Hemos abandonado el palacio en el momento en que se abría por fuerza el vestíbulo, y cuando los suizos, rechazados de escalón en escalón, llegaban hasta las habitaciones del rey, mientras que una voz resonaba en las cámaras y en los corredores gritando: «¡Orden a los suizos para que depongan las armas!».
Este libro es probablemente el último que hacemos sobre aquella terrible época, y a medida que nuestro relato avanza, dejamos el terreno que acabamos de recorrer para no pisarle de nuevo jamás. Esto es lo que nos autoriza a dar cuenta con todos sus detalles de aquella suprema jornada, y creemos tener tanto más derecho para ello cuanto que escribimos sin ninguna prevención, sin odio alguno, sin idea preconcebida.
El lector ha entrado con nosotros hasta el patio Real, ha seguido a Billot en medio de las llamas y del humo, y le ha visto subir con Pitou, espectro ensangrentado que había salido de entre los muertos, a la escalera en cuya parte superior le hemos dejado.
A partir de aquel momento las Tullerías estaban tomadas.
¿Quién era el sombrío genio que había presidido la victoria?
¡La cólera del pueblo!, se contestará.
Sin duda; pero ¿quién dirigió aquella cólera?
El hombre que apenas hemos citado, aquel oficial prusiano que montaba un caballito negro junto al gigantesco cuadrúpedo de Santerre, el alsaciano Westermann.
¿Quién era aquel hombre que, semejante al relámpago, no se dejaba ver sino en medio de la tempestad?
¡Uno de esos hombres que Dios tiene ocultos en el arsenal de sus cóleras, y que no saca de la oscuridad sino cuando le necesita, en la hora en que quiere castigar!
Se llama Westermann, el hombre del poniente.
En, efecto, aparece cuando la monarquía cae para no levantarse más.
¿Quién le ha inventado? ¿Quién, por ventura, le ha adivinado? ¿Quién fue el intermediario entre él y Dios?
¿Quién ha comprendido que al cervecero, especie de gigante de carne y hueso, se le debía dar un arma para esa lucha en que los Titanes debían destronar a Dios? ¿Quién ha completado a Geryon con Prometeo? ¿Quién completó a Santerre con Westermann? Danton.
¿Adónde fue el terrible tribuno a buscar aquel vencedor?
¿En una sentina, en un albañal, o en una prisión? En San Lázaro.
Westermann estaba acusado, no convicto —entendámonos bien— de haber hecho billetes falsos, y fue detenido preventivamente.
Danton necesitaba para el 10 de agosto un hombre que no pudiera retroceder, porque si lo hacía le esperaba el cadalso.
Danton tenía fija la mirada en el misterioso prisionero, y el día en que le necesitó, rompió cadenas y cerrojos con su mano poderosa, y le dijo: «¡Ven!».
La revolución consiste, no sólo, como ya he dicho, en poner arriba lo que está debajo, sino también en dar la libertad a los cautivos, dejando en la prisión a las personas libres, no sólo a estas, sino a los poderosos de la tierra, a los grandes, a los príncipes y a los reyes.
Sin duda en la seguridad de lo que iba a suceder, Danton pareció estar tan entorpecido durante los agitados días que precedieron a la sangrienta aurora del 10 de agosto.
En la víspera había sembrado el viento de la tormenta, y ya no debía inquietarse nada, porque estaba cierto de recoger la tempestad.
El viento fue Westermann, y la tempestad Santerre, aquella gigantesca personificación del pueblo.
Santerre no se dejó ver apenas aquel día; Westermann lo hizo todo y estuvo en todas partes.
Westermann fue quien dirigió el movimiento de unión del arrabal de San Marcial con el de San Antonio en el puente Nuevo; Westermann quien, montado en su caballito negro, apareció a la cabeza del ejército bajo el postigo del Carrousel; Westermann quien, como si se tratara de hacer abrir la puerta de un cuartel a un regimiento, terminada su etapa, fue a golpear con el puño de su espada la puerta de las Tullerías.
Hemos visto cómo aquella puerta se entreabrió; cómo los suizos habían cumplido heroicamente con su deber; cómo se habían batido en retirada sin huir; cómo fueron aniquilados sin ser vencidos; los hemos seguido, paso a paso, en la escalera, que llenaron con sus muertos, y ahora les seguiremos, paso a paso, en las Tullerías, que cubrirán de cadáveres.
En el momento de saberse que el rey acababa de salir del palacio, los dos o trescientos caballeros que habían ido a morir con su soberano, se reunieron en la sala de los guardias de la reina, para preguntarse si no hallándose allí ya el rey para morir con ellos, como lo había prometido, deberían sucumbir sin él.
Entonces acordaron ir también a la Asamblea para reunirse con el rey.
Reunieron a todos los suizos que fue posible encontrar, a una veintena de guardias nacionales, y en número, de quinientos hombres bajaron hacia el jardín.
El paso estaba cerrado por una verja llamada de la Reina; se quiso hacerla saltar, pero resistió.
Los más fuertes comenzaron a sacudir una barra, y consiguieron, por fin, romperla.
La abertura daba paso a la tropa; pero solamente de uno en uno.
Se estaba a treinta pasos de los batallones apostados en la verja del puente Real.
Dos soldados suizos salieron los primeros por el estrecho pasadizo; pero ambos fueron muertos antes de haber dado cuatro pasos.
Los demás pasaron sobre sus cadáveres.
La tropa fue acribillada a balazos; pero como los suizos llevaban sus brillantes uniformes, ofrecían más fácil blanco, y contra ellos se dirigieron de preferencia los tiros; por cada dos caballeros muertos y uno herido, cayeron sesenta o setenta suizos.
Los dos caballeros muertos eran los señores de Carteja y de Clermont d’Amboise; el caballero herido era el señor de Viomesnil.
Durante la marcha hacia la Asamblea nacional se pasó por delante de un cuerpo de guardia que se apoyaba en el terrado de la orilla del agua, debajo de los árboles.
La guardia salió e hizo fuego sobre los suizos, de los cuales cayeron ocho o diez hombres más.
El resto de la columna, que en la distancia de ochenta pasos, poco más o menos, había perdido otros tantos hombres, se dirigió hacia la escalera de los Fuldenses.
El señor de Choiseul los vio desde lejos, y, espada en mano, corriendo hacia ellos bajo el fuego de los cañones del puente Real y del puente giratorio, trató de reunirlos.
—¡A la Asamblea nacional! —gritó.
Y creyendo que le seguían los cuatrocientos hombres que aún quedaban, se precipitó en los corredores y a través de la escalera que conducía a la sala de sesiones.
En el último escalón encontraron a Merlín.
—¿Qué hacéis aquí con la espada en la mano, infeliz? —le preguntó el diputado.
El señor de Choiseul miró en torno suyo; estaba solo.
—Envainad vuestro acero, e id a reuniros con el rey —le dijo Merlín—; solamente yo os he visto.
¿Qué había sido de aquella tropa, de la que el señor de Choiseul se creía seguido?
Los cañonazos y el fuego de fusiles la habían hecho girar sobre un torbellino de hojarasca, persiguiéndola hasta el terrado del Invernadero.
Desde aquí los fugitivos se lanzaron a la plaza de Luis XV, dirigiéndose hacia el Guardamueble para ganar los bulevares o los Campos Elíseos.
El señor de Viomesnil, ocho o diez caballeros y cinco suizos se refugiaron en el palacio de la embajada de Venecia, situada en la calle de San Florentino, y cuya puerta vieron entornada. Esto les salvó.
El resto de la columna trataba de alcanzar los Campos Elíseos.
Dos cañonazos con metralla partieron del pie de la estatua de Luis XV, dividiendo la columna en tres partes.
La una huyó por el bulevar y encontró la gendarmería que llegaba con el batallón de las Capuchinas.
Los fugitivos se creyeron salvados; el señor de Viliers, antiguo ayudante mayor de gendarmería, corrió hacia uno de los jinetes con los brazos abiertos, gritando:
—¡A nosotros, amigos míos!
Pero el jinete sacó una pistola del arzón y la disparó a boca de jarro contra el que llegaba.
Al ver esto, treinta suizos y un caballero, en otro tiempo paje del rey, se precipitaron en el palacio de la Marina.
Allí se preguntaron qué se debería hacer.
Los treinta suizos acordaron rendirse, y al ver ocho descamisados, dejaron sus fusiles, gritando «¡Viva la nación!».
—¡Ah, traidores! —exclamaron los otros— os rendís porque os veis cogidos, y creéis que el grito de «¡Viva la nación!», os salvará; pero no hay cuartel.
Y al mismo tiempo dos suizos caen, uno herido con una pica, y el otro de un tiro.
En el acto se les corta la cabeza para ponerlas en la punta de las picas.
Furiosos los suizos al ver la muerte de sus dos compañeros, vuelven a coger sus fusiles y hacen fuego.
De los ocho descamisados, siete de ellos caen muertos o heridos.
Los suizos se lanzan entonces hacia la puerta para salvarse; pero encuéntranse frente a la boca de un cañón.
Entonces retroceden, pero el cañón avanza; todos se agrupan en un ángulo del patio; el cañón gira, vuelve su negra boca hacia donde se hallan, y hace fuego.
De veintiocho suizos, caen veintitrés.
Por fortuna, casi al mismo tiempo, y en el instante en que el humo ciega a los que acaban de disparar la pieza, una puerta se abre detrás de los cinco suizos y del expaje del rey que han quedado vivos.
Todos seis se precipitan por aquella puerta, que se cierra al punto; los patriotas no han visto aquella especie de trampa inglesa; creen haberlo matado todo, y se alejan arrastrando su cañón con gritos de triunfo.
El segundo grupo se componía de una treintena de soldados y de Caballeros; iba mandado por el señor Forestier de Saint-Venant, y al verse este cercado por todas partes al entrar en los Campos Elíseos, quiso por lo menos hacer pagar cara su vida. A la cabeza de sus treinta hombres, espada en mano y con bayoneta calada aquellos, atacó tres veces a todo un batallón agrupado al pie de la estatua, y en estas tres cargas perdió quince hombres.
Con los otros quince trató de pasar a través de un claro para ganar los Campos Elíseos; pero una descarga de fusilería le mató ocho hombres; los otros siete se dispersaron y fueron perseguidos por la gendarmería.
El señor de Saint-Venant estaba a punto de encontrar asilo en el café de los Embajadores, cuando un gendarme puso su caballo a galope, franqueó la zanja que separaba el paseo del camino, y de un pistoletazo dejó sin vida al infeliz comandante.
El tercer grupo, compuesto de sesenta hombres, había llegado a los Campes Elíseos y se dirigía a Courbevoie, por ese instinto que conduce a las palomas hacia el palomar y a las ovejas hacia el redil; en Courbevoie estaban los cuarteles.
Cercados por la gendarmería montada y por el pueblo, fueron conducidos al Ayuntamiento, donde se esperaba salvarlos; pero dos o tres mil furiosos acumulados en la plaza de Greve, arrancáronlos a su escolta y los degollaron.
El joven caballero Carlos d’Autichamp huía por la calle de la Escala, con una pistola en cada mano; dos hombres intentan detenerle y los mata; el populacho se apodera de él y le conduce a la plaza de Greve, para ejecutarle solemnemente. Mas por fortuna, se olvida registrarle; en vez de las pistolas inútiles que acaba de arrojar le queda un cuchillo, el cual abre sin que le vean, esperando el instante de servirse de él. En el momento de llegar a la casa de la Ciudad están asesinando a los sesenta suizos que acaban de llegar; este espectáculo distrae a los que le custodian; mata de dos puñaladas a los dos hombres que están a su lado, se desliza entre la multitud como una serpiente, y desaparece.
Los cien hombres que han conducido al rey a la Asamblea nacional, y que refugiados en los Fuldenses, fueron desarmados; los quinientos cuya historia acabamos de referir, y varios fugitivos aislados, como Carlos d’Autichamp, a quien hemos visto escapar de la muerte con tanta felicidad, son los únicos que han salido del palacio.
Los demás se han dejado matar en el vestíbulo, en las escaleras, en las habitaciones o en la capilla.
¡Novecientos cadáveres de suizos o de caballeros han quedado en el interior de las Tullerías!