El pueblo había entrado en el palacio como se entra en la guarida de una fiera, y revelaba sus sentimientos por sus gritos: «¡Muerte al lobo, muerte a la loba, muerte al lobezno!».
Si hubiese encontrado al rey, a la reina y al delfín, seguramente que sin vacilar, y creyendo hacer justicia, habría cortado sus cabezas al punto.
¡Confesemos que hubiera sido una felicidad para ellos!
A falta de las personas a quienes perseguían con sus gritos, buscándolas hasta en los armarios, detrás de los tapices y debajo de las camas, los vencedores quisieron vengarse en todo, así en las cosas como en los hombres; no contentos con matar, destrozaron, con la misma impasibilidad, aquellas paredes entre las cuales se decretaron la San Bartolomé y la matanza del Campo de Marte, atrayendo terribles venganzas.
Bien se ve que no sinceramos al pueblo; muy lejos de ello, se le presenta sanguinario, como lo era; pero apresurémonos a decir que si los vencedores salieron con las manos enrojecidas por la sangre, en cambio las llevaban vacías.
Peltier, a quien no se puede acusar de parcialidad en favor de los patriotas, refiere que un mercader de vino, llamado Mallet, llevó a la Asamblea ciento sesenta y tres luises de oro, encontrados en un sacerdote a quien se dio muerte en el palacio; que veinticinco descamisados presentaron una maleta llena de vajilla del rey; que un combatiente arrojó una cruz de San Luis en la mesa presidencial; otro el reloj de un suizo; otro un rollo de asignados; otro un saco de escudos; otro varias alhajas y diamantes; y otro, en fin, un cofrecillo perteneciente a la reina, conteniendo mil quinientos luises.
«Y la Asamblea —añade irónicamente el historiador, sin sospechar que hace de todos aquellos hombres un magnífico elogio—, la Asamblea expresó su sentimiento por no conocer los nombres de los modestos ciudadanos que habían ido a entregar fielmente en su seno los tesoros robados al rey».
Nosotros no lisonjeamos al pueblo; sabemos que es el más ingrato, el más caprichoso y el más inconstante de todos los amos, y por lo tanto daremos a conocer sus crímenes lo mismo que sus virtudes.
Aquel día fue cruel; se enrojeció las manos con delicia; aquel día arrojó caballeros vivos por las ventanas; mutiló suizos muertos o moribundos en las escaleras; arrancó de los pechos corazones para estrujarlos en las manos como si fueran esponjas; cortó cabezas, elevándolas luego en la punta de las picas; y aquel día, en fin, el pueblo que se creía deshonrado por robar un reloj o una cruz de San Luis, se entregó a todos los sombríos placeres de la venganza y la crueldad.
Y sin embargo, en medio de aquella matanza, de aquella profanación de los muertos, algunas veces, así como el león harto, hacía gracia.
Las señoras de Tarento, de la Roche-Aymon, de Ginestous y la señorita Paulina de Tourzel, habían quedado en las Tullerías abandonadas por la reina, y hallábanse en la habitación misma de María Antonieta. Tomado el palacio, oyeron los gritos de los moribundos, las amenazas de los vencedores y los pasos que se acercaban a ellas, precipitados y terribles.
La señora de Tarento abrió la puerta.
—Entrad; aquí no hay más que mujeres.
Los vencedores entraron con sus fusiles humeantes y sus sables ensangrentados en la mano.
Las mujeres cayeron de rodillas.
Los asesinos levantaban ya el cuchillo sobre ellas, llamándolas consejeras de la señora Veto, confidentes de la austríaca; pero un hombre de luenga barba, enviado por Pétion, gritó desde el umbral de la puerta:
—¡Gracia a las mujeres; no deshonréis a la nación!
Y se hizo gracia.
La señora Campan, a quien la reina había dicho: «Esperadme; pronto vuelvo, u os enviaré a buscar para que nos reunamos… Dios sabe dónde», esperaba en su habitación el regreso o la vuelta de la reina.
La misma dama refiere que había perdido completamente la cabeza en medio de aquel horrible tumulto, y que no viendo a su hermana, oculta detrás de algún cortinaje o de algún mueble, creyó que la encontraría en una habitación del entresuelo, y bajó rápidamente para buscarla; pero allí no vio más que dos camareras y una especie de gigante que era volante de la reina.
Al ver aquel hombre, la señora de Campan comprendió que el peligro era para él y no para ella.
—¡Huid —gritó—, huid, desgraciado! ¡Los criados están lejos ya… huid, que aún es tiempo!
Pero el hombre trataba de levantarse y volvía a caer, exclamando con voz plañidera:
—¡Ay de mí, no puedo, estoy muerto de terror!
Apenas pronunciadas estas palabras, un grupo de hombres ebrios, furiosos y ensangrentados, apareció en el umbral de la puerta, precipitóse contra el volante y le hizo pedazos.
La señora Campan y las dos mujeres huyeron por una escalerilla de servicio.
Algunos asesinos, viendo que las tres mujeres huían, precipitáronse en su persecución y muy pronto las alcanzaron.
Las dos camareras, que habían caído de rodillas, empuñaban suplicantes las hojas de los sables.
La señora de Campan, detenida en su carrera, sintió una mano furiosa caer sobre su hombro para cogerla por el vestido; veía como un relámpago mortal la hoja de un sable brillando sobre su cabeza, y medía, en fin, aquel corto instante que separa la vida de la muerte, y que por corto que sea contiene, sin embargo, todo un mundo de recuerdos, cuando desde el pie da la escalera subió una voz de acento imperioso:
—¿Qué hacéis ahí? —preguntó.
—¿Qué hay? —contestó el asesino.
—¡Es que no se mata a las mujeres, entendedlo bien! —replicó la voz desde abajo.
La señora Campan estaba de rodillas; el sable amenazaba su cabeza y ya presentía el dolor que iba a sufrir.
—¡Levántate, pícara —le dijo su verdugo—; la nación te perdona!
¿Qué hacía entretanto el rey en la tribuna de El Logógrafo?
El rey tenía apetito y pedía su comida. Le llevaron pan, vino, un pollo, fiambres y frutas.
Como todos los príncipes de la casa de Borbón, como Enrique IV y Luis XIV, el rey comía mucho; detrás de las emociones de su alma, rara vez reveladas por su rostro, de fibras blandas, velaban incesantemente las dos grandes exigencias del cuerpo, el sueño y el hambre; ya le hemos visto obligado a dormir en el palacio, y ahora le vemos obligado a comer en la Asamblea.
El rey partió su pan y trinchó el pollo como en un día de caza, sin cuidarse en lo más mínimo de los ojos que le miraban.
Entre estos ojos había dos que se abrasaban porque no podían llorar: eran los de la reina.
Lo había rehusado todo; la desesperación era su alimento.
Parecíale que, con los pies en aquella sangre preciosa de Charny, hubiera podido permanecer allí eternamente y vivir como una flor de las tumbas, sin más alimento que el que recibía de la muerte.
¡Había sufrido mucho al volver de Varennes; había sufrido mucho durante su cautividad en las Tullerías, así como en la noche y el día que acababan de transcurrir; pero tal vez no sufrió tanto como al mirar al rey cuando comía!
Y sin embargo, la situación era bastante grave para privar del apetito a cualquier otro hombre menos a Luis XVI.
La Asamblea, a la que el rey había ido a pedir protección, hubiera necesitado esta para sí propia, y no se le ocultaba su debilidad.
Por la mañana había querido evitar el asesinato de Suleau, y no le fue posible.
A las dos quiso impedir la matanza de los suizos, y tampoco lo consiguió.
Ahora se veía amenazada ella misma por una multitud exasperada que gritaba: «¡La proscripción, la proscripción!».
Acto continuo se formó una comisión.
Vergniaud, que formaba parte de ella, dio la presidencia a Guadet, a fin de que el poder no saliese de manos de la Gironda.
El debate de los diputados fue corto; se deliberaba en cierto modo, oyendo el eco ruidoso del fuego de fusilería y del cañón.
Vergniaud fue quien, tomando la pluma, redactó el acta de suspensión provisional del rey.
Volvió a la Asamblea triste y abatido, sin ocultar sus sentimientos, porque era la última prueba que daba al rey de su respeto a la monarquía, y al huésped de su respeto a la hospitalidad.
«Señores —dijo—, vengo en nombre de la comisión extraordinaria para presentaros una medida muy rigurosa; pero me atengo al dolor de que estáis penetrados para considerar hasta qué punto importa para la salvación de la patria que la adoptéis.
»La Asamblea nacional, considerando que los peligros de la patria han llegado a su colmo; que los males que aquejan al imperio provienen principalmente de las desconfianzas que infunde la conducta del jefe del poder ejecutivo en una guerra emprendida en su nombre contra la Constitución y contra la independencia nacional; y que estas desconfianzas provocan en todos los puntos del imperio el deseo de que se revoque la autoridad confiada a Luis XVI; considerando, no obstante, que el cuerpo legislativo no quiere acrecentar por ninguna usurpación su propia autoridad, ni puede conciliar su juramento a la Constitución y su firme voluntad de salvar la libertad sino haciendo un llamamiento a la soberanía del pueblo, decreta lo siguiente:
»Se invita al pueblo francés a formar una Convención nacional.
»El jefe del poder ejecutivo queda suspendido provisionalmente en sus funciones. Durante el día se propondrá un decreto para el nombramiento de un preceptor del príncipe real.
»Queda suspendido el pago de la lista civil.
»El rey y la familia real permanecerán en el recinto del cuerpo legislativo hasta que se restablezca la calma.
»El departamento hará preparar el Luxemburgo para su residencia bajo la custodia de los ciudadanos».
El rey escuchó este decreto con su impasibilidad ordinaria.
Después, inclinándose fuera de la tribuna de El Logógrafo, y dirigiéndose a Vergniaud cuando este volvió a ocupar la presidencia, le dijo:
—¿Sabéis que no es muy constitucional lo que acabáis de hacer?
—¡Es verdad, señor —contestó Vergniaud—, pero era el único medio de salvar vuestra vida, pues si no hubiéramos concedido la destitución, tomarían vuestra cabeza!
El rey hizo con los labios y los hombros un movimiento que significaba: «¡Es posible!». Y volvió a su sitio.
En aquel momento, el péndulo que estaba sobre su cabeza tocó horas.
El rey contó cada vibración, y al sonar la última, dijo:
—Las nueve.
El decreto de la Asamblea disponía que el rey y la familia real permanecieran en el recinto del cuerpo legislativo hasta que la calma se restableciese en París.
A las nueve, los inspectores de la sala fueron a buscar al rey y a la reina, a fin de conducirlos al alojamiento provisional preparado para ellos.
El rey hizo seña con la mano para que esperasen un instante.
En efecto; tratábase de un asunto que no dejaba de tener interés para él, se nombraba ministerio.
El ministro de la Guerra, el del Interior y el de Hacienda, estaban elegidos ya, y eran los mismos que el rey había dejado cesantes: Roland, Clavières y Servan.
Faltaba el de Justicia, el de Marina y el de Negocios extranjeros.
Danton fue nombrado para el primero; Monge para el segundo, y Lebrun para el tercero.
Pronunciado el nombre de este último, el rey se levantó y salió el primero diciendo:
—Vamos.
La reina le siguió; no había tomado nada desde su salida de las Tullerías, ni siquiera un vaso de agua.
Madame Isabel, el delfín, madame Royale, la princesa de Lamballe y la señora de Tourzel, formaban su cortejo.
La habitación que se había preparado para el rey, hallábase situada en el piso superior del antiguo monasterio de los Fuldenses; la habitaba el archivero Camus y se componía de cuatro aposentos.
En el primero, que en rigor no era más que una antecámara, los servidores del rey que se habían mantenido fieles a su mala fortuna, se detuvieron. Eran el príncipe de Poix, el barón d’Aubier, y los señores de Saint-Pardon, de Goguelat, de Chamillé y de Hue.
El rey guardó para sí la segunda cámara; la tercera se ofreció a la reina, siendo la única que estaba empapelada. Al entrar en ella, María Antonieta se arrojó en el lecho, mordiendo el almohadón y presa de un dolor, comparado con el cual debe ser muy poca cosa el que sufre el paciente en la rueda.
La cuarta habitación, por reducida que fuera, se destinó a madame Isabel, la princesa de Lamballe y la señora de Tourzel, que se acomodaron como pudieron.
La reina carecería de todo; no tenía dinero porque habían perdido su bolsa y su reloj en el tumulto que se produjo en la puerta de la Asamblea; y le faltaba ropa blanca, pues ya se comprenderá que no había traído nada de las Tullerías. Pidió veinticinco luises prestados a la hermana de la señora de Campan, y envió a pedir ropa blanca a la embajada de Inglaterra.
Por la noche, la Asamblea hizo proclamar, a la luz de las hachas en las calles de París, los decretos del día.