Pero antes de seguir a Andrea a la prisión donde se trataba de enviarla como sospechosa, sigamos a la reina, a la que le estaba destinada como culpable.
Ya hemos dado a conocer el antagonismo entre la Asamblea y la municipalidad.
La Asamblea, como sucede con todos los cuerpos constituidos, no había marchado al mismo paso que los individuos; lanzó al pueblo en la vía del 10 de agosto, y después se quedó atrás.
Las secciones habían improvisado el famoso consejo del municipio, y este consejo era el que en realidad había promovido los sucesos del 10 de agosto, predicado por la Asamblea.
Y la prueba es que el rey había ido a buscar refugio en la Asamblea para librarse de la municipalidad.
Aquella dio asilo al rey, mientras que a la segunda no le hubiera desagradado sorprenderle en las Tullerías, ahogarle entre dos colchones y estrujar entre dos puertas a la reina y al delfín, o sea a la loba y al lobezno, como decían.
La Asamblea hizo fracasar aquel proyecto que, por infame que fuera, tal vez habría sido una gran felicidad.
Así, pues, la Asamblea protegiendo al rey, a la reina y al delfín, y a la misma corte; la Asamblea decretando que el rey habitaría el Luxemburgo, es decir, un palacio, se declaraba realista.
Cierto que, como en todas las cosas, hay grados en el realismo, y lo que era tal a los ojos del municipio y la Asamblea, era revolucionario a los ojos de los demás.
¿No iba a ser reducido a prisión Lafayette por el emperador de Austria, por acusársele de revolucionario?
La municipalidad, pues, comenzaba a acusar a la Asamblea de realista; y de vez en cuando Robespierre sacaba, del agujero donde estaba oculto, su pequeña cabeza aplanada, para lanzar alguna calumnia venenosa.
Robespierre estaba precisamente a punto de indicar en aquel momento que un partido poderoso, la Gironda, ofrecía el trono al duque de Brunswick. La Gironda, ¿comprendéis bien?, es decir, la primera voz que hubiera gritado: «¡A las armas!», el primer brazo que se habría ofrecido para defender a Francia.
Ahora bien; la municipalidad revolucionaria debía, para llegar a la dictadura, contrarrestar lo que la Asamblea realista hiciese.
La Asamblea había acordado conceder al rey el Luxemburgo como alojamiento.
La municipalidad declaró que no respondía del rey si este habitaba el Luxemburgo, porque sus cuevas se comunicaban con las catacumbas, según se decía.
La Asamblea no quería romper con la municipalidad por tan poca cosa, y le confió el encargo de elegir la residencia real.
La municipalidad escogió el Temple.
¡Véase si era buena la elección!
El Temple no es, como el Luxemburgo, un palacio que comunica por sus cuevas con las catacumbas y por sus muros con la llanura, formando ángulo agudo con las Tullerías y la Casa de la ciudad, no; es una prisión situada a la vista y el alcance de la Casa consistorial, y basta extender aquí la mano para abrir o cerrar sus puertas; es un antiguo torreón aislado, con su foso, una vieja torre baja, lúgubre y sombría. Felipe el Hermoso, es decir, la monarquía, quebrantó a la Edad Media que se revelaba contra él; la monarquía quedará quebrantada por Edad nueva.
¿Cómo es que ese antiguo torreón ha quedado allí, en un barrio populoso, negro y triste como una lechuza al sol?
Allí es donde la municipalidad decide que habiten el rey y su familia.
¿Se ha señalado intencionadamente esa morada al soberano? No; es la casualidad, la fatalidad, y hasta diríamos la Providencia, si la palabra no fuese demasiado cruel.
En la noche del 13, el rey, la reina, madame Isabel, la princesa de Lamballe, la señora de Tourzel, el señor Chamilly, ayuda de cámara del rey, y el señor de Hue, que ejercía el mismo cargo para el delfín, fueron conducidos al Temple.
La municipalidad se había apresurado de tal modo para que trasladasen al rey a su nueva residencia, que la torre no estaba preparada aún.
En su consecuencia, la familia real fue introducida en aquella parte del edificio habitada en otro tiempo por el conde de Artois cuando iba a París, y que se llamaba el palacio.
Todo París parecía estar contento; cierto era que tres mil ciudadanos habían muerto; pero el rey, el amigo de los extranjeros, el gran enemigo de la revolución, el aliado de los nobles y de los sacerdotes, estaba prisionero.
Todas las casas que dominaban el Temple se habían iluminado.
Veíanse lamparillas en las almenas de la torre.
Cuando Luis XVI se apeó del coche, vio a Santerre a caballo, a diez pasos de la portezuela.
Dos municipales esperaban al rey con la cabeza cubierta.
—¡Entrad, caballero! —le dijeron.
El rey entró y, engañándose naturalmente respecto a su residencia futura, solicitó visitar las habitaciones del palacio.
Los municipales cruzaron una sonrisa, y sin decirle que el paseo, que la visita que se proponía hacer era inútil, puesto que debía habitar en el torreón, le permitieron recorrer todo el Temple.
El rey hacía la elección de sus habitaciones, y los municipales se gozaban en aquel error que debía convertirse en amargura.
A las diez se sirvió la cena, durante la cual Manuel permaneció en pie junto al rey; ya no era un servidor dispuesto a obedecer, sino un carcelero, un vigilante, un amo.
Suponed dos órdenes contradictorias, una dada por el rey y otra por Manuel: esta última es la que se ejecutará sin hacer caso de la otra.
Aquí comenzaba realmente el cautiverio.
A partir de la noche del 13 de agosto, el rey, vencido en la cima de la monarquía, abandona la cumbre suprema y baja con rápido paso por la vertiente opuesta de la montaña, al pie de la cual le espera el cadalso.
¡Ha necesitado dieciocho años para llegar al punto culminante y mantenerse en él; bastaron cinco meses y ocho días para ser precipitado!
¡Ved con qué rapidez le impelen!
A las diez se está en el comedor del palacio; a las once en el salón.
El rey está, o por lo menos cree aún estar, pues ignora lo que pasa.
A las once se presenta uno de los comisarios para ordenar a los dos ayudas de cámara, Hue y Chamilly, que recojan la poca ropa blanca que tengan, y que le sigan.
—¿Dónde? —preguntaron los ayudas de cámara.
—A la residencia de noche de vuestros amos —dijo el comisario—, el palacio no es más que la residencia de día.
El rey, la reina y el delfín, no eran ya dueños más que de sus ayudas de cámara.
En la puerta del palacio se encontró un municipal que marchó delante con un farol, y a quien fue preciso seguir.
Al débil resplandor de aquella luz, y gracias a la iluminación que parecía comenzar a extinguirse, el señor Hue trataba de reconocer las futuras habitaciones del rey; pero no veía ante sí más que el sombrío torreón elevándose en el aire como un gigante de granito, en cuya frente brillaba una corona de fuego.
—¡Dios mío! —exclamó el ayuda de cámara deteniéndose—. ¿Nos conduciréis a esa torre?
—¡Precisamente —contestó el municipal—. Ah!, ¡el tiempo de los palacios ha terminado ya! ¡Ahora verás cómo se aloja a los asesinos del pueblo!
Al pronunciar estas palabras, el hombre del farol tocaba en los primeros peldaños de una escalera de caracol.
Los ayudas de cámara iban a detenerse en el primer piso; pero su guía siguió subiendo.
En el segundo piso se detuvo al fin, y encaminándose por un corredor, a la derecha de la escalera, abrió una puerta que se veía a pocos pasos.
Una sola ventana iluminaba la habitación; tres o cuatro sitiales, una mesa y un mísero lecho, constituían todo el ajuar.
—¿Quién de vosotros dos es el criado del rey? —preguntó el municipal.
—Yo soy su ayuda de cámara —contestó el señor de Chamilly.
—Ayuda de cámara o criado, será siempre la misma cosa.
Y señalando el lecho, añadió:
—¡Mira, ahí es dónde dormirá tu amo!
Y el hombre que llevaba el farol arrojó sobre una silla una colcha y un par de sábanas, encendió dos velas que estaban sobre la chimenea, y dejó solos a los dos ayudas de cámara.
Se iba a preparar la habitación de la reina, situada en el primer piso.
Los señores de Hue y de Chamilly se miraron estupefactos; aún tenían en sus ojos, llenos de lágrimas, los resplandores de las moradas reales, y ni siquiera era una prisión lo que se destinaba al rey, le alojaban en un tugurio.
Faltábale a la desgracia la majestad del aparato escénico.
Los dos examinaron la habitación.
El lecho estaba en una alcoba sin cortinas; una red de mimbres, muy vieja, aplicada contra la pared, indicaba una precaución para preservarse de las chinches, precaución insuficiente, como era fácil de ver.
Pero sin desalentarse por esto, comenzaron a limpiar, de la mejor manera posible, la habitación y la cama.
Cuando el uno barría y el otro quitaba el polvo, el rey entró.
—¡Oh, señor —exclamaron los dos a la vez—, qué infamia!
El rey, bien fuese por fuerza de alma o por indiferencia, permaneció impasible; dirigió una mirada en torno suyo, pero no dijo nada.
Como las paredes estaban llenas de estampas, y algunas eran obscenas, las arrancó.
—¡No quiero —dijo— que semejantes cosas estén a la vista de mi hija!
Después, hecha la cama, el rey se acostó y durmió tan tranquilo como si hubiera estado en las Tullerías, más aún tal vez.
Ciertamente que si en aquella hora se hubieran concedido al rey treinta mil libras de renta, una casa de campo con una fragua y una biblioteca, una capilla donde oír misa y un capellán para decirla, y un parque regular, donde hubieran podido vivir al abrigo de todo intriga, con la reina, el delfín y madame Royale, es decir, con su esposa y sus hijos, el rey hubiera sido el hombre más feliz de su reino.
Pero no pensaba así la reina.
Si no se sonrojó al ver su jaula aquella altiva leona, era porque en el fondo de su pecho sufría tan cruel dolor, que estaba como ciega e insensible a todo cuanto la rodeaba.
Su habitación se componía de cuatro aposentos; una antecámara donde se quedó la princesa de Lamballe; una habitación donde se instaló la reina; un gabinete, que se cedió a la señora de Tourzel, y otra que fue destinada para madame Isabel y los dos niños.
Todo esto estaba algo más limpio que en el aposento del rey.
Por lo demás, como si Manuel se hubiese avergonzado de la especie de superchería usada con el rey, anunció que el arquitecto de la municipalidad, el ciudadano Palloy, el mismo a quien se había encargado la demolición de la Bastilla, vendría a entenderse con el rey, para que la futura habitación de la familia real tuviese toda la comodidad posible.
Ahora, mientras que Andrea deposita en la tumba el cadáver de su esposo amado; mientras que Manuel instala en el Temple al rey y a la familia real; mientras que el carpintero levanta la guillotina en la plaza del Carrousel, campo de victoria que se transforma en plaza de Greve, dirijamos una ojeada al interior de la Casa consistorial, donde hemos entrado ya dos o tres veces, y apreciemos esa autoridad que acaba de substituir a la de los Bailly y Lafayette, y que tiende a reemplazar a la Asamblea legislativa y apoderarse de la dictadura.
Veamos los hombres, y ellos nos darán la explicación de los actos.
En la noche del 10, cuando todo había terminado, por supuesto, cuando el estampido del cañón se debilitaba, cuando el estrépito del fuego de fusilería se había extinguido, cuando no se hacía más que asesinar, un grupo de bribones ebrios y harapientos había llevado en brazos hasta el consejo de la municipalidad al hombre de las tinieblas, al búho de lúgubre aspecto, al profeta del populacho, al divino Marat.
No había opuesto resistencia, porque nada tenía ya que temer; la victoria era cosa decidida, y el campo quedaba abierto para los lobos, los buitres y los cuervos.
¡Le titulaban el vencedor del 10 de agosto, a él, a quien habían cogido en el momento de sacar la cabeza por la claraboya de su cueva!
Le habían coronado de laurel, y así como César, había conservado la corona sobre su cabeza.
Los ciudadanos descamisados llevaron, como hemos dicho, y dejaron al dios Marat en medio de la sala del consejo.
Así era como se había arrojado a Vulcano estropeado en el consejo de los dioses.
Al ver a Vulcano, los dioses se habían reído; al ver a Marat, muchos se rieron; a otros les inspiró disgusto, y varios temblaron.
Estos últimos eran los que tenían razón.
Y sin embargo, Marat no formaba parte del ayuntamiento, no había sido nombrado concejal; pero le llevaron allí y se quedó.
Se arregló expresamente para él una tribuna de periodista; pero en vez de hallarse este bajo la mano de la municipalidad, como El Logógrafo bajo la de la Asamblea, el ayuntamiento estuvo bajo las garras de Marat.
Así como en el magnífico drama de nuestro querido amigo Víctor Hugo, Angelo está sobre Padua, pero siente a Venecia sobre él, la municipalidad se hallaba sobro la Asamblea, pero sentía a Marat sobre sí.
¡Ved cómo ese altivo ayuntamiento obedece a Marat, aunque esté sometido a la Asamblea! He aquí una de las primeras resoluciones que adopta:
«En adelante, las prensas de los envenenadores realistas serán confiscadas, y se adjudicarán a los impresores patriotas».
En la mañana del día en que se debe expedir el decreto, Marat le ejecuta: se dirige a la imprenta real, manda llevar una prensa a su casa, y en sacos toda la letra que le conviene. ¿No era el primero de los impresores patriotas?
La Asamblea se había espantado ante los asesinatos del 10, que fue impotente para evitar: se había asesinado en su patio, en sus corredores y hasta en su puerta.
Danton había dicho:
—Donde empieza la acción de la justicia deben cesar las venganzas populares. Me comprometo ante la Asamblea a proteger a los hombres que se hallan en su recinto; marcharé a su cabeza y respondo de ellos.
Danton había dicho esto antes que Marat estuviese en el ayuntamiento; desde el momento en que Marat estuvo, ya no respondió de nada.
Ante la serpiente, el león disimuló y quiso proceder con astucia.
Lacroix, aquel anciano oficial, aquel diputado atlético, uno de los cien brazos de Danton, subió a la tribuna y pidió que se hiciera nombrar por el comandante de la guardia nacional, por Santerre —el hombre quien los realistas reconocían un buen corazón, a pesar de su rudeza—, un tribunal de guerra que juzgara a los suizos, oficiales y soldados.
He aquí cuál era la idea de Lacroix, o más bien, de Danton.
Aquel tribunal de guerra se formaría con hombres que se hubieran batido, y que siendo, por lo tanto, persona de valor, sabrían apreciarlo en los que le tuvieran.
Por otra parte, siendo vencedores, debía repugnarles condenar a los vencidos.
¿No se ha visto a estos vencedores, ebrios de sangre y hartos de carnicería, perdonar a las mujeres y hasta protegerlas?
Un tribunal de guerra compuesto de federados bretones o de marselleses, es decir, de vencedores, era, por lo tanto, la salvación de los prisioneros; y la prueba de que era una medida de clemencia fue que el ayuntamiento la rechazó.
Marat prefería la matanza, porque así se concluía antes.
¡Pedía cabezas, más cabezas, y siempre cabezas!
Su cifra, en vez de disminuir, aumentaba siempre: primeramente pidió cincuenta mil cabezas, después cien mil, luego doscientas mil, y al fin exigió doscientas setenta y tres mil.
¿Cómo hacía aquella cuenta tan extraña? ¿Por qué aquella fracción tan extravagante?
Marat se hubiera visto muy apurado para decirlo.
Pidió la matanza; a esto se redujo todo, y la matanza se organizó.
Por esto Danton no volvió a poner los pies en el ayuntamiento, alegando que sus trabajos de ministro no le permitían atender a otra cosa.
¿Qué hace la municipalidad?
Envía diputaciones a la Asamblea.
El día 16 se reciben tres, una tras otra.
El día 17 se presenta una nueva.
«El pueblo —dice— pierde la paciencia porque no se ha vengado. ¡Temed que se haga justicia por sí propio! Esta noche, a las doce, resonará la campana de alarma. Se necesita un tribunal del crimen en las Tullerías, y un juez para cada sección. ¡Luis XVI y María Antonieta querían sangre; ahora verán correr la de sus satélites!».
Aquella audacia, aquella presión, hace saltar a dos hombres, el jacobino Chaudieu y el dantonista[56] Thuriot.
—Los que quieren pedir aquí la matanza —dice Chaudieu— no son amigos del pueblo, sino aduladores. ¡Se quiere una inquisición y yo resistiré hasta la muerte!
—¡Queréis deshonrar a la Revolución —grita Thuriot—, la Revolución no es siempre de Francia, sino de la humanidad entera!
Después de las peticiones vienen las amenazas.
Los individuos de las secciones entran a su vez y dicen:
—Si dentro de dos o tres horas no se nombra el director del jurado, y los individuos de este no se hallan en estado de obrar, ocurrirán grandes desgracias en París.
A esta última amenaza, la Asamblea se vio en la precisión de obedecer, y votó la creación de un tribunal extraordinario.
El 17 se había hecho la demanda.
El 19 estaba ya formado el tribunal; instalábase el día 20 y condenaba a muerte a un realista.
El 21 por la noche, el condenado de la víspera había sido ejecutado, a la luz de las hachas, en la plaza del Carrousel.
Por lo demás, aquella primera ejecución fue terrible, tanto que el mismo verdugo no pudo resistir.
En el momento de mostrar al pueblo la cabeza de aquella primera víctima, que debía abrir tan ancho camino a las fúnebres carretas, profirió un grito, dejó rodar la cabeza por el suelo y cayó de espaldas.
Sus ayudantes le recogieron: había muerto.