He aquí lo que había sucedido después del acontecimiento tragicómico que acabamos de referir.
El señor de Beausire, enterrado en la prisión del Châtelet, estaba sometido al jurado que debía entender particularmente en los delitos de robos cometidos el 10 de agosto y días siguientes.
No había medio de negar, porque el hecho se había probado claramente.
Por eso el acusado se limitó a confesar humildemente su falta, implorando la clemencia del tribunal.
Este último había ordenado buscar los antecedentes del señor de Beausire, y poco satisfecho de los informes que recibió, había condenado al antiguo exento a cinco años de presidio y a la exposición pública.
El señor de Beausire alegó en vano que no había cometido aquel robo sino por sentimientos honrosos, es decir, con la esperanza de asegurar un porvenir tranquilo; pero nada pudo conjurar la sentencia; y como en su calidad de tribunal especial, el que lo condenaba no admitía apelación, al día siguiente del juicio la sentencia era ejecutiva.
¡Ay!, ¡más hubiera valido que se la hubiesen aplicado en el acto!
La fatalidad quiso que la víspera del día en que el señor de Beausire debía ser expuesto, se introdujera en la prisión a uno de sus antiguos compañeros; hízose el reconocimiento y se siguieron las confidencias.
El nuevo prisionero, según dijo él, fue detenido con motivo de una trama perfectamente organizada que debía tener su desenlace en la plaza de Greve o en la del Palacio.
Los conjurados se reunirían allí en número considerable, bajo el pretexto de ver la primera exposición que se hiciera —en aquella época se exponía indiferentemente en la plaza de Greve o frente al Palacio de Justicia—, y a los gritos de «¡Viva el rey! ¡Vivan los prusianos! ¡Muerte a la nación!», se apoderarían de la casa de la Ciudad, llamarían en su auxilio a la guardia nacional, cuyas dos terceras partes se componían de realistas, o por lo menos de constitucionales, mantendrían la abolición de la municipalidad, destituida el 30 de agosto por la Asamblea, y efectuarían, en fin, la contrarrevolución realista.
Por desgracia, aquel amigo del señor de Beausire recientemente aprisionado, era quien debía dar la señal, y los otros conspiradores, ignorando su arresto, se dirigirían a la plaza el día en que se expusiese al primer condenado; mas como no estaría allí el que debía dar la señal, el movimiento no podría efectuarse.
Esto era tanto más sensible, añadía el amigo, cuanto que jamás se había combinado mejor conspiración alguna con más probabilidades de buen éxito.
La detención del amigo del señor Beausire tenía además otra contra deplorable, y era que seguramente, en medio del tumulto, el condenado no podría menos de recobrar la libertad, huir y escapar de la doble pena de ser marcado e ir a presidio.
El señor de Beausire, aunque sin tener opinión bien determinada, se había inclinado siempre en favor de la monarquía; de modo que se lamentó amargamente, primero por causa del rey y después por sí mismo, que el movimiento no se llevase a cabo.
De pronto se dio un golpe en la frente, porque una idea le había iluminado de improviso.
—¡Pero esa primera exposición debe ser la mía! —dijo a su compañero.
—¡Sin duda, y por eso te repito que esto hubiera sido una gran suerte para ti!
—Y ¿dices que tu detención es desconocida?
—Completamente.
—Pues entonces, los conjurados no dejarán de reunirse como si no estuvieras preso.
—¿De modo que si alguno diera la señal convenida, la conspiración se llevaría a cabo?
—Sí… pero ¿quién quieres que la dé estando yo detenido y sin poderme comunicarme con el exterior?
—¡Yo! —contestó Beausire con el tono de Medea en la tragedia de Corneille.
—¿Tú?
—¡Sin duda, yo! Estaré allí, puesto que me han de exponer. Pues bien, yo soy quien gritará: «¡Viva el rey!, ¡vivan los prusianos!, ¡muerte a la nación!». Me parece que no es muy difícil.
El compañero de Beausire quedó como maravillado.
—¡Siempre dije —contestó— que eras un hombre de genio!
Beausire se inclinó.
—Y si haces eso —continuó el prisionero— no solamente te librarán, perdonándote, sino que, como yo declararé que a ti es a quien se debe el buen éxito de la conjuración, podrás esperar desde luego una buena recompensa.
—No lo hago por eso —contestó Beausire con el aire más desinteresado del mundo.
—¡Pardiez! —exclamó el amigo—, no importa, cuando te ofrezcan la recompensa, te aconsejo que la admitas.
—Si me lo aconsejas… —replicó Beausire.
—Hago más; te invito a ello, y en caso necesario te lo mando —repuso majestuosamente el amigo.
—¡Sea! —dijo Beausire.
—Pues bien —continuó el otro—, almorzaremos juntos, pues el director de la prisión no rehusará esta gracia a dos compañeros, y así beberemos una botella de vino por el éxito de la conjuración.
Beausire conservaba alguna duda sobre la complacencia del director de la prisión para el almuerzo del día siguiente, pero bien estuviera o no con su amigo para almorzar, había resuelto cumplir la promesa que acababa de hacerle.
Con gran satisfacción suya, el director dio su permiso.
Los dos amigos almorzaron juntos, y no sólo apuraron una botella, sino dos, tres, y hasta cuatro.
A la última, el señor de Beausire era realista furioso; mas por fortuna fueron a buscarle para conducirle a la plaza de Greve antes de que se comenzara la última botella.
Subió a la carreta como a un carro triunfal, mirando desdeñosamente a la multitud, a la cual preparaba tan terrible sorpresa.
En el poste del puente de Nuestra Señora, una mujer y un niño esperaban a su paso.
Beausire reconoció a la pobre Oliva que lloraba, y a su hijo, que al ver a su padre entre las manos de los gendarmes, exclamó:
—¡Bien hecho, porque me pegaba!…
Beausire les envió una sonrisa protectora, a la que seguramente habría acompañado un ademán majestuoso si no hubiere tenido las manos atadas en la espalda.
La plaza del ayuntamiento estaba atestada de gente.
Sabíase que el condenado expiaba un robo cometido en las Tullerías, y por el informe de los debates se conocían las circunstancias que habían acompañado y seguido al robo, por lo cual no inspiraba compasión el condenado.
Por eso, cuando la carreta se detuvo al pie de la picota, apenas la guardia nacional pudo contener al pueblo.
Beausire miraba todo aquel movimiento y aquel tumulto del pueblo con una expresión que parecía decir: «¡Ahora veréis como será otra cosa!».
Cuando apareció en la picota resonó una exclamación universal; pero, ya próximo el momento de la ejecución, cuando el verdugo desabotonó la manga del condenado para descubrir el hombro, inclinándose para coger el hierro candente en el hornillo, sucedió lo que sucede siempre, y fue que ante la suprema majestad de la justicia todo el mundo calló.
Beausire aprovechó el momento, y concentrando todas sus fuerzas gritó, con voz sonora y retumbante:
—¡Viva el rey! ¡Vivan los prusianos! ¡Muera la nación!
Por mucho tumulto que Beausire esperase, el resultado excedió a cuanto podía esperar; no fueron gritos los que se oyeron, sino verdaderos alaridos y un espantoso tumulto.
Toda aquella multitud dejó escapar una especie de rugido inmenso, y se precipitó sobre la picota.
Aquella vez la guardia fue impotente para proteger a Beausire; se rompieron sus filas; la picota fue invadida, el verdugo rodó por tierra, y el condenado, a quien se arrancó del palo no se sabe cómo, fue precipitado en aquel hormigueo devorador llamado multitud.
Iba a ser aplastado, despedazado, cuando por fortuna un hombre se precipitó desde el pórtico, donde presenciaba la ejecución, ostentando su faja.
Aquel nombre era el procurador de la municipalidad, Manuel.
Había en él un gran sentimiento humanitario que muchas veces debió ahogar en el fondo de su alma, pero que se escapaba en circunstancias como aquella.
Con gran trabajo llegó hasta Beausire, extendió la mano sobre él, y gritó con voz fuerte:
—¡En nombre de la ley, reclamó este hombre!
El pueblo vacilaba en obedecer. Manuel se quitó la faja y la hizo flotar sobre la multitud, gritando:
—¡A mí todos los buenos ciudadanos!
Una veintena de hombres acudieron y rodearon a Manuel.
He aquí cómo refiere el hecho Michelet:
«El 1.º de septiembre se produjo una escena espantosa en la plaza de Greve. Un ladrón a quien se exponía, y que sin duda estaba borracho, tuvo la ocurrencia de gritar: “¡Viva el rey! ¡Vivan los prusianos! ¡Muera la nación!”. Al punto fue arrancado de la picota, y ya se disponían a destrozarle, cuando el procurador de la municipalidad, Manuel, se precipitó en su auxilio, le arrancó de manos del pueblo y le salvó en la casa de la Ciudad pero encontróse él mismo en un grave peligro, y hubo de prometer que un jurado popular juzgaría al culpable. Este jurado pronunció la sentencia de muerte; la autoridad se conformó, y fue ejecutado al día siguiente».
Se sacó a Beausire de entre las manos de la multitud, pero estaba medio muerto.
Manuel le hizo trasladar al ayuntamiento; pero muy pronto se vio amenazado, tanta era la exasperación de la multitud.
Manuel se presentó en el balcón.
—Ese hombre es culpable —dijo—, pero de un crimen que no se ha juzgado. Nombrad entre vosotros un tribunal, que se reunirá en una de nuestras salas para decidir sobre la suerte del culpable, y la sentencia, cualquiera que sea, se ejecutará; pero, al menos, que haya alguna.
¿No es muy curioso que en la víspera de la matanza de los prisioneros, usara semejante lenguaje, con peligro de su vida, uno de los hombres a quienes se acusa de aquella?
Hay anomalías de estas en la política; explíquelas quien pueda.
Esta promesa calmó a la multitud. Un cuarto de hora después se anunció a Manuel que ya estaba elegido el jurado popular; se componía de veintiún individuos, y estos se presentaron en el balcón.
—¿Son estos hombres vuestros delegados? —preguntó Manuel a la multitud.
Un aplauso fue la contestación.
—Está bien —dijo Manuel—, puesto que tenemos aquí los jueces, se hará justicia.
Y según lo había prometido, instaló el jurado en una de las salas del edificio.
Beausire, más muerto que vivo, compareció ante aquel tribunal improvisado; quiso defenderse, pero el segundo crimen era tan patente como el primero, y además mucho más grave a los ojos del pueblo.
Gritar «¡Viva el rey!», cuando este era reconocido como traidor y estaba prisionero en el Temple; gritar «¡Vivan los prusianos!», cuando estos acababan de tomar Longwy y se hallaban tan sólo a sesenta leguas de París; gritar «¡Muera la nación!», cuando esta se hallaba en su lecho de agonía, era un crimen espantoso que merecía el mayor castigo.
Por esto el jurado acordó que el culpable, no solamente sufriera la pena capital, sino que, para que su muerte fuera más vergonzosa, se sustituyera la horca a la guillotina, por derogación a la ley, y se le colocase en el sitio mismo donde había cometido el crimen.
En su consecuencia, en el cadalso mismo donde estaba la picota, el verdugo recibió orden de levantar la horca.
La vista de aquel trabajo y la certidumbre de que el prisionero, con guardias de vista, no podía escapar, calmaron del todo a la multitud.
He aquí el asunto que, como dijimos al fin de uno de los capítulos anteriores, preocupaba a la Asamblea.
El día siguiente era domingo, circunstancia agravante, y la Asamblea comprendió que todo conducía a la matanza. La municipalidad quería mantenerse en su puesto a toda costa, y para conseguir esto, el terror era uno de los medios más seguros.
La Asamblea retrocedió ante el acuerdo adoptado la víspera, y retiró su decreto.
Entonces uno de sus individuos se levantó:
—No basta retirar vuestro decreto —dijo—, dos días hace, al expedirle, habéis declarado que la municipalidad había merecido bien de la patria; el elogio es demasiado vago, pues un día podíais decir que la municipalidad ha merecido bien de la patria; pero que, sin embargo, tal o cual individuo de su seno no está comprendido en el elogio; entonces se le perseguiría, y por lo tanto, no se debe decir la municipalidad, sino los representantes de esta.
La Asamblea votó así.
Entretanto, Robespierre pronunciaba en la municipalidad un largo discurso, en el cual decía que habiendo perdido la confianza pública el consejo general por infames manejos de la Asamblea, aquel debía retirarse, sirviéndose del único medio que le quedaba para salvar al pueblo, es decir, entregar a este el poder.
Robespierre fue vago, pero terrible: «Entregar el poder al pueblo…». ¿Qué significaba esta frase?
¿Era suscribir al decreto de la Asamblea, aceptando la reelección? No era probable.
¿Era renunciar al poder ilegal, y al deponerle declarar por este mismo que la municipalidad, después de hacer el 10 de agosto, se consideraba como impotente para continuar la gran obra revolucionaria, encargando al pueblo que la terminase?
Ahora bien; el pueblo, sin freno ya, ardiendo en deseos de venganza, y encargado de continuar la obra del 10 de agosto, era la matanza de los hombres que habían combatido contra él en aquel día terrible, y que desde entonces se hallaban encerrados en las diversas prisiones de París.
He aquí a qué punto se había llegado en la noche del 1.º de septiembre; se estaba como cuando una tempestad pesa en la atmósfera, y se adivinan los relámpagos y los rayos suspendidos sobre todas las cabezas.