Capítulo CLXIII

La revolución de 1789, esto es, la de los Necker, Sieyès y Bailly, había acabado en 1790; la de los Barnave, Mirabeau y Lafayette, concluyó en 1792; la revolución grande, la sangrienta de los Danton, Marat, Robespierre, había comenzado ya.

Al poner seguidos estos tres nombres, no es mi intento confundirlos en una sola apreciación; al contrario, a nuestro entender representa, en sus muy distintas personalidades, las tres fases de los tres años que van a pasar.

Danton quedará caracterizado en 1792, Marat en 1793, y Robespierre en 1794.

Pero los acontecimientos se precipitan; examinémoslos y consideremos en seguida los medios por los cuales les hacen frente la Asamblea nacional y el ayuntamiento.

Por lo demás, he aquí muy cerca de la historia: todos los personajes de la nuestra han naufragado en la tempestad revolucionaria, con pocas excepciones.

¿Qué ha sido de los tres hermanos Charny, Jorge, Isidoro y Oliverio? Han muerto. ¿Qué ha sido de la reina y Andrea? Están presas. ¿Qué es de Lafayette? Huye. El 17 de agosto, Lafayette, por una orden del día había llamado al ejército para que marchase a París a restablecer la Constitución, deshacer la jornada del 10 de agosto y reponer al rey.

Lafayette, hombre leal, había perdido el juicio como todos los demás; lo que quería hacer era conducir directamente los prusianos y los austríacos a París.

El ejército se le opuso como por instinto, de modo que más tarde se opuso a la orden de Dumouriez.

La historia hubiera juntado los dos nombres de estos dos generales si Lafayette, detestado por la reina, no hubiera tenido la suerte de ser arrestado por los austríacos y ser encerrado en Olmütz; la cautividad hizo olvidar su deserción.

El 18 pasó Lafayette la frontera.

El 21 los enemigos de Francia, los aliados del trono, contra los cuales se ha hecho el 10 de agosto, y contra los que va a hacerse el 2 de septiembre; los austríacos que María Antonieta llamaba a su socorro durante aquella noche clara en que la luna, pasando a través de las vidrieras del dormitorio de la reina, venía a juguetear sobre su lecho, los austríacos embestían a Longwy.

Después de veinticuatro horas largas de bombardeo, Longwy se rendía.

La víspera de esta rendición, en la otra extremidad de Francia se sublevaba la Vendée. La prestación del juramento eclesiástico servía de pretexto a esta sublevación.

Para oponerse a estos acontecimientos, la Asamblea nombraba a Dumouriez comandante general del Este y decretaba la acusación de Lafayette.

Decretaba también que tan luego como Longwy entrase en poder de la nación francesa, serían destruidas y arrasadas todas las casas, excepto los edificios nacionales; daba una ley que desterraba del reino todo sacerdote no juramentado; autorizaba las visitas domiciliarias, confiscaba, en fin, y ponía en venta todos los bienes de los emigrados.

Ahora bien; ¿qué hacía la municipalidad durante ese tiempo?

Hemos dicho cuál era su oráculo: Marat.

La municipalidad guillotinaba en la plaza del Carrousel; se le daba una cabeza por día; era demasiado loco; pero en un folleto que apareció a fines de agosto, los individuos del tribunal explicaron el enorme trabajo que se habían impuesto para alcanzar este resultado, por poco lisonjero que pareciese; pero es verdad que el papel estaba firmado por Fouquier-Thinville.

Por lo mismo, ved lo que imagina la municipalidad; aunque es un sueño, un delirio, muy pronto tendremos que asistir a la realización de este sueño.

Presentó su prospecto el 23 por la tarde.

Seguida de una honda recogida en los basureros de los barrios exteriores y de los mercados, se presenta hacia media noche a la Asamblea nacional una diputación del ayuntamiento.

¿Qué pide? Que los presos de Orleáns sean traídos a París, para que sufran en este punto su suplicio.

Los presos de Orleáns no serán, pues, juzgados.

No hay que apurarse, esa es una formalidad de que el ayuntamiento prescindirá.

Por lo demás, la fiesta del 10 de agosto va a llegar y vendrá en su auxilio.

Sergent, su artista, se encargará de ordenarla; ya puso en escena la procesión de la patria en peligro, y sabemos que no lo hizo mal.

En esta ocasión lo hará mejor.

Se trata de llenar de duelo, de venganza, de dolor mortífero, las almas de todos los que han perdido el 10 de agosto algún ser amado.

Enfrente de la guillotina, que funciona en la plaza del Carrousel, hace levantar en el estanque grande de las Tullerías una gigantesca pirámide cubierta de sarga negra, y sobre cada uno de cuyos frentes se halla escrita una de las matanzas que se atribuyen a los realistas: matanza de Nancy, matanza de Nimes, matanza de Montauban, matanza del Campo de Marte.

La guillotina decía: «¡Mato!», la pirámide: «¡Mata!».

El domingo 27 de agosto, a los cinco días de la insurrección de la Vendée y cuatro después de la toma de Longwy, de que se posesionó el general Clerfayt en nombre del rey Luis XVI, se puso en marcha la procesión expiatoria, a eso de las ocho de la noche, a fin de sacar partido de la misteriosa majestad que prestan las tinieblas.

Primeramente, y en medio de nubes de humo producido por perfumes, quemados por toda la carrera que la procesión debía recorrer, marchaban las viudas y los huérfanos del 10 de agosto, vestidos de blanco, ceñidos con cinturones negros, y llevando en un arca, de forma antigua, la petición que vimos dictar a madame Roland y escribir a la señora de Keralio, y cuyas hojas ensangrentadas se encontraron esparcidas en el Campo de Marte; en ella se pedía la República desde el 17 de julio de 1791.

Seguían después unos gigantescos sarcófagos negros, alusivos a las carretas de cadáveres que, cargados en los patios de las Tullerías, eran transportados hacia los arrabales. Luego, banderas de luto y de venganza pidiendo muerte por muerte. Detrás la Ley, estatua colosal con la espada apoyada en la cadera. Seguíanla los jueces de los tribunales, a cuya cabeza marchaba el tribunal revolucionario del 10 de agosto, el mismo que se excusaba de no hacer caer más que una cabeza por día.

Marchaba en seguida el ayuntamiento, madre sangrienta de ese tribunal, llevando en sus filas la estatua de la Libertad, de igual estatura que la de la Ley; por último, la Asamblea, llevando esas coronas cívicas que consolarán tal vez a los muertos, pero que son extremadamente insuficientes para los vivos.

Todo esto avanzaba majestuosamente, en medio de los sombríos cantos de Chénier, de la severa música de Gossec, a paso lento como el de la venganza, pero como el suyo, seguro.

Una parte de la noche del 27 al 28 se pasó en la realización de esta ceremonia expiatoria, fiesta funeraria de las turbas, durante la cual esas mismas turbas, amenazando con el puño a las Tullerías, que nadie habitaba, amenazaban a las prisiones, fortalezas de seguridad que se había dado a los reyes y a los realistas en cambio de sus palacios.

En fin, luego que la última luz se apagó, que la última hacha quedó reducida a humo, el pueblo se retiró.

Las estatuas de la Ley y de la Libertad quedaron solas para guardar el inmenso sarcófago; pero como nadie las vigilaba, fuese imprudencia o sacrilegio, las dos estatuas fueron despojadas durante la noche de sus vestidos inferiores; al día siguiente, las dos pobres diosas eran menos que mujeres.

A su vista, el pueblo lanzó un grito de rabia; acusó a los realistas, corrió a la Asamblea, pidió venganza, se apoderó de las estatuas y las condujo a la plaza de Luis XV.

El patíbulo las siguió más tarde a esa misma plaza, y las dio el 21 de enero una terrible satisfacción del ultraje que se las había hecho el 28 de agosto.

Ese mismo día 28 de agosto, decretó la Asamblea las visitas domiciliarias.

El rumor de la unión de los ejércitos prusianos y austríaco, y de la toma de Longwy por el general Clerfayt, empezó en el pueblo.

Así, el enemigo llamado por el rey, nobles y clérigos, marchaba sobre París, y suponiendo que nada lo detuviese, podía llegar a él en seis etapas.

¿Qué sucedería entonces en París, que hervía como un cráter, y cuyas sacudidas conmovían el mundo hacía ya tres años? Lo que había dicho Bouillé en una carta; broma de que se había hecho burla, y que iba a convertirse en realidad: «no quedaría piedra sobre piedra».

Aún había más, se hablaba como seguro de un terrible juicio general que, después de haber destruido París, exterminaría a los parisienses. ¿De qué modo y por quién sería pronunciado este juicio? Los escritores de la época no lo dicen; pero la verdad es que la mano sangrienta del ayuntamiento se halla en esta leyenda que, en vez de referir lo pasado, nos cuenta el porvenir.

Y ¿por qué no creerlo? He aquí lo que hemos leído en los archivos, en una carta que fue hallada el 10 de agosto en las Tullerías:

«Los tribunales marchan detrás de los ejércitos; los individuos del Parlamento que han emigrado instruyen, sin detenerse, en el campamento del rey de Prusia, las causas de los Jacobinos, y preparan sus horcas».

Así, cuando los ejércitos prusianos y austríacos lleguen a París, se hará la instrucción, se pronunciará la sentencia y no habrá más que hacerla efectiva.

Y para confirmar lo que decía la letra, véase lo que decía el Boletín oficial de la guerra:

La caballería austríaca se ha apoderado, en los alrededores, de Sarxelouis, de los alcaldes patriotas y de los republicanos conocidos.

Los hulanos han cogido algunos concejales, les han cortado las orejas y se las han clavado en la frente.

Si esto se hacía en una provincia inofensiva, ¿qué se haría en París revolucionario?

Esto no era ya un secreto. He aquí la noticia que, dada en todas las encrucijadas, se extendía de ellas como de un centro y corría hasta las extremidades. Se levantará un gran trono para los reyes aliados enfrente del montón de las ruinas a que habrá sido reducido París; toda la población parisiense será empujada, arrastrada cautiva a los pies de ese trono, donde, como en el día del juicio final, se separará a los buenos de los malos; los buenos, es decir, los realistas y los clérigos, pasarán a la derecha y harán lo que quieran de Francia, que les será devuelta; los malos, esto es, los revolucionarios, pasarán a la izquierda, donde hallarán la guillotina, instrumento que la revolución ha inventado, y en el cual perecerá esa misma revolución.

La revolución es decir Francia; y no sólo Francia —porque eso nada sería; los pueblos existen para servir de holocausto a las ideas—, sino el pensamiento de Francia.

Y ¿por qué ha sido ella la primera que ha pronunciado la palabra Libertad? Ha creído proclamar una cosa santa: la luz de los ojos, la vida de las almas, y ha dicho: «¡Libertad para Francia, libertad para la Europa, libertad para el mundo!». Ha creído hacer una cosa grande emancipando la tierra, y he aquí que se ha engañado, según parece; he aquí que creyendo ser inocente y sublime, era culpable e infame; he aquí que creyendo ejecutar una acción grande, ha cometido un crimen; he aquí que se le juzga, que se le condena, que se la decapita y que se le arrastra a las gemonías del universo, el cual muriendo por su bienestar, aplaude su muerte.

¡Así Jesucristo, crucificado para la salvación de la humanidad, murió en medio de las burlas y de los insultos del mundo!

Pero en fin, para sostenerse contra el extranjero, ese pobre pueblo tendrá algún apoyo en sí mismo. Aquellos a quienes adoró, enriqueciéndolos además, aquellos a quienes pagó, ¿acaso no le defenderán?

No.

Su rey conspira con el enemigo, y desde el Temple, donde está encerrado, continúa en correspondencia con los prusianos y los austríacos; su nobleza marcha contra él, organizada y conducida por sus príncipes; su clero insurreciona los campesinos.

Desde las prisiones en que están los presos políticos, aplauden las derrotas de Francia; los prusianos en Longwy hacen lanzar un grito de alegría al Temple, a la Abadía y a la Fuerza.

Así Danton, el hombre de los partidos extremos, entra rugiente en la Asamblea.

El ministro de la Justicia cree a la justicia impotente y pide se le conceda la fuerza, para que, apoyada en ella, pueda marchar la primera.

Sube a la tribuna, sacude su melena de león y extiende su mano poderosa, aquella mano que el 10 de agosto rompió las puertas de las Tullerías.

«Es necesario —exclama— un sacudimiento nacional que haga retroceder a los déspotas; hasta aquí no hemos tenido más que un simulacro de guerra; pero no se trata ahora de ese juego miserable. Es menester que el pueblo se precipite en masa sobre los enemigos, para exterminarlos de un solo golpe. Es menester, al mismo tiempo, encadenar a todos los conspiradores; es menester impedirles que nos hagan daño».

Y Danton pidió el levantamiento en masa, las visitas domiciliarias, las pesquisas nocturnas con pena de muerte contra cualquiera que embarazase los actos del gobierno provisional.

Y Danton obtuvo lo que pidió, y más aún, si más hubiese pedido.

«Nunca» —dice Michelet—, nunca sé halló pueblo alguno en tan gran peligro de muerte. Cuando Holanda cerró a Luis XIV a sus puertas, no tuvo más recurso que inundarse, ahogarse a sí misma, estuvo en menos peligro, pues tenía de su parte a toda Europa. Cuando Atenas vio el trono de Jerges sobre la roca de Salamina, perdió tierra, arrojóse a nado, tomó el agua por patria, y estuvo en menos peligro; se hallaba en su poderosa flota, organizada en manos del gran Temistocles, y más feliz que Francia, no abrigaba la traición en su seno.

Francia estaba desorganizada, disuelta, vendida, entregada; estaba, como Ifigenia, bajo el cuchillo de Calchas. Los reyes esperaban en círculo su muerte para que el viento del despotismo hinchase sus velas; Francia tendía sus brazos a los dioses; pero los dioses estaban sordos.

Al sentir que la muerte ponía sobre ella su fría mano se contrajo, se replegó sobre sí misma; pero un volcán de vida hizo brotar de sus propias entrañas esa llama que alumbró al mundo abrasándole al mismo tiempo durante medio siglo.

Es verdad que hay una mancha de sangre para empañar el sol.

La mancha del 2 de septiembre; ya nos acercamos a él y veremos quién derramó esa sangre, y si debe imputarse a Francia o a los hombres inicuos que infeccionan cuanto tocan. Pero antes, y para terminar este capítulo, copiemos solamente dos páginas del historiador Michelet.

Al lado de este gigante nos sentimos sin fuerza, y como Danton, le llamamos en nuestro socorro.

Dichas páginas son estas:

«París presentaba el aspecto de una plaza fuerte; habríase creído estar en Lille o en Estrasburgo: por doquier consignas, centinelas, precauciones militares prematuras; el enemigo estaba aún a cincuenta o sesenta leguas. Lo más serio, lo más conmovedor, era el sentimiento de profunda unidad que se revelaba admirablemente por todas partes; cada cual se dirigía a todos, hablaba, pedía por la patria, se hacía reclutador, iba de casa en casa, ofrecía al que podía vestir el uniforme las armas que poseía; todos eran oradores, arengaban, discurrían, cantaban canciones patrióticas. ¿Quién no era autor en aquel momento? ¿Quién no imprimía? ¿Quién no anunciaba alguna cosa? ¿Quién no era actor en aquel grande espectáculo? Las escenas que se representaban eran las más sencillas, y todos tomaban parte en ellas; en las plazas, en los tablados levantados para los alistamientos, en las tribunas donde se hacían también inscribir, oíanse cantos, gritos, veíanse lágrimas de entusiasmo o de despedida; pero más que todas esas voces, resonaba en los corazones una voz muda, pero más profunda por eso mismo: la voz de Francia, elocuente en todos sus símbolos, más que todos patética, la bandera santa y terrible del peligro de la patria colocada en las ventanas de la casa de la Ciudad: bandera inmensa que, agitada por el viento, parecía decir a las legiones populares que se diesen prisa a marchar, desde los Pirineos al Escalda, desde el Sena al Rhin.

»Para saber lo que era ese momento de sacrificio, necesario sería entrar en cada cabaña, en cada hogar, y ver la despedida de una esposa, el adiós de una madre; necesario sería ver a esa pobre anciana, secos los ojos, destrozados el corazón, reunir apresurada los pocos harapos que su hijo ha de llevarse, las pobres economías, los pocos sueldos ahorrados por el ayuno, y que se ha robado a sí misma para su hijo en este día de supremas aflicciones.

»Dar sus hijos para esa guerra que empezaba con tan pocas probabilidades de triunfo, inmolarlos a esa situación extrema y desesperada, era demasiado para la mayor parte de ellas; sucumbían todas oprimidas por estos pensamientos, o bien por una reacción natural se dejaban arrastrar a extremos de furor, sin consideración a nada y sin temer cosa alguna; jamás el terror ha tenido lugar en una alma que se halla en ese estado: ¿qué puede atemorizar al que desea la muerte?

»Nos han referido que un día, en agosto o septiembre, sin duda, un grupo de esas mujeres enfurecidas encontró a Danton en la calle, le injuriaron, como habrían injuriado a la guerra misma, echándole en cara la revolución, toda la sangre que se derramaría y la muerte de sus hijos, maldiciéndolo y rogando a Dios que aquella sangre cayese sobre su cabeza. Danton no se asustó, y aunque sintió que las uñas de aquellas mujeres le amenazaban, se volvió bruscamente, las miró y tuvo lástima de ellas. Danton era hombre de alma: subió a un poste, y para consolarlas comenzó a dirigirles injurias en su lenguaje. A sus primeras palabras, que fueron violentas, burlescas, obscenas, las mujeres quedaron sobrecogidas, y la cólera de Danton, verdadera o fingida, desarmó la de ellas. El prodigioso orador, hombre de instinto y calculador, tenía un temperamento sensual y vigoroso, propio para el amor físico en que dominaba la carne y la sangre. Danton era hombre sobre todo; participaba de la naturaleza del león, del dogo, y no poco del toro; su rostro asustaba, y su sublime fealdad daba a su dicción brusca, incisiva en ocasiones, una especie de carácter salvaje. Las masas, a quienes gusta la fuerza, experimentaban en su presencia todo el temor y toda la simpatía que inspira un ser poderosamente creador; bajo aquel rostro violento, furioso, se entreveía también un corazón; por último, se concluía por sospechar que aquel hombre terrible, que sólo hablaba amenazando, ocultaba a un hombre honrado. Aquellas mujeres amotinadas en torno suyo, experimentaron algo de esto y se dejaron arengar, influir, dominar, y las llevó a donde y como quiso. Les explicó rudamente para qué sirve la mujer, para qué el amor, para qué la generación; que no se procrea para sí, sino para la patria. Llegado aquí se elevó, no habló a nadie, sino a sí mismo al parecer, y su corazón se exhaló de su pecho con palabras de violenta ternura por Francia, y en su extraña fisonomía marcada de viruelas, y que semejaba a la escoria del Vesubio o del Etna, comenzaron a distinguirse gruesas gotas: eran lágrimas. Las mujeres no pudieron resistir a este ataque; lloraron por Francia en vez de llorar por sus hijos, y sollozando se marcharon enjugando sus ojos con sus delantales».

¿Dónde estás, gran historiador que te llamas Michelet?

En Nervi.

¿Dónde el gran poeta llamado Hugo?

En Jersey.