Durante un momento —cuando la reina presenciaba la fuga de la vanguardia—, los suizos creyeron, sin duda, que acababan de habérselas con el ejército mismo, y que este se había dispersado.
Habían matado cuatrocientos hombres en el patio Real, ciento cincuenta o doscientos en el Carrousel, y habían cogido siete cañones.
En todo el espacio que la vista alcanzaba no aparecía un solo hombre que pudiera defenderse.
Tan sólo una batería aislada, dispuesta en el terrado de una casa, frente al cuerpo de guardia de los suizos, seguía haciendo fuego, sin que se pudiese apagar.
Sin embargo, como se creía haber dominado la insurrección, tratábase de adoptar medidas para dar fin de aquella batería, cuando de pronto se oyó resonar por el lado de los muelles el redoble de los tambores y el rumor producida por las ruedas de los cañones, mucho más lúgubre aún.
Aquel ejército era el que el rey había visto venir mientras estaba en la galería del Louvre mirando con un anteojo.
Al mismo tiempo comenzó a circular el rumor de que el rey había salido del castillo para ir a pedir protección a la Asamblea.
Difícil es decir el efecto que esta noticia produjo hasta en los realistas más fieles.
¡El rey, que había prometido morir en su trono, abandonaba su puesto pasándose al enemigo, o por lo menos se entregaba prisionero sin combatir!
Desde aquel momento los guardias nacionales se consideraron como relevados de su juramento, y retiráronse casi todos.
Algunos caballeros les siguieron, juzgando inútil dejarse matar por una causa que se confesaba perdida.
Solamente quedaban los suizos, sombríos y silenciosos, pero esclavos de la disciplina.
Desde lo alto del terrado del pabellón de Flora y por las ventanas de la galería del Louvre, se veía venir la gente de aquellos heroicos arrabales, a la que ningún ejército ha resistido jamás, y que en un día había derribado la Bastilla, aquella fortaleza que tenía los pies arraigados hacía cuatro siglos.
Los sitiadores tenían su plan: pensaban que el rey se hallaba en palacio y proponíanse cercar este, a fin de apoderarse de Luis XVI.
La columna que seguía el muelle de la orilla izquierda recibió, por lo tanto, orden de forzar la verja de la orilla del agua, y la que iba por la calle de San Honorato debía hundir la puerta de los Fuldenses, mientras que la de la orilla derecha, al mando de Westermann, que tenía a sus órdenes a Santerre y a Billot, atacaría de frente.
Esta última desembocó de improviso por todos los postigos del Carrousel cantando el Ca ira.
Los marselleses conducían la cabeza de la columna, llevando entre sus filas dos pequeños cañones de a cuatro cargados de metralla.
Doscientos suizos, poco más o menos, estaban formados en el Carrousel.
Los insurrectos avanzaron directamente hacia ellos, y en el instante en que los suizos inclinaban sus fusiles para hacer fuego, los revolucionarios descubrieron sus dos pequeños cañones y los dispararon.
Los soldados, después de hacer fuego, replegáronse inmediatamente sobre el palacio, dejando a su vez unos treinta hombres, entre muertos y heridos, en el patio del Carrousel.
Acto continuo los insurrectos, con los federales marselleses y bretones a la cabeza, cayeron sobre las Tullerías y apoderáronse de dos patios, el Real, situado en el centro, donde había tantos cadáveres, y el de los Príncipes, inmediato al pabellón de Flora y del muelle.
Billot había querido combatir allí donde Pitou fue muerto, pues al parecer le quedaba la esperanza de que el pobre joven no estaría más que herido, en cuyo caso correspondería, en el patio Real, al servicio que Pitou le prestó en el Campo de Marte.
Entró, pues, uno de los primeros en el patio del centro, donde era tal el olor de sangre, que se habría creído hallarse en un matadero; exhalaba de aquel montón de cadáveres, bien visible y en cierto modo, como una especie de vapor.
Aquel espectáculo, aquel olor, exasperaron a los sitiadores, los cuales se precipitaron hacia el palacio.
Por lo demás, aunque hubiesen querido retroceder, habría sido imposible, porque las masas que penetraban sin cesar por los postigos del Carrousel, mucho más estrechos que hoy en aquella época, les impelían hacia adelante.
Pero apresurémonos a decir que, aunque la fachada parecía un castillo de fuegos artificiales, nadie tuvo la idea de retroceder un paso.
Y, no obstante, una vez en aquel patio del centro, los insurrectos, como aquellos cuya sangre pisaban en aquel instante, hallábanse cogidos entre dos fuegos, el del vestíbulo del reloj y el de la doble línea de barracas.
Era preciso apagar desde luego este último.
Los marselleses se precipitaron contra ellas como perros de presa; pero no pudiendo demolerlas con sus manos, pidieron palanquetas y azadas.
Billot quiso que le dieran cartuchos de cañón.
Westermann comprendió el plan de su teniente y mandó que se le diera lo que pedía.
A riesgo de ver la pólvora estallar en sus manos, los marselleses prendieran fuego a las mechas y arrojaron los cartuchos en las barracas.
Estas últimas se inflamaron; los que las defendían se vieron obligados a evacuarlas y a refugiarse en el vestíbulo.
Allí chocó el hierro contra el hierro y el fuego contra el fuego.
De improviso Billot sintió que le cogían por detrás; volvióse, creyendo que sería algún enemigo, pero al ver al que le sujetaba, profirió un grito de alegría.
¡Era Pitou, Pitou desconocido, cubierto de sangre, pero sano y salvo, sin una sola herida!
En el momento en que vio inclinarse los fusiles de los suizos, había gritado, como hemos dicho: «¡Todos boca abajo!», dando el ejemplo.
Pero sus compañeros no habían tenido tiempo para seguirle.
Y el fuego de fusilería, así como una inmensa hoz, había pasado a la altura de los hombres, segando las tres cuartas partes de esas espigas humanas que tardan veinticinco años en crecer, y que un segundo basta para doblegar y destruir.
Pitou se había sentido verdaderamente sepultado bajo los cadáveres, y humedecido por un líquido tibio que corría por todas partes.
A pesar de la impresión tan desagradable que sentía, sofocado por el peso de los muertos y bañado por su sangre, resolvió no dar señales de vida y esperar un momento favorable.
Le esperó más de una hora, cuyos minutos le parecieron muy largos.
Al fin juzgó la ocasión propicia al oír los gritos de victoria de sus compañeros, y entre ellos las voces de Billot que le llamaban.
Entonces, así como Encelado sepultado bajo el monte Etna, había sacudido la capa de cadáveres que le cubría, consiguiendo ponerse en pie, y al ver a Billot en primera fila, corrió para abrazarle, sin mirar por dónde le cogía.
Una descarga de los suizos, que derribó en tierra a una docena de hombres, recordó a Billot y a Pitou la gravedad de la situación.
Novecientas toesas del edificio ardían a derecha e izquierda del patio central.
La atmósfera era pesada, apenas circulaba el aire, y el fuego del incendio y de la fusilería pesaba sobre los combatientes como una cúpula de plomo, llenando el vestíbulo del palacio; todas las ventanas ardían, y no se podía distinguir de dónde venía la muerte ni a dónde se enviaba.
Pitou, Billot, los marselleses y la cabeza de la columna marcharon hacia adelante, penetrando en el vestíbulo en medio del humo.
Allí se encontraron ante una muralla de bayonetas, las de los suizos.
Entonces fue cuando estos dieron principio a su retirada, verdaderamente heroica, en la cual, paso a paso, de escalón en escalón, dejando en cada uno de estos una fila de los suyos, el batallón se replegó lentamente.
Por la noche se contaron ochenta cadáveres en la escalera.
De improviso, por las cámaras y los corredores del palacio resonó este grito:
—¡El rey manda a los suizos que suspendan el fuego!
Eran las dos de la tarde.
He aquí lo que había pasado en la Asamblea, y lo que dio lugar a la orden repetida en las Tullerías para que cesara la lucha, orden que tuvo la doble ventaja de disminuir la exasperación de los vencedores y de satisfacer el honor de los vencidos.
En el momento en que la puerta de los Fuldenses se hubo cerrado detrás de la reina, y que, mientras estuvo entornada, permitió ver las bayonetas y las picas amenazar a Charny, la reina profirió un grito, extendiendo los brazos; pero empujada hacia la sala por los que la acompañaban, y al mismo tiempo por ese instinto de madre que la hacía pensar en su hijo, entró en la sala de la Asamblea siguiendo al rey.
Allí experimentó indecible alegría cuando vio al delfín sentado en la mesa del presidente; el hombre que le había traído sacudía con aire de triunfo su gorro frigio sobre la cabeza del joven príncipe, gritando alegremente:
—¡He salvado al hijo de mis amos! ¡Viva monseñor el delfín!
Pero una vez seguro su hijo, la reina pensó en Charny.
—Señores —dijo—, uno de mis oficiales, el más valeroso, a la vez que el más fiel de mis servidores, ha quedado en la puerta en peligro de muerte, y os pido auxilio para él.
Cinco o seis diputados se lanzaron al oír esta voz.
El rey, la reina, la familia real y los personajes que les acompañaban, se dirigieron hacia los asientos destinados a los ministros y los ocuparon.
La Asamblea los había recibido en pie, no por etiqueta debida a las testas coronadas, sino por respeto a la desgracia.
Antes de sentarse, el rey hizo seña de que deseaba hablar.
Todos callaron.
—He venido aquí —dijo—, para evitar un gran crimen, pensando que ya no podía estar seguro sino en medio de vosotros.
—Señor —contestó Vergniaud, que presidía—, podéis contar con la firmeza de la Asamblea nacional; sus individuos han jurado morir, defendiendo los derechos del pueblo y las autoridades constituidas.
El rey tomó asiento.
En aquel instante, un espantoso fuego de fusilería resonó hasta en las puertas del Picadero; la guardia nacional, mezclada con los insurrectos, hacía fuego desde el terrado de los Fuldenses sobre el capitán y los soldados suizos que habían servido de escolta a la familia real.
Un oficial de la guardia nacional, trastornada sin duda la cabeza, entró espantado y no se detuvo hasta llegar a la mesa del presidente:
—¡Los suizos, los suizos —gritó—, estamos cercados!
La Asamblea creyó un momento que los suizos, vencedores, habían rechazado la insurrección y avanzaban sobre el Picadero para recoger al rey, pues en aquella hora, justo es decirlo, Luis XVI era más bien rey de los suizos que de los franceses.
Toda la Asamblea se puso en pie espontáneamente, y diputados, espectadores de las tribunas, secretarios y guardias nacionales, extendieron la mano, gritando:
—¡Sea lo que fuere, juramos vivir y morir libres!
El rey y la familia real no tenían nada que ver con aquel juramento, y por lo tanto permanecieron sentados. Aquel grito, proferido por tres mil bocas, pasó como un huracán sobre sus cabezas.
El error no duró mucho; pero aquel minuto de entusiasmo fue sublime.
Un cuarto de hora después resonó otro grito:
—¡Los insurrectos han invadido el palacio y vienen a la Asamblea para asesinar al rey!
Entonces aquellos mismos hombres que, odiando la monarquía, acababan de jurar que morirían libres, levantáronse con el mismo impulso e igual espontaneidad, jurando defender al monarca hasta la muerte.
En aquel momento se intimaba al capitán suizo Durler, en nombre de la Asamblea, a que depusiese las armas.
—Sirvo al rey y no a la Asamblea —contestó—. ¿Dónde está la orden del rey?
Los enviados de la Asamblea no llevaban ninguna por escrito.
—He recibido mi nombramiento del rey —continuó el capitán—, y solamente le entregaré a Su Majestad.
Se le condujo casi por fuerza a la Asamblea.
Estaba ennegrecido por la pólvora y manchado todo de sangre.
—Señor —dijo—, se quiere que deponga las armas. ¿Es la orden del rey?
—Sí —contestó Luis XVI—, devolved vuestras armas a la guardia nacional, pues no quiero que perezcan hombres tan intrépidos como vos.
Durler inclinó la cabeza, exhaló un suspiro y salió; pero en la puerta envió a decir que no obedecería sin una orden por escrito.
Entonces el rey cogió un papel y escribió:
«El rey ordena a los suizos que depongan las armas y se retiren a los cuarteles».
Esto es lo que se gritaba en las cámaras, en los corredores y en las escaleras de las Tullerías.
Expedida aquella orden, se restableció un poco la tranquilidad, y el presidente agitó su campanilla:
—Deliberemos —dijo.
Pero un representante se levantó e hizo observar que un artículo de la Constitución prohibía que se deliberase en presencia del rey.
—Es cierto —dijo Luis XVI—; pero ¿a qué sitio se nos llevará?
—Señor —contestó el presidente—, podemos ofreceros la tribuna del diario El Logógrafo, que está vacía, pues el diario ha cesado en su publicación.
—Está bien —dijo el rey—, iremos allí.
—Ujieres —gritó Vergniaud—, conducir al rey a la tribuna de El Logógrafo.
Los ujieres se apresuraron a obedecer.
Para salir de la sala, el rey, la reina y la familia real tomaron el mismo camino que para entrar, y encontráronse en el corredor.
—¿Qué hay en el suelo? —preguntó la reina—. ¡Parece sangre!
Los ujieres no contestaron; si aquellas manchas eran verdaderamente de sangre, tal vez ignoraban cuál fuese su procedencia.
Las manchas ¡cosa extraña!, eran más grandes y frecuentes a medida que se acercaban a la tribuna.
Para librar de este espectáculo a la reina, Luis XVI aceleró el paso, y abriendo él mismo la tribuna, dijo a la reina:
—Entrad, señora.
María Antonieta obedeció; mas al poner el pie en el umbral de la puerta profirió un grito de horror, y con las manos sobre los ojos retrocedió.
La presencia de las huellas de sangre se explicaba: en la tribuna se había depositado un cadáver.
Este cadáver era el que la reina había tocado casi con el pie en su precipitación, lo cual la hizo proferir un grito y retroceder.
—¡Ved —exclamó el rey, con el mismo tono con que había dicho: «Esa es la cabeza del pobre Mandat»—, ved ahí el cadáver de ese pobre Charny!
En efecto; era el cadáver del conde, que los diputados sacaron de manos de los asesinos, y que habían dado orden de colocar en la tribuna de El Logógrafo, no pudiendo suponer que diez minutos después se instalaría allí la familia real, que entró en la tribuna cuando se hubo retirado el cadáver.
Se quiso lavar o, por lo menos, limpiar el suelo, porque estaba cubierto de sangre; pero la reina se opuso y fue la primera en sentarse.
Nadie observó que rompía los cordones de su calzado y ponía los pies temblorosos en contacto con aquella sangre, tibia aún.
—¡Oh, Charny, Charny! —murmuró—. ¿Por qué mi sangre no corre aquí hasta la última gota, para mezclarse con la tuya por toda la eternidad?…
Las tres de la tarde daban en aquel momento.