Capítulo CLXIV

«Cuando la patria está en peligro —había dicho Danton el 28 de agosto en la Asamblea nacional— todo pertenece a la patria».

El 29, a las cuatro de la tarde, se tocaba generala.

Sabíase ya de qué se trataba; iban a comenzar las visitas domiciliarias.

Como al golpe de una varilla mágica, apenas se oyó el primer redoble de tambores, París cambió de aspecto, y de populoso que era quedó solitario.

Las tiendas abiertas se cerraron, y todas las calles fueron ocupadas por pelotones de sesenta hombres.

En las barreras y en el río se puso guardia.

A la una de la madrugada comenzaron las visitas en todas las casas.

Los comisarios de las secciones llamaban a la puerta de la calle en nombre de la ley, y todas se abrían al punto.

Llamaban en cada habitación, siempre en nombre de la ley, y se les franqueaba el paso; también forzaban las puertas de las habitaciones que no tenían inquilinos.

Así cogieron dos mil fusiles, y se detuvo a tres mil personas.

Se necesitaba inspirar terror, y se consiguió.

De esta medida resultó una cosa con que no se había contado, o en que se había pensado más de lo necesario.

Aquellas visitas domiciliarias habían abierto a los pobres las moradas de los ricos; los individuos armados de las secciones, que seguían a los magistrados, pudieron dirigir así una mirada de asombro a las profundidades sedosas y doradas de los magníficos palacios, habitados aún por sus dueños, pero los cuales estaban ausentes; y de aquí, no el deseo del pillaje, pero sí una causa para que redoblase el odio.

Se saqueó tan poco, que Beaumarchais, que estaba entonces en la prisión, refiere que en sus magníficos jardines del bulevar de San Antonio, una mujer cogió una rosa, y por esto se quiso arrojarla al agua.

Y obsérvese que esto sucedía en el momento en que la municipalidad acababa de decretar que los vendedores de plata serían castigados con la pena capital.

He aquí cómo el ayuntamiento se substituía a la Asamblea, decretando la pena de muerte. Acababa de otorgar a Chaumette derecho de abrir las prisiones y poner en libertad a los detenidos, arrogándose así el derecho de gracia; y por último, acababa de ordenar que en la puerta de cada prisión se exhibiera la lista de los presos que contuviese; esto era excitar al odio y a la venganza, pues así todos guardaban la puerta de la prisión donde estaba encerrado su enemigo. La Asamblea vio a qué abismo se la conducía, comprendiendo que, bien a pesar suyo, se iban a manchar sus manos en sangre.

Y ¿por quién? Por la municipalidad, su enemiga.

No se necesitaba más que una ocasión para que la lucha estallase sangrienta y terrible entre los dos poderes.

Y esta ocasión se presentó con motivo de una nueva exigencia de la municipalidad.

El 29 de agosto, día de las visitas domiciliarias, el ayuntamiento citó ante su consejo, por medio de un artículo de diario, a Girey-Dupré, uno de los girondinos más audaces, porque era uno de los más jóvenes.

Girey-Dupré se refugió en el ministerio de la Guerra, por no haber tenido tiempo de hacerlo en la Asamblea.

Huguenin, presidente de la municipalidad, mandó invadir el ministerio de la Guerra para sacar de allí a viva fuerza al periodista girondino.

Ahora bien; la Gironda estaba siempre en mayoría en la Asamblea; insultada en uno de sus individuos se sublevó, y a su vez citó ante su tribunal al presidente; Huguenin no hizo caso, ni contestó siquiera.

El 30, la Asamblea expide un decreto destituyendo a la municipalidad de París.

Un hecho que prueba hasta qué punto repugnaba aún el robo en aquella época, contribuyó mucho al decreto que acababa de dar.

Un individuo del municipio, o que se titulaba tal, mandó abrir el guardamueble y cogió de allí un cañoncito de plata, regalo hecho por la ciudad a Luis XIV cuando era niño.

Cambon, a quien se había nombrado guardián de la fortuna pública, tuvo conocimiento de este robo y mandó citar al culpable; el hombre no negó, ni se excusó siquiera, y limitóse a decir que como aquel objeto precioso corría peligro de ser robado, pensó que estaría mejor en su casa que en ninguna otra parte.

Aquella tiranía de la municipalidad era muy enojosa, y parecía pesada a muchas personas. Louvet, el hombre de las valerosas iniciativas, era presidente de la sección de la calle de los Lombardos, e hizo declarar que el consejo general del ayuntamiento era culpable de usurpación.

Comprendiendo que se la apoyaba, la Asamblea decretó entonces que el presidente Huguenin, que no había querido presentarse por su voluntad, fuera conducido por fuerza, y que dentro de veinticuatro horas se nombrara por las secciones un ayuntamiento nuevo.

El decreto fue expedido el 30 de agosto a las cinco de la tarde.

Contemos las horas, porque a partir de este momento avanzamos hacia la matanza del 2 de septiembre, y a cada minuto se verá dar un paso a la sangrienta diosa de brazos retorcidos y cabellos flotantes con ojos de espanto que se llama Terror.

Por lo demás, la Asamblea, recelando todavía un poco de su terrible enemiga, declaraba, al destituir a la municipalidad, que había merecido bien de la patria, lo cual no era precisamente lógico.

Ornandum tollendum, decía Cicerón a propósito de Octavio.

Como este último se condujo la municipalidad: se dejó coronar, pero no expulsar.

Dos horas después de expedirse el decreto, Tallien, pequeño escriba, que se jactaba de ser el hombre de Danton; Tallien, secretario del ayuntamiento, propuso a la sección de los Thermes marchar contra la de los Lombardos.

¡Ah!, esta vez era realmente la guerra civil, no ya el pueblo contra el rey, la clase media contra los aristócratas, las cabañas contra los castillos, las casas contra los palacios, sino sección contra sección, picas contra picas, ciudadanos contra ciudadanos.

Al mismo tiempo, Marat y Robespierre, el segundo como individuo del ayuntamiento, y el primero como aficionado, elevaron la voz.

Marat pidió la matanza de la Asamblea nacional; pero esto no era nada, porque todos estaban acostumbrados a oírle hacer semejantes proposiciones.

Pero Robespierre, el cauteloso Robespierre, el denunciador vago y tenebroso, pidió que se tomaran las armas, no sólo para defenderse, sino para atacar.

Era preciso que Robespierre creyera muy fuerte a la municipalidad, para pronunciarse así.

En efecto; era muy fuerte, pues en aquella misma noche, su secretario Tallien se presenta en la Asamblea con tres mil hombres armados con picas.

«La municipalidad —dice— y solamente la municipalidad, elevó a los individuos de la Asamblea a la categoría de representantes de un pueblo libre; la municipalidad hizo expedir el decreto contra los sacerdotes perturbadores, deteniendo a esos hombres que nadie osaba tocar; y la municipalidad —añadió en conclusión— habrá purgado de su presencia, dentro de pocos días, el suelo de la libertad».

Así, pues, en la noche del 30 al 31 de agosto, ante la Asamblea misma, que acaba de destituir a la municipalidad, esta pronuncia la primera palabra sobre la matanza.

¿Quién la dice? ¿Quién es el que enrojece así el programa blanco aún?

Ya lo hemos visto: es Tallien, el hombre que hará el nueve Thermidor.

La Asamblea se sublevó; se debe hacerle esta justicia.

Manuel, procurador de la municipalidad, comprendió que se iba demasiado lejos; mandó detener a Tallien, y exigió que Huguenin diese una satisfacción a la Asamblea.

Y sin embargo, Manuel, que hacía estas dos cosas, sabía muy bien lo que iba a suceder, pues he aquí cómo procedió aquel pedante, pobre de espíritu, pero honrado.

Tenía en la Abadía un enemigo personal: Beaumarchais.

Este último, muy irónico, se había burlado mucho de Manuel, a quien le ocurrió que si Beaumarchais era asesinado con los demás, se podía atribuir su muerte a una vil venganza de su amor propio; y en su consecuencia, corrió a la Abadía y mandó llamar a Beaumarchais. Este último, al verle, quiso excusarse, dando explicaciones a su víctima literaria.

—¡No se trata aquí de literatura, de periodismo, ni de crítica. He ahí la puerta abierta; salvaos ahora si no queréis ser asesinado mañana!

El autor de Fígaro no se lo hizo repetir dos veces: deslizóse por la puerta entornada y desapareció.

Supongamos ahora que Beaumarchais hubiera silbado a Collot-d’Herbois comediante, en vez de haber criticado a Manuel autor; entonces habría sido hombre muerto.

Llegó el 31 de agosto, aquel gran día en que se iba a resolver entre la Asamblea y la municipalidad, es decir, entre el moderantismo y el terror.

El ayuntamiento estaba decidido a continuar en sus funciones.

La Asamblea había dimitido en favor de otra nueva.

Naturalmente, la municipalidad era quien debía triunfar, tanto más cuanto que el movimiento la favorecía.

El pueblo, sin saber lo que deseaba, quería ir a alguna parte; lanzado hacia adelante el 20 de junio y después el 10 de agosto, experimentaba una vaga necesidad de sangre y de matanza.

Preciso es decir que Marat por una parte y Hebert por la otra, le calentaban demasiado la cabeza; y hasta Robespierre, que deseaba reconquistar su popularidad, muy expuesta ahora por haber aconsejado la paz cuando toda Francia deseaba la guerra, hasta Robespierre, decimos, se hizo novelero y propaló las más absurdas noticias.

Un partido poderoso, según aseguró, ofrecía el trono al duque de Brunswick.

¿Cuáles eran en aquel momento los tres partidos poderosos que estaban en lucha? La Asamblea, la municipalidad y los Jacobinos; pero en rigor los dos últimos podían convertirse en uno.

Robespierre era individuo del club de los Jacobinos, y también de la municipalidad.

El partido poderoso era la Gironda.

Ya hemos dicho que Robespierre traspasaba los límites de lo absurdo en sus noticias; y en efecto: ¿qué podía serlo más que acusar a la Gironda de haber ofrecido el trono al general enemigo, siendo así que había declarado la guerra a Prusia y Austria?

Y ¿quiénes eran los hombres a quienes se acusaba de esto? Los Vergniaud, los Roland, los Clavières, los Servan, los Gensonné, los Guadet, los Barbaroux, es decir, los más fogosos patriotas, y al mismo tiempo los hombres más honrados de Francia.

Pero hay momentos en que un hombre como Robespierre lo dice todo, y lo peor, así como hay otros en que el pueblo cree cuanto le dicen.

Era llegado el 31 de agosto.

El médico que hubiera tenido los dedos sobre el pulso de Francia aquel día, hubiera sentido que las pulsaciones aumentaban a cada minuto.

El 30, a las cinco de la tarde, la Asamblea, como hemos dicho, había destituido a la municipalidad, y el decreto prevenía que las secciones nombrasen nuevo consejo general en el plazo de veinticuatro horas; de modo que el 31, a las cinco de la tarde, el decreto se debía haber cumplido.

Pero las vociferaciones de Marat, las amenazas de Hebert y las calumnias de Robespierre, hacían que la municipalidad pesase de tal modo sobre París, que las secciones no se atrevieron a votar. Como pretexto de su abstención alegaron que no se les había notificado oficialmente el decreto.

El 31 de agosto, hacia el mediodía, la Asamblea tuvo noticia de que su decreto de la víspera no se ejecutaba ni se ejecutaría. Era necesario apelar a la fuerza, e ignorábase si esta última estaría en favor de la Asamblea.

La municipalidad contaba con Santerre, y con su cuñado Pañis; este último, según se recordará, era aquel fanático de Robespierre que había propuesto a Rebecqui y a Barbaroux nombrar un dictador, y que les hizo entender que era preciso elegir para esto al Incorruptible; Santerre representaba a los arrabales, y estos eran la irresistible fuerza del Océano.

Si los arrabales derribaron las puertas de las Tullerías, bien podrían hacerlo con las de la Asamblea.

Además, esta última temía, no solamente ser abandonada de los más celosos patriotas, de aquellos que deseaban la revolución a toda costa, sino también —lo cual era mucho peor— verse apoyada a pesar suyo por los realistas moderados.

¡Entonces se perdía completamente!

A eso de las seis circuló en sus bancos la noticia de que había gran tumulto alrededor de la Abadía.

Se acababa de absolver a un tal Montmorin; el pueblo creyó que se trataba del ministro que había firmado los pasaportes con que Luis XVI había tratado de huir, y se dirigió en tropel a la prisión, pidiendo a gritos la muerte del traidor. Costó muchísimo trabajo hacerle comprender su equivocación, y toda la noche hubo en las calles de París una fermentación espantosa.

Comprendíase que al día siguiente, el menor acontecimiento que estimulase la fermentación, tomaría proporciones colosales.

Este acontecimiento —que procuraremos referir con algunos detalles, porque se refiere a uno de los héroes de nuestra historia, a quien hemos perdido de vista largo tiempo hace— se preparaba en las prisiones del Châtelet.