El resplandor de las hachas, cuando se pasó por delante del Carrousel, de la calle de San Honorato y de los malecones del Sena, iluminó un tristísimo espectáculo.
En efecto, la lucha material se había terminado; pero el combate continuaba aún en los corazones, porque en estos sobrevivían el odio y la desesperación.
En los relatos contemporáneos, y sobre todo en la historia realista, se ha lamentado profundamente, como estamos dispuestos a hacerlo nosotros mismos, la suerte de las augustas personas de cuyas sienes arrancaba la corona aquella jornada terrible. Se han hecho elogios del valor, la disciplina y la fidelidad de los suizos y de los caballeros, y se han contado las gotas de sangre derramada; pero no los cadáveres del pueblo, las lágrimas de las madres, de los hermanos, de las viudas, de los hijos…
Digamos algo nosotros.
Para Dios, que permite en su profunda sabiduría los acontecimientos, la sangre es sangre y las lágrimas son lágrimas, sean de quien fueren.
El número de muertos era mucho más considerable en la gente del pueblo que en los suizos y los caballeros.
Veamos si no lo que dice el autor de la Historia de la revolución del 10 de agosto, el mismo Peltier, realista como el que más:
«La jornada del 10 de agosto costó a la humanidad unos setecientos soldados y veintidós oficiales; veinte guardias nacionales realistas; quinientos federados; tres comandantes; cuarenta gendarmes; más de cien personas del servicio de la casa real; doscientos hombres muertos por robo[55]; los novecientos ciudadanos asesinados en los Fuldenses; el señor de Clermont-d’Amboise, y cerca de tres mil individuos del pueblo muertos en el Carrousel, en el jardín de las Tullerías y en la plaza de Luis XV; un total de cerca de cuatro mil seiscientos hombres».
Y se comprende muy bien; hemos visto las precauciones que se tomaron para fortificar las Tullerías; los suizos en general disparaban al abrigo de buenas paredes, y los que atacaban, por el contrario, no tenían sino sus pechos para recibir las balas.
Tenemos, pues, que, sin contar los doscientos fusilados por ladrones, habían perecido tres mil quinientos insurrectos, lo cual supone, por lo menos, otros tantos heridos; el historiador de la revolución del 10 de agosto no cuenta sino los muertos.
Muchos de estos tres mil quinientos hombres —supongamos la mitad— eran casados, pobres padres de familia a quienes había llevado al combate una miseria insoportable, con la primera arma que se les venía a la mano, y a veces sin ninguna; padres de familia que, para ir a buscar la muerte, habían dejado en sus desvanes hijos hambrientos y mujeres desesperadas.
Y esta muerte la habían hallado, ya en el Carrousel, donde había comenzado el fuego, ya en los aposentos, donde continuaba el combate, o ya en el jardín, donde concluyó.
Desde las tres de la tarde a las nueve de la noche, se había levantado de prisa y conducido al cementerio de la Magdalena a todo soldado con uniforme.
Respecto a los cadáveres de gente del pueblo, era otra cosa: carros enormes los iban recogiendo y llevando a sus barrios; casi todos eran del arrabal de San Antonio o del de San Marcial.
Particularmente en la plaza de la Bastilla, en la del Arsenal y en la de Mauber o la del Panteón, los colocaban unos junto a otros.
Cada vez que uno de esos carros, rodando pesadamente y dejando una huella de sangre en su transcurso, entraba en uno de esos barrios, la turba de madres, de mujeres, de hermanos, de hijos, le rodeaba con mortal angustia. Luego, a medida que se hacía el reconocimiento entre la vida y la muerte, resonaban espantosos gritos, sollozos y amenazas. Eran maldiciones inauditas y desconocidas que se elevaban como bandadas de aves nocturnas y de mal agüero, agitaban en la oscuridad sus negras alas y volaban plañideras y horribles hacia las funestas Tullerías. Todo esto se cernía, como las bandadas de cuervos en los campos de batalla, sobre el rey, la reina, la corte, la camarilla austríaca que le rodeaba y los nobles que le aconsejaban; los unos se prometían la venganza del porvenir, y la tomaron el 2 de septiembre y el 21 de enero; los otros volvían a coger una pica, un sable, un fusil, y ebrios, por la sangre que sus ojos acababan de ver, volvían a entrar en París para matar. Pero ¿a quién? ¡A todos los suizos que aún encontrasen, a todos los nobles, a la corte toda, al rey y a la reina, si los hubieran hallado!
Por más que se les decía: «Pero matando al rey y a la reina, dejáis niños huérfanos; matando a los nobles, dejáis viudas y desamparadas a hermanas inocentes»…, mujeres, hermanas y niños, contestaban: «¡Nosotras también somos viudas; nosotras también somos hermanas de luto; nosotros también somos huérfanos!». Y con el corazón lleno de sollozos iban a la Asamblea, iban a la Abadía, y golpeando las puertas con la cabeza, gritaban: «¡Venganza, venganza!».
Era un espectáculo terrible el de aquellas Tullerías ensangrentadas, humeantes, abandonadas, sin más que los cadáveres y tres o cuatro cuerpos de guardia que cuidaban de que, bajo pretexto de reconocer los muertos, no viniesen visitantes nocturnos a saquear la mansión real, con las puertas hundidas y las ventanas rotas.
Había un retén en cada entrada y al pie de cada escalera.
El piquete del pabellón del Reloj, es decir, de la escalera mayor, estaba mandado por un joven capitán de la guardia nacional, a quien sin duda inspiraba mucha compasión tal desastre, a juzgar por la expresión de su fisonomía a cada carretón de muertos que se llevaban, por decirlo así, bajo su mando e inspección; pero no parecían hacer más efecto en él que en el rey los acontecimientos terribles que a su vista se habían consumado, pues a eso de las once se ocupó en satisfacer su voraz apetito. Tenía un pan de cuatro libras debajo del brazo izquierdo, mientras que su mano derecha, provista de un cuchillo, cortaba de continuo sendas rebanadas que se llevaba a la boca, la cual se ensanchaba a medida del pedazo que estaba obligada a recibir.
Apoyado en una de las columnas de la entrada, miraba pasar, como sombras aquellas taciturnas procesiones de madres, de esposas e hijas que, alumbradas con hachas colocadas de trecho en trecho, venían a pedir al volcán apagado los cadáveres de sus padres, de sus maridos y de sus hijos.
De repente, a la vista de una especie de sombra medio velada, el joven capitán se estremeció.
—¡La señora condesa de Charny!… —murmuró.
La sombra pasó sin oír y sin detenerse.
El joven capitán hizo una seña a su teniente.
Este se aproximó.
—Desiré —le dijo—, he aquí una pobre señora conocida del señor Gilberto, que sin duda alguna viene a buscar a su esposo entre los muertos; es menester que yo la siga, para el caso en que tenga necesidad de noticias o de socorro. Te dejo el mando del piquete; ten mucho cuidado, como si estuviéramos los dos.
—¡Vaya! —contestó el teniente, a quien había llamado el capitán con el nombre de Desiré, y al que añadiremos nosotros el apellido de Maniquet—, tu dama tiene aire de ser una gran señora.
—Y lo es en efecto —contestó el capitán—, es una condesa.
—Vete, pues, yo vigilaré por los dos.
La condesa se había ocultado ya tras el primer ángulo de la escalera, cuando el capitán, separándose de su columna, comenzó a seguirla a la distancia respetuosa de unos quince pasos.
No se equivocaba; la pobre Andrea venía, en efecto, a buscar a su marido, pero no con las emociones ansiosas de la duda, sino con el sombrío convencimiento de la desesperación.
Cuando al despertar en medio de su alegría y felicidad, al oír el eco de los acontecimientos de Taris, Charny, pálido, pero resuelto, vino a decir a su esposa:
—Querida Andrea, el rey de Francia corre peligro de muerte, y necesita todos sus defensores. ¿Qué he de hacer?
Andrea le contestó:
—Ir a donde te llama tu deber, Oliverio mío, y si preciso fuese, morir por el rey.
—Pero ¿y tú? —replicó Charny.
—¡Oh!, yo —contestó Andrea—, no te cuides de mí. Como no he vivido sino por ti, Dios querrá que muera contigo.
Y entonces todo quedó convenido entre tan generosos como grandes corazones, no se volvió a hablar más de ello: se enviaron a buscar los caballos de posta, Charny marchó, y cinco horas más tarde se apeaba en su casa de la calle de Coq-Héron.
Media hora después, como hemos visto, Charny, en el momento en que Gilberto, contando con su influencia, iba a escribirle que viniese a París, Charny, vestido con su uniforme de oficial de marina, se presentó ante la reina.
Ya sabemos que no la abandonó un solo instante desde entonces.
Andrea quedó sola con sus criadas, encerrada y orando; le había ocurrido un instante el pensamiento de imitar la abnegación de su esposo e ir a pedir su puesto cerca de la reina, como el conde lo hacía cerca del rey; pero no tuvo bastante valor para determinarse.
Había transcurrido la jornada del día 9 con mil angustias para ella, pero sin que se le anunciara nada de cierto.
El 10, a eso de las nueve, pudo oír por las ventanas de sus jardines resonar los primeros estampidos de los cañones.
Es inútil decir que cada cañonazo hacía vibrar hasta la fibra más íntima de su corazón.
Hacia las dos de la tarde oyó cesar hasta el fuego de fusilería.
Pero ¿era el pueblo vencido o vencedor?
Se informó: el pueblo era el vencedor.
¿Qué había sido de Charny en lucha tan terrible? Conocíale muy bien y sabía que habría tomado buena parte en el combate.
Volvió a preguntar, y se le dijo que casi todos los suizos habían quedado muertos o asesinados; pero en salvo casi todos los caballeros.
Esperó, pues.
Charny podría volver bajo un disfraz cualquiera… Charny podía tener necesidad de huir sin tardanza; hizo, pues, poner los tiros del coche, y que los caballos tomasen pienso allí mismo.
Caballos y coche esperaban a su amo; pero Andrea, por más peligros que corriese Charny, sabía muy bien que no se iría sin ella.
Hizo abrir las puertas para que nada pudiese retardar la fuga de su esposo, si este huía, y continuó esperando.
Las horas transcurrían.
—¡Pero si se hubiese escondido en alguna parte! —decíase Andrea—. Entonces esperará la noche para salir…; aguardemos hasta la noche.
La noche llegó, sin que Charny se presentase.
En agosto, la noche tarda en llegar.
Eran ya las seis, y Andrea perdió toda esperanza; cubrió con un velo su cabeza y salió.
A lo largo del camino encontró grupos de mujeres retorciéndose las manos, y turbas de hombres que pasaban gritando: «¡Venganza!».
Andrea pasó por en medio de unos y otros: el dolor de aquellos, la rabia de estos, la libraron de ser reconocida; en aquel día perseguíase a los hombres, no a las mujeres.
De una y otra parte, las mujeres no hacían más que llorar.
Andrea llegó a la plaza del Carrousel y oyó la proclamación de los decretos de la Asamblea nacional.
El rey y la reina estaban bajo la salvaguardia de la Asamblea; he aquí todo lo que había podido comprender.
Vio alejarse dos o tres carros de muertos, y preguntó qué llevaban.
Se le contestó que eran cadáveres recogidos en la plaza del Carrousel y el patio Real. Aún se estaba en este punto de la conducción de cadáveres.
Andrea pensó muy bien que no debía haber combatido Charny ni en el Carrousel ni en el Patio Real, sino en la puerta de la habitación del rey o de la reina.
Franqueó, pues, el patio Real, pasó el gran vestíbulo y subió la escalera.
En este momento fue cuando Pitou, que en calidad de capitán mandaba la guardia, la vio, la reconoció, y la siguió dispuesto a protegerla.