os espera en la puerta.
El doctor se encasquetó el sombrero hasta los ojos, se abotonó la levita hasta el cuello, y disponíase a salir; pero en el umbral de la puerta estaba un hombre embozado y cubierta la cabeza con un sombrero de anchas alas que sombreaba su frente.
Gilberto retrocedió un paso; en la oscuridad y en tal momento todo es sospechoso.
—Soy yo, Gilberto —dijo una voz benévola.
—¡Cagliostro! —exclamó el doctor.
—¡Bueno! He aquí me olvidáis que ya no me llamo Cagliostro, sino el barón Zannone, aunque es cierto que para vos, amigo mío, no cambio de nombre ni de corazón, y soy siempre, por lo menos lo espero así, José Bálsamo.
—¡Oh!, sí —contestó Gilberto—, y la prueba es que ahora iba a vuestra casa.
—Lo sospechaba —replicó Cagliostro—, y por eso he venido aquí, pues deberíais sospechar que en días semejantes no hago lo que acaba de hacer el señor Robespierre, no me voy al campo.
—Pero yo temía no encontraros, y me alegro mucho de veros… Tened la bondad de entrar.
—Muy bien, ya estoy aquí. Decidme qué deseáis —añadió Cagliostro, siguiendo al doctor hasta la habitación más retirada de la casa.
—Sentaos, maestro.
Cagliostro tomó asiento.
—Supongo que ya sabréis lo que pasa —continuó el doctor.
—Querréis decirme lo que pasará —repuso Cagliostro—, pues en este momento no sucede nada.
—No, tenéis razón; pero se prepara alguna cosa terrible. ¿No es cierto?
—Muy terrible, es verdad…; pero también a veces se hace necesario lo terrible.
—Maestro —replicó el doctor—, cuando pronunciáis semejante palabra con vuestra inexorable sangre fría, me hacéis temblar.
—¡Cómo ha de ser; yo no soy más que un eco, el eco de la fatalidad!
El doctor inclinó la cabeza.
—¿Recordáis, Gilberto —continuó el conde—, lo que os dije el día en que os vi en Bellevue, el seis de octubre, cuando os predije la muerte del señor Favras?
Gilberto se estremeció.
Tan fuerte ante los demás hombres y ante los acontecimientos, cuando estaba enfrente de aquel personaje misterioso, mostrábase débil como un niño.
—Os decía —continuó Cagliostro— que si el rey tuviera en su pobre cerebro un poco de espíritu de conservación, que yo esperaba, y del cual carece, hubiera huido.
—Pues ya lo hizo —replicó Gilberto, moviendo la cabeza tristemente.
—Sí; pero yo entendía que lo intentase cuando aún fuera tiempo; mas él huyó, como sabéis, cuando era demasiado tarde. Añadí, como no habréis olvidado, que si el rey, la reina y los nobles resistían, haríamos una revolución.
—Sí; es cierto —contestó suspirando—, la revolución está hecha.
—No del todo —repuso el conde—, pero como podéis ver, se hace, señor Gilberto. ¿Recordáis también lo que os dije acerca de un instrumento que inventaba uno de mis amigos, el señor Guillotín? ¿Habéis pasado por delante de la plaza del Carrousel? Pues bien; ese instrumento, el mismo que yo hice ver a la reina, en el castillo de Taverney, en una botella de agua (cuando aún erais un niño), ahora funciona.
—Sí —contestó Gilberto—, y con demasiada lentitud, según parece, puesto que se agregan los sables, las picas y los puñales.
—Escuchad —dijo Cagliostro—, es preciso convenir en una cosa: en que tratamos con personas muy testarudas. Se da a los aristócratas, a la corte, al rey y a la reina toda clase de avisos, y esto no sirve de nada; se toma la Bastilla, y esto resulta inútil; se hacen las jornadas del cinco y seis de octubre, y a nada conduce tampoco; llega la del diez de junio, y es inútil también, lo mismo que la del diez de agosto; se encierra al rey en el Temple, y a los aristócratas en la Abadía, en la Fuerza y en Bicetre, y tampoco se hace caso. El rey se regocija en el Temple de la toma de Longwy por los prusianos; los aristócratas dan vivas al rey en la Abadía, así como a los prusianos; beben vino de Champaña en las narices del pobre pueblo, que no tiene más que agua, y comen pasteles de trufas en sus barbas, mientras que la pobre gente carece de pan. Hasta se escribe al rey Guillermo de Prusia, diciéndole: «¡Tened cuidado! ¡Si pasáis de Longwy, si dais un paso más hacia el corazón de Francia, esto será la sentencia de muerte del rey!». Y a esto se contesta: «Por espantosa que sea la situación de la familia real, los ejércitos no deben retroceder. ¡Deseo con toda mi alma llegar a tiempo para salvar al rey de Francia; pero, ante todo, mi deber es salvar a Europa!». Y la marcha continúa hacia Verdún… Es preciso acabar de una vez.
—Pero ¿acabar con qué?
—Con el rey, la reina y los aristócratas.
—¿Asesinaréis al rey y a la reina?
—¡Oh, a ellos no! Esto sería una gran torpeza; es preciso juzgarlos, condenarlos y ejecutarlos públicamente, como se hizo con Carlos I; pero de todo lo demás es preciso desembarazarse, y cuanto antes mejor.
—Y ¿quién ha resuelto eso? Veamos —exclamó el doctor—. ¿Es la inteligencia, es la honradez y la conciencia de ese pueblo de que habláis? Cuando teníamos un Mirabeau por genio, un Lafayette como lealtad y un Vergniaud como justicia, si hubieseis venido a decirme en nombre de ellos: «¡Es preciso matar!», me habría estremecido, pero hubiera dudado. ¿En nombre de quién venís hoy a decirme eso? En nombre de un Hebert, traficante en contramarcas; de un Collot-d’Herbois, histrión silbado, y de un Marat, espíritu enfermo, a quien su médico debe sangrar siempre que dice cincuenta mil, cien mil o doscientas mil cabezas. Dejadme, querido maestro, rehusar esas medianías que necesitan crisis rápidas y patéticas, cambios de vista; dejad a esos malos dramaturgos, a esos retóricos impotentes, a quienes complacen las destrucciones súbitas, que se creen hábiles mágicos cuando, simples mortales, han deshecho la obra de Dios, a quienes parece hermoso, grande y sublime remontar ese río de vida que el mundo alimenta, exterminando con una palabra o una señal, o haciendo desaparecer de un soplo el obstáculo viviente que la naturaleza había tardado en poner veinte, treinta o cincuenta años. Esos hombres, querido maestro, son miserables, y vos no pertenecéis a su clase.
—Querido Gilberto —contestó Cagliostro—, os engañáis otra vez al llamar hombres a esos individuos; les hacéis demasiado honor, pues no son más que instrumentos.
—¡Sí, instrumentos de destrucción!
—Muy cierto, pero en beneficio de una idea, y esta idea, doctor, es la liberación de los pueblos, es la libertad, es la república, no francesa (Dios me libre de ser tan egoísta), pero sí la república universal la fraternidad del mundo. No; esos hombres no tienen genio, no saben lo que es lealtad, carecen de conciencia; pero poseen algo más fuerte, mucho más inexorable e irresistible que todo eso: tienen el instinto.
—El instinto de Atila.
—Precisamente lo habéis dicho, de Atila, que se titulaba el azote de Dios, y que iba, con la sangre bárbara de los Hunos, de los Alanos y de los Suevos, a regenerar la civilización romana, corrompida por los cuatrocientos años de reinado de los Nerones, de los Vespasianos y de los Eliogábalos.
—Pero, en fin —replicó Gilberto—, resumamos, en vez de generalizar. ¿A qué os conducirá la matanza?
—¡Oh!, a una cosa muy sencilla, a comprometer a la Asamblea, a la municipalidad, al pueblo, y a todo París. Es preciso que París se manche de sangre; ya comprenderéis que esta ciudad, cerebro de Francia, pensamiento de Europa y alma del mundo, viendo que ya no tiene perdón posible, se levanta en masa, empuja ante sí al rey, y arroja al enemigo fuera del suelo sagrado de la patria.
—¡Pero vos no sois francés! —exclamó Gilberto—. ¿Qué os importan estas cosas? Cagliostro sonrió.
—¿Es posible —dijo— que vos, inteligencia superior y organización poderosa, digáis a un hombre: «No te mezcles en los asuntos de Francia, porque no eres francés»? ¿Acaso los asuntos de Francia no son los de todo el mundo? ¿Trabaja esta nación para sí sola, pobre egoísta? ¿Moría Jesucristo solamente por los judíos? ¿Con qué derecho hubieras ido a decir a un apóstol: «Tú no eres Nazareno…?». Escucha, escucha, Gilberto, he discutido todas estas cosas con un genio mucho más poderoso que el mío y que el tuyo, con un hombre o un demonio que se llamaba Althotas, cierto día en que me hizo el cálculo de la sangre que se debería derramar antes de que el sol iluminara la libertad del mundo. Pues bien; los razonamientos de aquel hombre no han hecho vacilar mi convicción; he avanzado y avanzaré siempre derribando todo cuanto haya delante de mí, y diciendo, con voz tranquila y mirada serena: «¡Caiga el obstáculo; yo soy el porvenir!». Tú tenías que pedirme la gracia de alguno, ¿no es verdad? Desde luego te la concedo. Dime el nombre del que o de la que quieres salvar.
—Es una mujer que ni vos ni yo, maestro, podemos dejar morir.
—¿Quieres salvar a la condesa de Charny?
—Quiero salvar a la madre de Sebastián.
—Ya sabes que Danton, como ministro de Justicia, es quien tiene las llaves de la prisión.
—Sí; pero también sé que podéis decir a Danton: «Abre o cierra esa puerta».
Cagliostro se levantó, acercóse a la mesa escritorio, trazó en un papelito cuadrado una especie de signo cabalístico, y se lo entregó a Gilberto.
—Toma, hijo mío, toma —díjole—, ve a buscar a Danton y pídele lo que quieras.
Gilberto se levantó.
—Pero ¿qué piensas hacer después? —preguntó Cagliostro.
—¿Después de qué?
—Después de los días que van a transcurrir, cuando le toque su vez al rey.
—Pienso hacerme nombrar, si es posible, individuo de la Convención, y oponerme con todas mis fuerzas a la muerte del rey.
—Sí, comprendo esto —replicó Cagliostro—, obra según te dicte tu conciencia, Gilberto; pero prométeme una cosa.
—¿Cuál?
—Hubo un tiempo en que hubieras prometido sin condición, Gilberto.
—En aquel tiempo no veníais a decirme que se curaba a un pueblo por la matanza y a una nación por el asesinato.
—¡Sea!… Pues bien, prométeme, Gilberto, que seguirás el consejo que yo te dé cuando el rey sea juzgado y ejecutado.
El doctor alargó la mano.
—Todo consejo que venga de vos, maestro, será precioso para mí —contestó.
—Y ¿lo pondrás por obra? —preguntó Cagliostro.
—Os lo juro, si no se opone a mi conciencia.
—Gilberto, eres injusto; te he ofrecido mucho, y jamás te exigí nada.
—No, maestro —contestó el doctor—, y aun ahora me habéis concedido una vida que me es más cara que la mía.
—¡Ya puedes irte —dijo Cagliostro— y que te conduzca el genio de Francia, de la que eres uno de los más nobles hijos!
Y Cagliostro salió seguido de Gilberto.
El coche esperaba siempre; el doctor subió y dio orden de que le condujeran al ministerio de Justicia.
Danton, como ministro tenía un pretexto precioso para no presentarse en la municipalidad.
Por otra parte, ¿qué necesidad tenía de ir? ¿No estaban allí Marat y Robespierre? Este último no permitiría que el otro se adelantase a él; emisarios de la matanza, avanzarían al mismo paso, y además, Tallien los vigilaba.
Dos cosas esperaban a Danton: suponiendo que se decidiese por la municipalidad, un triunvirato con Marat y Robespierre; y si la Asamblea se declaraba por él, una dictadura como ministro de Justicia.
No quiso nada de Robespierre ni de Marat; pero tampoco la Asamblea le quiso a él.
Cuando le anunciaron la llegada de Gilberto, estaba con su esposa, o más bien, esta se hallaba a sus pies; la matanza era cosa tan conocida de antemano, que la pobre mujer le suplicaba que no la permitiese.
Y la infeliz murió de pesar cuando se consumó aquel acto.
Danton no podía hacerla comprender una cosa, aunque muy clara, y era que nada podía contra las decisiones del ayuntamiento sin una autoridad dictatorial conferida por la Asamblea; con esta había probabilidad de vencer; sin ella la derrota era segura.
—¡Muere, muere, muere, si es necesario —exclamaba la pobre mujer—, pero que no se efectúe esa matanza!
—Un hombre como yo no muere inútilmente —contestaba Danton—, no tengo inconveniente en morir; pero que mi muerte sea útil a la patria.
En aquel instante se anunció al doctor Gilberto.
—No saldré —dijo la señora Danton— hasta que me hayas prometido hacer cuanto puedas en el mundo para impedir tan abominable crimen.
—Vamos, quédate —contestó Danton. La mujer retrocedió tres pasos, y dejó ir a su esposo al encuentro del doctor, a quien conocía de vista y un poco de reputación.
—¡Ah!, doctor —dijo—, a punto llegáis, y si hubiese tenido vuestras señas, os habría enviado a buscar.
Gilberto saludó a Danton, y al ver detrás de él una mujer llorando, se inclinó.
—Mirad —dijo Danton—, aquí tenéis a mi esposa, la mujer del ministro de Justicia, que me cree bastante fuerte para impedir a los señores Marat y Robespierre, impulsados por toda la municipalidad, ejecutar lo que proyectan, es decir, a matar, exterminar y asesinar.
Gilberto miró a la señora Danton, que lloraba con las manos unidas.
—Señora —dijo Gilberto—, ¿me permitiréis besar esas manos misericordiosas?
—¡Bien! —exclamó Danton—, ya te ha llegado un refuerzo.
—¡Oh! —exclamó la pobre mujer, ¡decidle, caballero, que si permite eso será una mancha de sangre en toda mi vida!
—Y si no fuera más que eso —dijo el doctor—, si esa mancha debiese quedar en la frente de un hombre, y si creyéndola útil a su país y necesaria a Francia, se decidiese a lanzar su honor al abismo, como Decio arrojó su cuerpo, aún no sería nada. ¿Qué importan, en circunstancias como las presentes, la vida, la reputación y el honor de un ciudadano? ¡Sería una mancha en la frente de Francia!
—Ciudadano —dijo Danton—, cuando el Vesubio se desborda, decidme quién sería el hombre bastante poderoso para detener su lava; cuando la marea sube, decidme cuál sería el brazo de rechazar el Océano.
—Cuando uno se llama Danton, no se pregunta dónde se halla ese hombre, sino que se dice: «¡Aquí está!». ¡No se pregunta dónde está el brazo, sino que se obra!
—Escuchad —replicó Danton—, todos sois unos insensatos. ¿Será preciso que os diga yo lo que no permitiría que me dijesen? Pues bien; sí, tengo la voluntad, y también el genio; y si la Asamblea quisiese, tendría la fuerza; pero ¿sabéis lo que me sucederá? Lo que sucedió a Mirabeau: su genio no pudo triunfar de su mala reputación. Yo no soy el frenético Marat, para inspirar terror a la Asamblea, ni tampoco el incorruptible Robespierre, para infundirle confianza; la Asamblea me rehusará los medios de salvar al Estado, y sufriré la pena de mi mala reputación. Aplazará las cosas, haciéndolo todo lentamente; y se dirá en voz baja que soy un hombre sin moralidad, un hombre a quien no se puede conferir, ni aun por tres días, un poder absoluto completo, arbitrario; se nombrará alguna comisión de hombres honrados, y entretanto se efectuará la matanza. Como vos decís, la sangre de un millar de culpables y el crimen de tres o cuatrocientos borrachos, extenderá sobre las escenas de la revolución una cortina roja que ocultará las sublimes alturas. ¡Pues bien; no —añadió con doble ademán—, no será a Francia a quien se acuse, sino a mí; yo apartaré de ella la maldición del mundo y la haré recaer sobre mi cabeza!
—¿Y yo y mis hijos? —exclamó la desgraciada mujer.
—Tú —contestó Danton— morirás, ya lo has dicho, y no te acusarán de ser mi cómplice, puesto que mi crimen te habrá matado. En cuanto a mis hijos, algún día serán hombres, y puedes estar tranquila, pues tendrán el corazón de su padre y llevarán el nombre de Danton con la cabeza alta, o bien, serán débiles y renegarán de mí. ¡Tanto mejor!, los débiles no son de mi raza, y yo soy el que, en tal caso, reniego de ellos de antemano.
—Pero al menos —exclamó Gilberto— pedid esa autoridad a la Asamblea.
—¿Creéis que he esperado vuestro consejo? Ya envié a buscar a Thuriot y también a Tallien. Mujer —añadió—, entérate de si han venido ya; si están, dile a Thuriot que entre.
La señora Danton salió presurosa.
—Voy a probar fortuna delante de vos, señor Gilberto —dijo Danton—, y vos seréis testigo ante la posteridad de los esfuerzos que habré hecho.
La puerta se abrió.
—He aquí al ciudadano Thuriot, amigo mío —anunció la señora Danton.
—Ven aquí —dijo Danton ofreciendo su ancha mano al que desempeñaba junto a él las funciones de un ayudante de campo para su general—. El otro día dijiste algo sublime en la tribuna: «¡La Revolución francesa no es solamente de nosotros, es de todo el mundo, y de ella debemos cuenta a la humanidad entera!». Pues bien; vamos a intentar el último esfuerzo para conservar pura esta revolución.
—Habla —dijo Thuriot.
—Mañana, al abrirse la sesión, antes que se empeñe debate alguno, he aquí lo que pedirás: que se aumente hasta trescientos el número de individuos del consejo general de la municipalidad, de modo que, manteniéndose los antiguos elegidos el diez de agosto, se anule la acción de estos con los nuevos. Constituimos sobre una base fija la representación de París; se aumenta el ayuntamiento, pero le neutralizamos, modificando su espíritu. Si esta proposición no se aprueba, si no puedes hacerles comprender mi pensamiento, entiéndete con Lacroix, dile que aborde con franqueza la cuestión, y que proponga castigar con la pena de muerte a los que directa o indirectamente rehúsen ejecutar o dificulten por cualquier medio las órdenes dadas y las medidas del poder ejecutivo. Si la proposición se aprueba, es la dictadura; el poder ejecutivo soy yo; entro, le reclamo, y si vacilan en otorgármelo, le tomo.
—¿Qué hacéis entonces? —preguntó Gilberto.
—Entonces —contestó Danton— cojo una bandera, en vez de sangriento y hediondo espíritu de la matanza, al que envío a sus tinieblas; invoco el genio noble y sereno de las batallas, que hiere sin temor ni cólera, que mira tranquilo la muerte; pregunto a esas multitudes si se han reunido para asesinar hombres desarmados, y declaro infame a todo aquel que amanece las prisiones. Tal vez muchos aprueban la matanza; pero los asesinos son poco numerosos; me aprovecho del impulso militar que reina en París; rodeo el corto número de aquellos en el torbellino de voluntarios que, verdaderos soldados, no esperan más que una orden para marchar, y lanzo a la frontera, es decir, contra el enemigo, el elemento inmundo dominado por el elemento generoso.
—¡Haced eso, haced eso —exclamó Gilberto— y habréis conseguido una cosa grande, magnífica, sublime!
—¡Dios mío! —exclamó Danton encogiéndose de hombros, con una mezcla singular de fuerza, de indiferencia y de duda—, es la cosa más fácil, con tal que sólo me ayuden, y ya veréis.
La señora Danton besaba las manos de su esposo.
—Te ayudarán, Danton —dijo—. ¿Quién no sería de tu parecer al oírte hablar así?
—Sí —contestó Danton—, pero desgraciadamente no puedo hablar de este modo, pues si no obtuviese buen resultado, por mí comenzaría la matanza.
—Pues bien —replicó con viveza la señora Danton—, ¿no sería mejor acabar así?
—¡Mujer que hablas como mujer! Y muerto yo, ¿qué llegaría a ser la revolución entre ese loco sanguinario que llaman Marat, y ese falso utopista llamado Robespierre? No; yo no debo ni quiero morir aún; mi deber es impedir la matanza, si puedo, y si esta se verifica a pesar mío, evitar que el baldón recaiga sobre Francia y se me atribuya a mí. De todas maneras avanzaré hacia mi objeto, pero más terrible. Llama a Tallien.
Este último entró.
—Tallien —dijo Danton—, tal vez la municipalidad me escribirá mañana para que me presente; vos sois su secretario; arreglad que yo no reciba la carta, y que yo pueda probar que no ha llegado a mis manos.
—¡Diablo! —exclamó Tallien—. Y ¿cómo lo haré?
—Esto os incumbe; os digo lo que deseo, lo que quiero y lo que debe ser; a vos corresponde buscar los medios. Venid, doctor, si tenéis que pedirme algo.
Y abriendo la puerta de un pequeño gabinete, hizo entrar a Gilberto y le siguió.
—Veamos —dijo Danton—, ¿en qué puedo seros útil? Gilberto sacó de su bolsillo el papel que Cagliostro le había dado y se lo presentó a Danton.
—¡Ah! —exclamó este—, venís de su parte …¿Qué deseáis?
—La libertad de una mujer encerrada en la Abadía.
—¿Quién es?
—La condesa de Charny.
Danton cogió un papel y escribió la orden para que se pusiera en libertad a la prisionera.
—Tomad —dijo—. ¿Deseáis salvar a cualquiera otra persona? Decidlo. Yo quisiera poner en libertad a todos los desgraciados.
El doctor se inclinó.
—Ya tengo lo que deseo —dijo.
—Pues ya podéis retiraros, doctor, y si alguna vez me necesitáis, venid a buscarme directamente, de hombre a hombre, sin buscar intermediario, pues me complacerá mucho hacer algo por vos.
Y acompañándole hasta la puerta, añadió en voz baja:
—¡Ah, señor Gilberto, si pudiera tener solamente por veinticuatro horas vuestra reputación de hombre honrado!
Y cerró la puerta detrás del doctor, dejando escapar un suspiro y enjugándose el sudor que corría por su frente.
Portador del precioso papel que era la vida de Andrea, Gilberto se dirigió a la Abadía.
Aunque era cerca de media noche, varios grupos amenazadores se hallaban aún en las inmediaciones de la prisión.
El doctor pasó en medio de ellos y fue a llamar a la puerta, sombría y de techo bajo, que se abrió al punto.
Gilberto pasó estremeciéndose bajo la bóveda, que no era la de una prisión, sino la de una tumba.
Y presentó su orden al director.
En ella se mandaba poner en libertad al punto a la persona que el doctor Gilberto designase; este último dio el nombre de la condesa de Charny, y el director llamó a un llavero para que condujese al doctor a la habitación de la prisionera.
Gilberto siguió al llavero, subió detrás de él hasta el tercer piso de una escalerilla, y entró en una celda iluminada por una lámpara.
Una mujer vestida toda de negro, pálida como un mármol bajo sus ropas de luto, estaba sentada junto a la mesa, y a la luz de la lámpara leía un librito encuadernado, cuyo único adorno consistía en una cruz de plata.
En la estufa se veía un resto de fuego.
A pesar del ruido de la puerta al abrirse, la prisionera no levantó los ojos, ni tampoco al acercarse Gilberto; parecía absorta en su lectura, o más bien, en su meditación, pues el doctor permaneció dos o tres minutos delante de ella sin verla volver la página.
El llavero había cerrado la puerta detrás del doctor, y permanecía fuera.
—Señora condesa… —dijo al fin Gilberto.
Andrea levantó los ojos y miró un instante sin ver; el velo de su pensamiento estaba aún entre su mirada y el hombre que se hallaba delante de ella; pero se desvaneció poco a poco.
—¡Ah!, ¿sois vos, señor Gilberto? —exclamó Andrea—. ¿Qué deseáis?
—Señora —contestó el doctor—, circulan siniestros rumores sobre lo que sucederá mañana en las prisiones.
—Sí —contestó Andrea—, parece que se trata de asesinarnos; pero, ya sabéis, caballero, que estoy dispuesta a morir.
Gilberto se inclinó.
—Vengo a buscaros, señora —dijo.
—¿Qué venís a buscarme? —preguntó Andrea con sorpresa—. ¿Adónde me conduciréis?
—Adonde gustéis, señora, sois libre.
Y presentó la orden firmada por Danton.
Andrea la leyó; pero en vez de entregársela al doctor, la conservó en su mano.
—Hubiera debido sospecharlo, doctor —dijo—, tratando de sonreírse, pero sin conseguirlo.
—¿El qué, señora?
—Que vendríais para impedir que muriese.
—Señora, hay una existencia en el mundo más preciosa para mí que jamás lo hubiera sido la de mi padre o de mi madre, si Dios me los hubiera dado, y es la vuestra.
—Sí, y he aquí por qué habéis faltado ya una vez a la palabra que me disteis.
—No es así, señora, puesto que os envié el veneno.
—¡Por mi hijo!
—Yo no os dije por quién os lo enviaría.
—¿De modo que habéis pensado en mí, señor Gilberto, entrando por mí en el antro del león, y saliendo con el talismán que abre las puertas?
—Os he dicho, señora, que mientras yo viva no podéis morir.
—¡Oh!, esta vez, señor Gilberto —contestó Andrea con una sonrisa más marcada que la primera, creo que tengo bien segura la muerte.
—Señora, os declaro que aunque debiera servirme de la fuerza para sacaros de aquí, no moriréis.
Andrea, sin contestar, rasgó la orden de salida en cuatro pedazos y los arrojó al fuego.
—¡Tratad de hacerlo! —exclamó.
El doctor profirió un grito.
—Señor Gilberto —continuó Andrea—, he renunciado a la idea del suicidio; pero no a la de la muerte.
—¡Oh, señora, señora! —exclamó Gilberto.
—Sabed que quiero morir.
El doctor dejó escapar un gemido.
—Todo cuanto deseo de vos —añadió Andrea, es que tratéis de encontrar mi cuerpo para librarle de los ultrajes de que no pudo escapar en vida… El señor de Charny reposa en el panteón del castillo de Boursonnes; en este último he pasado los únicos días felices de mi vida, y deseo reposar allí junto al que fue mi esposo.
—¡Oh, señora, os conjuro en nombre del cielo!…
—¡Y yo, caballero, en nombre de mi desgracia os suplico!
—Está bien, señora, lo habéis dicho, debo obedeceros en todos los puntos, y me retiraré; pero no vencido.
—No olvidéis mi último deseo, caballero —dijo Andrea.
—Quedará satisfecho, si no os salvo a pesar vuestro, señora —contestó el doctor, poseído de una intensa emoción.
Y saludando otra vez a la condesa, Gilberto se retiró.
La puerta se cerró detrás de él con ese ruido lúgubre, quejumbroso, con que parecen gemir siempre las puertas de las prisiones.