Capítulo CLX

Es imposible formarse idea de la devastación que presentaban las Tullerías.

La sangre corría por las habitaciones, deslizándose como una cascada a lo largo de las escaleras, y aún se veían algunos cadáveres.

Andrea hizo como los demás que buscaban: cogió un hacha y fue a mirar un cadáver tras otro.

Y mirándolos se dirigía hacia las habitaciones de la reina y del rey.

Pitou la seguía siempre.

Allí, como en los demás aposentos, buscó inútilmente, y entonces se mostró indecisa, no sabiendo ya hacia dónde dirigirse.

Pitou, notando su vacilación, se acercó a ella.

—¡Ay de mí —exclamó—, bien sospecho lo que la señora condesa busca!

Andrea se volvió.

—Si la señora me necesitase…

—¡El señor Pitou! —exclamó Andrea.

—Para serviros, señora.

—¡Oh!, sí, sí —contestó la condesa—, os necesito mucho.

Y acercándose a él, cogióle ambas manos y añadió:

—¿Sabéis qué ha sido del conde de Charny?

—No, señora —contestó Pitou—, pero puedo ayudaros a buscarle.

—Alguno hay —replicó Andrea— que nos diría muy pronto si está vivo o muerto.

—¿Quién es, señora condesa? —preguntó Pitou.

—La reina.

—¿Sabéis dónde se halla la reina?

—Creo que en la Asamblea, y aún tengo la esperanza de que el señor de Charny esté con ella.

—¡Oh!, sí, sí —dijo Pitou, confiando también que así fuera, por compasión a la viuda—. ¿Queréis venir a la Asamblea?

—Pero si no me dejan entrar…

—Yo me encargo de que os abran la puerta.

—¡Pues vamos allá!

Andrea arrojó lejos de sí el hacha, a riesgo de prender fuego a las Tullerías; pero ¿qué le importaba el palacio en su profunda desesperación?

Andrea conocía el interior del edificio por haberle habitado; bajó por una escalerilla de servicio que conducía al entresuelo, y desde aquí al gran vestíbulo, y de este modo, sin volver a pasar por todas aquellas habitaciones ensangrentadas, Pitou se encontró en el puesto de guardia del Reloj.

Allí estaba Maniquet.

—Y ¿qué hay de tu condesa? —preguntó a Pitou.

—Espera encontrar a su esposo en la Asamblea, y allá vamos.

Y añadió en voz baja:

—Como podríamos encontrar al conde muerto, envíame a la puerta de los Fuldenses cuatro buenos mozos, con los cuales pueda contar para defender un cadáver de aristócrata como si fuera el de un patriota.

—Está bien; vete con tu condesa, que ya te enviaré los hombres.

Andrea esperaba de pie en la puerta del jardín, donde se había puesto un centinela, y como este se hallaba allí de orden de Pitou, naturalmente la dejó pasar.

El jardín del palacio se había iluminado con hachas colocadas de trecho en trecho, y particularmente en los pedestales de las estatuas.

Atendido que hacía tanto calor como durante el día, y que apenas una brisa nocturna agitaba las hojas de los árboles, la luz de las hachas subía casi inmóvil, semejante a las lanzas de fuego, e iluminaba a lo lejos, no tan sólo las partes del jardín descubiertas y cultivadas, sino también, bajo los árboles, los cadáveres diseminados acá y allá.

Pero Andrea estaba ahora tan convencida de que solamente en la Asamblea obtendría noticias de su esposo, que avanzaba en línea recta sin torcer a la derecha ni a la izquierda.

Pronto se llegó a los Fuldenses.

Hacía una hora que la familia real había salido de la Asamblea, y como ya se ha visto, estaba en las habitaciones provisionales que se le habían preparado.

Para llegar hasta el rey y la reina había dos obstáculos: en primer lugar, el de los centinelas que vigilaban fuera, y en segundo, el de los caballeros que vigilaban dentro.

Pitou, capitán de la guardia nacional, comandante del puesto de las Tullerías, tenía el santo y seña, y de consiguiente, la posibilidad de conducir a Andrea hasta la antecámara de los caballeros.

Después, Andrea solicitaría que la permitiesen ver a la reina.

Ya sabemos cómo estaban dispuestas las habitaciones ocupadas por la familia real; hemos dado a conocer la desesperación de la reina, y hemos dicho cómo al entrar en aquel reducido aposento, cuyas paredes estaban revestidas de papel verde, se arrojó en el lecho, mordiendo el almohadón entre sus sollozos y lágrimas.

¡Ciertamente, la que perdía un trono, la libertad, y la vida tal vez, sufría demasiada pérdida para que se extrañase su desesperación, y para que se fuese a buscar, detrás de esas grandes humillaciones, qué dolor más vivo aún arrancaba las lágrimas de sus ojos y los sollozos de su pecho!

Por el sentimiento de respeto que inspiraba aquel supremo dolor, se había dejado sola a la reina en los primeros momentos.

María Antonieta oyó abrir y cerrar la puerta de su habitación que comunicaba con la del rey, pero no se volvió; y aunque le pareciese después que alguien se acercaba a su lecho, permaneció con la cabeza oculta en su almohadón.

Pero de repente saltó como si una serpiente la hubiese mordido.

Una voz bien conocida había pronunciado esta única palabra: «¡Señora!».

—¡Andrea! —exclamó la reina irguiéndose apoyada sobre el codo—, ¿qué queréis?

—Lo mismo que Dios quería de Caín, cuando le preguntó: «¿Qué has hecho de tu hermano, Caín?».

—Con la diferencia —contestó la reina— de que Caín había matado a su hermano; mientras que yo… ¡oh!, yo hubiera dado no solamente mi vida, sino diez existencias, si las hubiera tenido, para salvar la suya.

Andrea vaciló; un sudor frío bañó sus sienes, y sus dientes castañetearon.

—¿Conque le han matado? —preguntó haciendo un esfuerzo supremo.

La reina miró a Andrea.

—¿Creéis, acaso, que es mi corona lo que lloro? —preguntó.

Y mostrando sus pies ensangrentados, añadió después:

—¿Creéis que si esa sangre fuese mía no me habría ya lavado los pies?

Una palidez lívida cubrió las mejillas de Andrea.

—Y ¿sabéis dónde está su cuerpo? —preguntó.

—Que me dejen salir, y os conduciré al sitio donde se halla —contestó la reina.

—Voy a esperaros en la escalera, señora —dijo la condesa.

Y salió.

Pitou esperaba en la puerta.

—Señor Pitou —dijo Andrea—, una de mis amigas me conducirá ahora al lugar donde se halla el cadáver de mi esposo; es una de las damas de la reina. ¿Podrá acompañarme?

—Ya sabéis que si sale —contestó Pitou— es con la condición de volver a traerla al sitio donde ahora está.

—La traeréis —dijo Andrea.

—Muy bien.

Y volviéndose hacia el centinela, le dijo:

—Compañero, una dama de la reina saldrá ahora para ir a buscar con nosotros el cadáver de un valeroso oficial, de quien esta señora es viuda. Respondo de ella con mi cabeza.

—Basta, capitán —contestó el centinela.

Al mismo tiempo la puerta de la antecámara se abrió, y la reina se presentó cubierta con un velo.

Bajaron la escalera, la reina delante, y Andrea y Pitou detrás.

Después de una sesión de veintisiete horas, la Asamblea acababa de evacuar la sala, aquella sala inmensa donde tantos acontecimientos se habían acumulado en aquel espacio de tiempo, y que ahora estaba muda y sombría como un sepulcro.

—¡Dadme una luz! —dijo la reina.

Pitou recogió una hacha apagada, la encendió y entregósela a la reina, que continuó su marcha.

Al pasar por delante de la puerta de entrada, María Antonieta la señaló con su hacha.

—¡He ahí la puerta dónde le mataron! —dijo.

Andrea no contestó; hubiérase dicho que era un espectro siguiendo a la que le invocaba.

Al llegar al corredor, la reina acercó su hacha al suelo.

—¡He ahí su sangre! —dijo.

Andrea permaneció muda.

La reina avanzó hasta una especie de gabinete situado frente a la tribuna de El Logógrafo, abrió la puerta de aquel, e iluminando el interior con su hacha, murmuró:

—¡He ahí su cadáver!

Muda siempre, Andrea entró en el gabinete, sentóse en el suelo, y haciendo un esfuerzo colocó la cabeza de Oliverio sobre sus rodillas.

—Gracias, señora —dijo—, esto es todo cuanto tenía que pediros.

—Pero yo —replicó la reina— he de pediros otra cosa.

—Decid.

—¿Me perdonáis?

Siguió una pausa como si Andrea vacilase.

—¡Sí —contestó al fin—, porque mañana reposaré junto a él!

La reina sacó de su seno unas tijeras de oro, que había ocultado como se oculta un puñal, a fin de servirse de ellas contra sí misma en un extremo peligro.

—Entonces… —dijo, casi suplicante, presentando las tijeras a Andrea.

Esta última las tomó, cortó un rizo de cabellos de la cabeza del cadáver, y después devolvió a la reina las tijeras y el rizo.

María Antonieta cogió la mano de Andrea y la besó.

La condesa profirió un grito, retirando al punto su mano, como si los labios de la reina hubieran sido un hierro candente.

—¡Ah! —murmuró la reina, fijando en el cadáver la última mirada—, ¿quién podrá decir cuál de nosotras dos le amaba más?…

—¡Oh, mi querido Oliverio —murmuró Andrea—, espero que ahora sabrás que yo soy quién más te amaba!

La reina se dirigía ya hacia su habitación, dejando a la condesa en el gabinete con el cadáver de su esposo, en el cual se fijaba un pálido rayo de la luna como una mirada amiga, penetrando por una pequeña ventana.

Pitou acompañó a María Antonieta sin saber quién era, y la vio entrar en su habitación; después, libre de su responsabilidad respecto al centinela, salió al terrado para ver si estaban allí los cuatro hombres pedidos a Desiré Meniquet.

Los cuatro habían llegado ya.

—¡Venid! —les dijo Pitou.

Cuando estuvieron dentro, el joven capitán, sirviéndose del hacha que había tomado de maños de la reina, los condujo hasta el gabinete donde Andrea, siempre sentada, miraba a la luz de aquel rayo de luna el rostro pálido, pero siempre bello, de su esposo.

El resplandor de la antorcha hizo levantar los ojos a la condesa.

—¿Qué deseáis? —preguntó a Pitou y sus hombres, como si temiera que aquellos desconocidos trataran de llevarse el cadáver amado.

—Señora —contestó Pitou—, venimos a buscar el cuerpo del señor de Charny, para llevarle a la calle de Coq-Héron.

—¿Me juráis que es para eso? —preguntó Andrea.

Pitou extendió la mano sobre el cadáver con una dignidad de que se le hubiera creído incapaz.

—Os lo juro, señora —contestó.

—Entonces —replicó Andrea— os doy gracias, y pediré a Dios en mi última hora os libre a vos y a los vuestros de los dolores con que me agobia…

Los cuatro hombres recogieron el cadáver, le colocaron sobre sus fusiles, y Pitou, con sable desenvainado, se colocó a la cabeza del fúnebre cortejo.

Andrea iba al lado, llevando cogida la mano helada y ya rígida del conde.

Llegados a la calle de Coq-Héron, se depositó el cadáver en el lecho de Andrea, la cual, volviéndose a los cuatro hombres, les dijo:

—Recibid las bendiciones de una mujer que mañana rogará a Dios por vosotros desde el cielo.

Y volviéndose a Pitou, añadió:

—Os debo más de lo que podría pagaros; pero quisiera contar con vos para el último servicio.

—Ordenad, señora —contestó Pitou.

—Haced de modo que mañana a las ocho esté aquí el doctor Gilberto.

Pitou saludó y salió.

Al volver la cabeza, vio que Andrea se arrodillaba delante del lecho como ante un altar.

En el momento en que franqueaba la puerta de la calle, daban las tres en el reloj de la iglesia de San Eustaquio.