Por ligera que fuese la marcha de Maillard, no lo fue bastante para alcanzar a Beausire, el cual tenía en su favor tres circunstancias: primera, diez minutos de adelanto; segunda, la oscuridad; tercera, en fin, el número considerable de gentes que iban y venían, en medio de las cuales se confundió.
Una vez llegado al malecón de las Tullerías, el exportero del Châtelet continuó su camino: vivía como sabemos, en el arrabal de San Antonio, y el seguir la línea de los malecones hasta la Greve, no le apartaba mucho de la dirección que debía tomar para ir a su casa.
Un numeroso concurso de gentes del pueblo se apiñaba al puente Nuevo y en el puente del Cambio; habíase hecho una exposición de cadáveres en la plaza del Palacio de Justicia, y todos continuaban esperando, o más bien, temiendo hallar entre ellos a su padre, a un pariente, a un amigo.
Maillard seguía como los demás.
Llegado a la esquina de la calle de la Barillerie y de la plaza del Palacio, Maillard, que era amigo del boticario que había en aquel punto, entró en la botica y se sentó.
Habló de los asuntos del momento en medio de los cirujanos que iban y venían pidiendo al farmacéutico vendas, ungüentos, hilas, cuanto necesitaban para curar a los heridos; porque entre los muertos, un grito, un gemido, una respiración anhelante, hacían descubrir de tiempo en tiempo un desgraciado que vivía aún, y que era inmediatamente separado de entre los cadáveres, curado y conducido al Hotel Dieu.
La confusión y el movimiento eran, pues, grandes en el laboratorio del digno farmacéutico; pero Maillard no era una visita molesta; además, siempre era recibido con benevolencia, en días como aquellos, un patriota del calibre de Maillard. El boticario, pues, hizo mil atenciones al exportero, que se sentó en un rincón y se encogió cuanto pudo plegando sus largas piernas.
Un cuarto de hora, poco más o menos después de su llegada, entró una mujer de treinta y siete a treinta y ocho años, que bajo la librea de la miseria más abyecta, conservaba cierto aspecto de antigua opulencia, cierto aire que revelaba su aristocracia nativa o al menos estudiada.
Lo que en ella chocó más a Maillard fue su grande semejanza con la reina; hasta tal punto, que hubiese mostrado su admiración con un grito si no hubiera tenido la fuerza suficiente para dominarse.
Aquella mujer llevaba de la mano un chico de ocho o nueve años. Se adelantó con cierta timidez, ocultando lo mejor que podía la miseria de su vestido, que hacía resaltar más el cuidado que, en medio de su escasez, tenía de su cara y de sus manos.
Imposible la fue, durante algún tiempo, hacerse oír en medio de aquella batahola, hasta que al fin, dirigiéndose al dueño del establecimiento, le dijo:
—Necesito un purgante para mi marido, que está enfermo.
—¿Cuál deseáis, ciudadana? —preguntó el boticario.
—El que os parezca, con tal que no cueste más de once sueldos.
La suma de once sueldos chocó a Maillard, pues era la misma que se había encontrado en el bolsillo del señor de Beausire.
—Y ¿por qué no ha de costar más de once sueldos? —preguntó el boticario.
—Porque es todo el dinero que mi marido ha podido darme.
—Dad a la ciudadana una mezcla de ruibarbo y de jalapa —dijo el boticario al dependiente mayor. Este se ocupó en preparar la medicina, mientras el dueño del establecimiento despachaba a otros parroquianos.
Pero Maillard, que no tenía cosa alguna que le distrajese, concentró toda su atención en la mujer del purgante de once sueldos.
—Aquí está vuestro medicamento, ciudadana —dijo el dependiente.
—Vamos, Toussaint —dijo la mujer con un acento de dejadez que parecía serle habitual—, da los once sueldos, hijo mío.
—Ahí están —dijo el chico.
Y poniendo sobre el mostrador el puñado de vellón, continuó:
—Anda, mamita Oliva, vamos pronto, que papá espera.
Y haciendo esfuerzos para llevarse a la madre, repitió:
—Pero anda pronto, mamita Oliva, anda pronto.
—Aquí no hay más que nueve sueldos, señora —dijo el dependiente.
—¡Cómo! ¿No hay más que nueve sueldos?
—Contadlos —replicó el dependiente.
La mujer contó, y, en, efecto, no había más que nueve sueldos.
—¿Qué has hecho de los otros dos, pícaro? —preguntó.
—Yo no sé —contestó el chico—, ¡anda mamita Oliva!
—Debes saberlo, porque te has empeñado en traer el dinero, y yo te lo di.
—Los he perdido —añadió el niño—, anda, vamos pronto.
—Vuestro hijo es muy guapo, ciudadana —dijo Maillard—, y parece muy despejado; pero es menester que tengáis cuidado para que no se haga un ladrón.
—¡Un ladrón! —repuso la mujer que el chicuelo había designado como el nombre de mamita Oliva—, y ¿por qué?
—Porque no ha perdido los dos sueldos, y se los ha guardado en el zapato.
—¡Yo, es mentira! —dijo el niño.
—En el zapato izquierdo, ciudadana —dijo Maillard.
Mamita Oliva, no obstante los gritos del joven Toussaint, le descalzó el pie izquierdo y encontró los dos sueldos dentro del zapato.
Dio la moneda al dependiente y arrastró consigo al chico, amenazándole con un castigo que habría parecido terrible a los circunstantes, si no hubiesen tenido la precaución de rebajar la parte en que, necesariamente, había de disminuirlo el maternal cariño.
Este acontecimiento, de suyo bien poco importante, habría indudablemente pasado desapercibido en circunstancias tan graves como aquellas, si la semejanza de aquella mujer con la reina no hubiese preocupado a Maillard de un modo extraordinario.
De esta precaución resultó que, acercándose a su amigo el boticario, en un momento en que se hallaba desocupado, le dijo:
—¿Habéis fijado vuestra atención?
—¿En qué? —preguntó el boticario.
—En el parecido de la ciudadana que acaba de salir.
—¿Con la reina? —dijo riendo el farmacéutico.
—Sí; ¿le habéis notado como yo?
—Hace mucho tiempo.
—¡Cómo hace mucho tiempo!
—Sin duda, es una semejanza histórica.
—No os entiendo.
—¿No os acordáis de la famosa historia del collar?
—¿Cómo queréis que un portero del Châtelet olvide semejante historia?
—Entonces debéis acordaros de una cierta Nicolasa de Leguay, llamada la señorita Oliva.
—Tenéis razón, que había desempeñado para con el cardenal de Rohan el papel de reina, ¿no es cierto?
—Y que vivía con una especie de tuno, de no muy limpios papeles: un antiguo exento, un tahúr, un espía llamado de Beausire.
—¡Cómo! —dijo Baillard, cual si le hubiese picado una serpiente.
—Llamado Beausire —repitió el boticario.
—Y ¿es ese Beausire el que ella, llama su marido? —preguntó Maillard.
—Sí.
—Y ¿es para él el medicamento que venía a buscar?
—Le habrá dado alguna indigestión a fuerza de comer y beber.
—¿Un purgante? —preguntó Maillard con la insistencia de un hombre que sigue la pista de un secreto importante y no quiere perderla.
—Un purgante, sí.
—¡Ah! —dijo Maillard dándose una palmada en la frente—, ya tengo a mi hombre.
—¿Qué hombre?
—El de los once sueldos.
—Y ¿quién es el hombre de los once sueldos?
—Beausire.
—Y ¿lo tenéis?
—Sí, sabiendo donde vive.
—Yo os lo diré.
—¡Bien!, ¿dónde vive?
—En la calle de Juiverie, número seis.
—¿Aquí cerca?
—A dos pasos.
—Pues entonces, ya no me admiro.
—¿De qué?
—De que el arrapiezo de Toussaint haya robado los dos sueldos a su madre.
—¡Cómo que eso no os admira!
—No; es hijo del señor Beausire, ¿no es cierto?
—Es su vivo retrato.
—El perro de buena raza, caza sin que lo enseñen; decidme como amigo —continuó Maillard, puesta la mano sobre vuestro corazón—, ¿en cuánto tiempo hará efecto vuestro medicamento?
—¿Me lo preguntáis con formalidad?
—Sí.
—Pasadas dos horas.
—Es cuanto necesito, tengo tiempo.
—¡Os interesa, pues, el señor de Beausire!
—Me interesa tanto, que temiendo lo cuiden mal, voy a buscarle…
—¿Qué?
—Dos enfermeros. Adiós, amigo mío.
Y saliendo de la botica con una sonrisa, la única que en su vida desarrugó su lúgubre fisonomía, corrió en dirección a las Tullerías.
Pitou estaba ausente; se recordará que atravesó el jardín en pos de Andrea y en busca del conde de Charny; pero en su ausencia halló a Maniquet y Tellier que guardaban la puerta.
Ambos le reconocieron.
—¡Hola, señor Maillard! —dijo Maniquet—, ¿lo habéis alcanzado?
—No, pero le sigo la pista.
—Me alegro —dijo Tellier— porque aunque nada le encontró, apostaría que llevaba los diamantes.
—Apostad, ciudadano —dijo Maillard—, apostad y ganaréis.
—Y ¿se podrán recobrar? —añadió Maniquet.
—¿En qué, ciudadano Baillard?, contad con nosotros, estamos a vuestras órdenes.
Maillard hizo al teniente y al subteniente seña de que se acercasen.
—Escogedme en vuestra tropa dos hombres seguros.
—¿Cómo valientes?
—Como honrados.
—¡Oh!, tomad los que gustéis.
Y volviéndose hacia la puerta, dijo:
—¡Dos hombres, los que quieran!
Una docena se pusieron en pie.
—Vamos, Boulanger —dijo Maniquet—, ven acá.
Uno de aquellos hombres se acercó.
—Y tú Monicar.
Otro se adelantó hasta el sitio donde estaba el primero.
—¿Queréis más, señor Maillard? —preguntó Tellier.
—No, estos me bastan. ¡Venid, amigos míos!
Los dos hombres siguieron a Maillard.
Los condujo a la calle de la Juiverie y se detuvo delante de la puerta número 6.
—Aquí es —dijo—, subamos.
Los dos haramonteses, guiados por Maillard, entraron en un pasadizo, subieron la escalera y llegaron al cuarto piso.
Parados en él, sirviéronles de guía los gritos del señorito Toussaint, mal consolado aún de la corrección, no maternal, sino paternal; el señor de Beausire, viendo la gravedad del hecho, había creído deber intervenir y agregar algunos azotes de su mano pesada y enjuta a los que con su mano blanda y de mala voluntad había aplicado a su hijo la señorita Oliva.
Maillard trató de abrir la puerta.
Pero estaba pasado el cerrojo.
Y llamó.
—¿Quién llama? —preguntó la señorita.
—En nombre de la ley, abrid —contestó Maillard.
Cambiáronse en el interior algunas palabras, cuyo resultado fue que el joven Toussaint se calló, creyendo que la ley se tomaba la molestia de llamar a su puerta a causa de los dos sueldos que había tratado de robar a su madre; mientras que Beausire, creyendo el llamamiento a consecuencia de las visitas domiciliarias, trataba de tranquilizar a Oliva, aunque él no lo estaba mucho.
Madame de Beausire se dicidió al fin y abrió la puerta en el momento en que Maillard se disponía a llamar por segunda vez.
Los tres hombres entraron con grande terror de la señorita Oliva y del joven Toussaint, que trató de esconderse detrás de una silla vieja.
El señor de Beausire estaba acostado, y Maillard vio con grande satisfacción, sobre la mesa de noche alumbrada con humeante luz de una vela de sebo colorado en un candelero de hierro, la botella del purgante ya vacía. Le había, pues, tomado, y sólo restaba aguardar que produjese su efecto.
En el camino había explicado el caso a Boulanger y Monicar, de modo que llegados al cuarto del señor de Beausire, sólo tenían que permanecer vigilantes.
Así, después de haberlos instalado a la cabecera del paciente, les dijo:
—Ciudadanos, el señor de Beausire es como aquella princesa de las Mil y una noches, que sólo hablaba cuando se veía precisado a hacerlo, pero que cada vez que habría la boca dejaba caer de ella un diamante. No dejéis, pues, perder una sola palabra del señor de Beausire sin examinar su contenido; me voy al ayuntamiento; cuando no le quede nada que decir lo conduciréis al Châtelet, recomendándolo de parte del ciudadano Maillard, y vendréis a reuniros conmigo a la municipalidad, llevando con vosotros el producto de la conversación.
Los dos guardias nacionales se inclinaron en señal de obediencia pasiva, y se colocaron, arma al brazo, a la cabecera del señor Beausire.
El boticario no se engañó, el medicamento hizo su efecto al cabo de dos horas, y el resultado, que duró una, poco más o menos, fue completamente satisfactorio.
Las tres de la mañana serían cuando Maillard vio llegar a sus dos hombres.
Traían por valor de unos diez mil francos de diamantes de aguas magníficas, extraídos de un receptáculo del señor de Beausire.
Maillard los depositó en nombre suyo y de los dos haramonteses en manos del procurador del ayuntamiento, el cual expidió un certificado haciendo constar que los ciudadanos Maillard, Monicar y Boulanger, habían merecido bien de la patria.