Capítulo CLXV

A consecuencia de la jornada del 10 de agosto, fue instituido un tribunal encargado especialmente de conocer en los robos cometidos en las Tullerías. El pueblo, como dice Peltier, había fusilado en el acto dos o trescientos ladrones cogidos en flagrante delito; pero había, como se comprenderá, un número casi igual que, momentáneamente al menos, había conseguido ocultar sus latrocinios.

Entre estos honrados industriales se encontraba nuestro antiguo conocido el señor de Beausire, exento que fue de Su Majestad.

Nuestros lectores, que ya saben los antecedentes del amante de la señorita Oliva, del padre del joven Toussaint, no extrañarán que se halle después de esta jornada entre los que tenían que dar cuenta, no a la nación, sino a los tribunales, de la parte que en ella habían tomado.

El señor de Beausire se había introducido, en efecto, en las Tullerías; pero hombre de buen juicio, no era capaz de cometer la necedad de entrar el primero o uno de los primeros donde era peligroso entrar antes que los demás; entró, pues, a retaguardia de todos.

No eran las opiniones patrióticas del señor de Beausire las que le conducían al palacio de los reyes, bien para llorar en él la caída de la monarquía, bien para aplaudir el triunfo del pueblo, no; el señor de Beausire iba allí como aficionado, sobreponiéndose a todas esas debilidades humanas que se llaman opiniones, y llevando un solo objeto: ver si a los que acababan de perder un trono, no se les habría extraviado al mismo tiempo alguna alhaja más manuable y menos expuesta a ser derrocada.

Mas para salvar las apariencias, el antiguo exento se había encasquetado un gorro colorado, armándose de un enorme sable, echado algunas manchas de sangre sobre su camisa, y mojado las manos en la del primer muerto que encontró; de manera que aquel lobo, siguiendo al ejército conquistador, aquel buitre cerniéndose después del combate sobre el campo de batalla, podía a primera vista ser tomado por un vencedor.

Por tal le consideraron, en efecto, la mayor parte de los que le oyeron gritar: «¡Mueran los aristócratas!», y le vieron mirar debajo de las camas, abrir los armarios y escudriñar hasta los cajones de las cómodas, para ver indudablemente si en ellos se había escondido algún aristócrata.

Desgraciadamente para el señor de Beausire, se hallaba en las Tullerías, al mismo tiempo que él, un hombre que no gritaba, que no miraba debajo de las camas ni abría los armarios, pero que habiendo entrado en medio del fuego, sin estar armado, con los vencedores, sin haber vencido, se paseaba, cruzadas las manos a la espalda, como habría hecho en un jardín público un día de cualquier fiesta, con su frac negro, raído, pero aseado, contentándose con alzar de vez en cuando la voz y decir:

—No olvidéis, ciudadanos, que no se mata a las mujeres ni se toca a las joyas.

En cuanto a los que se contentaban con matar hombres y arrojar muebles por las ventanas, no creía tener derecho para decirles nada.

En el momento conoció que Beausire no era de esta clase.

Así, a eso de las nueve y media, Pitou, a quien, como sabemos, se había confiado, a título de honor, la guardia del vestíbulo del Reloj, vio bajar la escalera a un gigante de aspecto lúgubre que, dirigiéndose a él con atención, pero con firmeza, y como si hubiese recibido la misión de poner orden en el desorden y justicia en la venganza, le dijo:

—Capitán, veréis bajar un hombre que tiene un gorro encarnado, un sable en la mano, y que hace grandes ademanes; detenedle y haced que lo registren, porque ha robado una cajita con diamantes.

—Perded cuidado, señor Maillard —contestó Pitou, llevando la mano a su sombrero.

—¡Ah!, ¿me conocéis, amigo mío? —preguntó el exportero.

—¡Ya lo creo que os conozco, señor Maillard! ¿No os acordáis que estuvimos juntos en la toma de la Bastilla?

—¡Será posible!

—También estuvimos juntos en Versalles el cinco y seis de octubre.

—En efecto, allí estuve.

—¡Ya lo creo! Como que tuvisteis una querella en la puerta de las Tullerías con un conserje que no quería dejaros pasar.

—Entonces haréis lo que os digo, ¿no es verdad?

—Eso y otra cosa, señor Maillard; lo que me digáis. ¡Ah!, ¡sois un buen patriota!

—Me jacto de ello, y por eso no quiero ni debemos permitir que se deshonre el nombre a que tenemos derecho. ¡Atención!, aquí está nuestro hombre.

—Y, en efecto, el señor Beausire bajaba en aquel momento la escalera del vestíbulo, agitando su sable y gritando: ¡Viva la nación!

Pitou hizo una seña a Tellier y Maniquet, los, cuales se colocaron con la mayor indiferencia delante de la puerta, y él fue a esperar al señor de Beausire junto al último escalón.

El antiguo exento vio al soslayo las disposiciones tomadas, y sin duda le debieron inquietar, porque se detuvo, y como si hubiera olvidado algo, hizo un movimiento para volver a subir.

—Perdonad, ciudadano —dijo Pitou—, la salida es por aquí.

—¡Ah!, ¿por aquí se sale?

—Sí, y como hay orden de evacuar las Tullerías, tened la bondad de marchar.

Beausire irguió la cabeza y continuó bajando.

Llegado al último escalón, llevó la mano a su gorro y, afectando el tono militar, dijo:

—Vaya, compañero, ¿se pasa o no se pasa?

—Se pasa —contestó Pitou—, pero es necesario someterse antes a una pequeña formalidad.

—¡Hum!, ¿a cuál, capitán?

—Es menester dejarse registrar.

—¿Registrar?

—Sí.

—¡Registrar a un patriota, a un vencedor, a un hombre que acaba de exterminar a los aristócratas!

Es la consigna; así, camarada, envainad vuestro sable, que ya es inútil, pues los aristócratas están muertos, y dejaos registrar de buen grado, o si no haré emplear la fuerza.

—¡La fuerza! —dijo Beausire—, hablas así, capitanzuelo, porque tienes ahí veinte hombres a tus órdenes; pero si estuviéramos solos…

—Si estuviéramos solos, ciudadano —interrumpió Pitou—; cogería así tu muñeca con la mano derecha, te arrancaría el sable con la izquierda y lo quebraría bajo mis pies, como indigno ya de que lo toque la mano de un hombre de bien, habiéndolo tocado la de un ladrón.

Y poniendo en ejecución su teoría mientras que hablaba, Pitou dobló la muñeca del falso patriota, le arrancó el sable, partió la hoja apoyando en ella el pie, y arrojó lejos de sí la empuñadura.

—¿Ladrón —exclamó el del gorro—, ladrón yo, el caballero de Beausire?…

—Amigos míos —dijo Pitou empujando al antiguo exento en medio de su gentes—, registrad a ese hombre.

—¡Muy bien, registrad —dijo el hombre extendiendo los brazos como una víctima—, registrad!

Este permiso no era necesario, por supuesto, para proceder a la pesquisa; pero con grande extrañeza de Pitou y con no poco asombro de Maillard, por más que registraron, volvieron los bolsillos y palparon por todas partes, sólo pudieron, hallar sobre el antiguo exento una baraja completa, pero casi borradas las figuras en fuerza de uso y de vejez, y la escasa suma de once sueldos.

Pitou miró a Maillard.

Y Maillard se encogió de hombros, como diciendo: «¿Qué queréis?».

—Registrad otra vez —dijo Pitou, en quien la paciencia, como sabemos, era una de las principales cualidades.

Se comenzó de nuevo la operación, y dio por resultado hallar la misma baraja y los mismos once sueldos.

Beausire triunfaba.

—¿Qué tal? —exclamó—. ¿Queda deshonrado un sable porque mi mano lo toque?

—No —contestó Pitou—, y en prueba de ello, si no quedáis satisfecho con las excusas que os presento, uno de mis hombres os prestará el suyo, y os daré la satisfacción que deseáis.

—Gracias, joven —dijo Beausire irguiéndose con orgullo—, habéis obrado en virtud de una consigna, y un antiguo militar como yo sabe que una consigna es sagrada. Ahora os diré que la señora Beausire debe estar ya inquieta por mi larga ausencia, y si se me permite retirarme…

—Cuando queráis —dijo Pitou— estáis libre.

Beausire saludó con aire desembarazado y salió.

Pitou buscó con la vista a Maillard, y, no viéndolo, preguntó:

—¿Habéis visto al señor Maillard?

—Me parece —contestó uno de los haramonteses[57]— que ha vuelto a subir.

—Y os parece bien —repuso Pitou— porque hele aquí que baja.

Maillard bajaba, en efecto, y gracias a sus largas piernas, que le permitían saltar un escalón sin tocar en él, se halló pronto en el vestíbulo.

—¿Habéis hallado algo? —preguntó a Pitou.

—Nada —contestó este.

—Pues yo he tenido más suerte, a fe mía, porque he encontrado la caja.

—Ya veis que no teníamos razón para…

—Al contrario, teníamos mucha.

Y abriendo la caja, Maillard mostró el engaste de oro despojado de todas las piedras preciosas que habían estado a él adheridas.

—¡Calla! —exclamó Pitou—, ¿qué significa eso?

—Significa que el muy bribón con algo ha desmontado los diamantes, y juzgando que el engaste le era embarazoso, le ha dejado en el cajón de la cómoda donde le ha encontrado.

—Pero ¿y los diamantes?

—¡Claro es!, ha encontrado medios de ocultarlos.

—¡Ah, bribón!

—¿Hace mucho tiempo que se marchó? —preguntó Maillard.

—Salía por la puerta del patio cuando bajabais.

—¿Qué dirección ha tomado?

—Me parece que hacia el río.

—Adiós, capitán.

—¿Os marcháis, señor Maillard?

—Quiero que nada me arguya la conciencia —contestó el exportero.

Y se lanzó en persecución de Beausire.

Pitou quedó aturdido con lo que había pasado; hallábase aún bajo la influencia de esta preocupación, cuando creyó reconocer a la condesa de Charny, y ocurrieron los acontecimientos que hemos referido en tiempo y lugar convenientes, no juzgando oportuno complicarlos con un incidente que, en nuestro juicio, debía ser materia de un capítulo aparte.