Capítulo CLV

Al entrar en palacio, Roederer encontró al ayuda de cámara, que le buscaba de parte de la reina, cuando él preguntaba por ella también, sabiendo que en aquel instante era la verdadera fuerza del palacio.

Se alegró, por lo tanto, al saber que le esperaba en sitio retirado, donde podría hablarle a solas sin que le interrumpiesen.

Y subió detrás de Weber.

La reina estaba sentada junto a la chimenea, vuelta de espaldas a la ventana.

Al oír el ruido de la puerta, volvióse con viveza:

—¿Qué decís, caballero? —preguntó la reina sin precisar su interrogación.

—¿Vuestra Majestad me ha hecho el honor de mandarme a llamar? —contestó Roederer.

—Sí; sois una de las primeras autoridades de la ciudad; vuestra presencia en palacio es una salvaguardia, y deseo saber de vos lo que podemos esperar o temer.

—Esperar, poco, señora; temerlo, todo.

—¿Marcha el pueblo sobre palacio?

—La vanguardia está en el Carrousel y parlamenta con los suizos.

—¿Parlamenta?, pues yo había dado orden a los suizos de que rechazasen la fuerza con la fuerza. ¿Estarán, por ventura, dispuestos a desobedecer, caballero?

—No, señora; los suizos morirán en sus puestos.

—Y nosotros en el nuestro; así como los suizos son soldados al servicio del rey, los reyes son soldados al servicio de la monarquía.

Roederer guardó silencio.

—¿Tendré la desgracia de que mi opinión no sea la vuestra? —preguntó la reina.

—Señora —dijo Roederer, yo no tendré opinión sino en el caso en que Vuestra Majestad se digne preguntármela.

—Os la pregunto, señor.

—Voy a decírosla, señora, con la franqueza que da el convencimiento. Mi parecer es que el rey está perdido si permanece en las Tullerías.

—Y ¿adónde iremos si no permanecemos aquí? —exclamó la reina, levantándose asustada.

—A la hora que es, sólo hay un asilo que pueda proteger a la familia real.

—¿Cuál es?

—La Asamblea nacional.

—¿Cómo decís, caballero? —preguntó la reina, acompañando su interrogación con la expresión de ojos natural en la persona que no ha comprendido bien.

—La Asamblea nacional —repitió Roederer.

—Y ¿creéis, caballero, que deba pedir yo algo a esa gente?

Roederer no contestó.

—Enemigos por enemigos —continuó la reina—, prefiero esos que nos atacan de frente y a la luz del sol, a los otros que quieren destruirlo todo por la espalda y en la oscuridad.

—Entonces, señora, decida Vuestra Majestad: o marchar de frente contra el pueblo, o retirarse hacia la Asamblea.

—¡Retirarse!, ¿estamos tan faltos de defensores, que sea necesario retirarnos sin haber roto el fuego?

—¿Quiere Vuestra Majestad, antes de tomar una resolución, oír el informe de un hombre competente y conocer las fuerzas de que puede disponer?

—Weber, ve a buscar uno de los oficiales de palacio: el señor Maillardoz, o el señor La Chesnaye, o…

Iba a decir «el conde de Charny», pero se detuvo.

Weber salió.

—Si Vuestra Majestad quisiera acercarse a la ventana, podría juzgar por sí misma.

La reina dio con visible repugnancia algunos pasos hacia la ventana, alzó la cortina y vio el Carrousel, y aun el patio de palacio, llenos de hombres con picas.

—¡Dios mío! ¿Qué hacen ahí esos hombres?

—Ya lo he dicho a Vuestra Majestad, parlamentan.

—Pero han entrado hasta el patio.

—He creído deber ganar tiempo, a fin de poder dar a Vuestra Majestad espacio para tomar una determinación.

En este momento se abrió la puerta.

—¡Venid, venid! —exclamó la reina, sin saber a quién se dirigía.

Charny entró.

—Aquí estoy, señora.

—¡Ah!, ¿estáis aquí?, entonces nada tengo que preguntaros, pues hace un momento nos habéis dicho lo que nos quedaba que hacer.

—Y según el caballero —dijo Roederer, sólo queda…

—¡Morir! —concluyó la reina.

—Ya ve Vuestra Majestad que lo que le propongo es preferible.

—¡Oh!, por mi salvación que no lo sé —exclamó María Antonieta.

—¿Qué propone el señor Roederer? —dijo Charny.

—Conducir al rey a la Asamblea.

—Eso no es la muerte —dijo Charny—, pero es la vergüenza.

—¿Oís, caballero? —añadió la reina.

—¿No podría tomarse un partido medio? —exclamó Roederer.

Weber se adelantó.

—Bien sé que es mucha osadía en mí tomar la palabra, siendo persona de ninguna importancia; pero acaso mi lealtad me inspira. Si se pidiese a la Asamblea que enviase una diputación para velar por la seguridad de Sus Majestades…

—Consiento en eso —dijo la reina—. Si aprobáis esta proposición, señor de Charny, hacedme el favor de transmitirla al rey.

Charny se inclinó y salió.

—Sigue al conde, Weber, e infórmame de lo que Su Majestad contesta.

La presencia de Charny, frío, grave, decidido, era un reproche tan terrible, si no para la reina, para la mujer al menos, que María Antonieta no podía ver al conde sin estremecerse.

Además, acaso tenía algún presentimiento de lo que iba a suceder.

Weber entró.

—Su Majestad acepta, señora —dijo—, y los señores Champion y Dejoly van en este instante a la Asamblea para hacer la petición.

—Mirad, mirad —dijo la reina.

—¿Qué, señora? —preguntó Roederer.

—¿Qué hacen esos hombres?

Los sitiadores estaban ocupados en la pesca de los suizos.

Roederer miró; pero antes de que tuviera tiempo de formar una idea de lo que sucedía, sonó un pistoletazo, al cual siguió la terrible descarga.

El palacio tembló conmovido hasta en sus cimientos.

La reina lanzó un grito y retrocedió; pero arrastrada por la curiosidad, volvió a la ventana.

—¡Oh, mirad, mirad! —exclamó, lanzando por los ojos llamaradas de júbilo—, ¡huyen, están derrotados! ¿Decíais, señor Roederer, que no teníamos otro recurso que la Asamblea?

—¿Quiere Vuestra Majestad concederme la gracia de seguirme?

—¡Mirad, mirad! —continuó la reina, los suizos hacen unas salidas y los persiguen. ¡Oh!, ¡el Carrousel queda despejado! ¡Victoria, victoria!

—Por piedad, señora, ¿quiere Vuestra Majestad seguirme?

La reina volvió en sí y siguió al síndico.

—¿Dónde está el rey? —preguntó Roederer al primer ayuda de cámara que encontró.

—Su Majestad está en la galería del Louvre —contestó este.

—Allí es donde yo quería conducir a Vuestra Majestad —añadió Roederer.

La reina lo siguió sin sospechar la intención de su guía.

La galería estaba obstruida en la mitad de su largo y cortada en un tercio de su anchura; doscientos o trescientos hombres la defendían y podían entrar en el Louvre por una especie de puente volante que, empujado con el pie por el último que lo pasase, caía desde el piso principal al bajo.

El rey estaba asomado a una de las ventanas con el señor de La Chesnaye, el señor Maillardoz y cinco o seis gentilhombres.

Tenía en la mano un anteojo.

La reina se acercó al balcón y no hubo menester del aparato óptico para ver lo que pasaba.

El ejército de los insurrectos se acercaba; era numeroso, compacto, cubría toda la extensión de los malecones y se perdía de vista en lontananza.

El puente Nuevo era el punto en que se tocaban el arrabal de San Antonio y el de San Marcial.

Todas las campanas de París tocaban incesantemente a rebato, y la grande de Nuestra Señora dominaba con su ronco tañido todas las vibraciones de metal.

Un sol ardiente reflejaba mil chispas sobre los fusiles y los hierros de las lanzas.

Y a lo lejos, semejante al lejano bramido de una tormenta, oíase el rodar de los cañones.

—¿Qué le parece a Vuestra Majestad, señora? —preguntó Roederer.

Un grupo de personas se había agrupado detrás del rey.

María Antonieta dirigió a todos aquellos leales una mirada penetrante, que parecía buscar en el fondo de sus corazones la adhesión y el amor que en ellos quedara.

Luego, ¡pobre mujer!, no sabiendo a quién dirigirse, no hallando una frase que formular, tomó a su hijo, y muda de estupor lo mostró a los oficiales suizos, a los de la guardia nacional y a los caballeros que la rodeaban.

No era ya la reina que pedía un trono para su heredero; sino la madre que, en medio de un incendio, grita: «¡Mi hijo… mi hijo!… ¿Quién salvará a mi hijo?».

Entre tanto, el rey hablaba en voz baja con el síndico municipal, o más bien, Roederer le repetía lo que hacía dicho a la reina.

Dos grupos muy diferentes se habían formado en torno de los dos augustos personajes: el grupo del rey, frío, grave, compuesto de consejeros que parecían aprobar la opinión de Roederer, y el grupo de la reina, ardiente, entusiasta, numeroso, compuesto de jóvenes militares, que agitando sus sombreros desenvainaban las espadas, extendían las manos sobre el delfín y besaban de rodillas el vestido de la reina, jurando morir por el uno y por la otra.

En aquel entusiasmo, la reina tuvo un poco de esperanza.

En aquel instante el grupo del rey se reunió con el de la reina, y Luis XVI, mostrando su impasibilidad ordinaria se encontró en el centro de los dos. Aquella impasibilidad era tal vez valor.

La reina cogió dos pistolas del cinto del señor de Maillardoz, comandante de los suizos.

—¡Vamos, caballero —dijo—, he aquí el momento de mostraros o de perecer en medio de nuestros amigos!

Aquel movimiento de la reina hizo llegar el entusiasmo a su colmo, y cada cual esperaba, ansioso y con la boca abierta, la contestación del rey.

Un soberano joven, apuesto, intrépido, que con los ojos brillantes y los labios temblorosos se hubiese precipitado en medio del combate con aquellas dos pistolas en las manos, habría atraído tal vez a sí la buena suerte, y por eso todos esperaban.

Pero el rey cogió las pistolas de manos de la reina y volvió a ponerlas en manos de Maillardoz.

Después, volviéndose hacia el síndico del Ayuntamiento, le preguntó:

—¿Decís, caballero, que debo ir a la Asamblea?

—Señor —contestó Roederer inclinándose—, tal es mi parecer.

—Vamos, señores —dijo el rey—, nada más hay que hacer aquí.

La reina exhaló un suspiro, cogió al delfín en brazos, y dirigiéndose a la princesa de Lamballe y a la señora de Tourzel, las dijo:

—¡Venid, señoras, puesto que el rey lo quiere así!

Era decir a todos los demás: «¡Os abandono!».

La señora Campan esperaba a la reina en el corredor por donde debía pasar.

María Antonieta la vio.

—Esperadme en mi habitación —la dijo—; vendré a reunirme con vos, u os enviaré a buscar para ir… Dios sabe dónde.

Después, inclinándose hacia la señora Campan, añadió en voz baja:

—¡Oh!, daremos una vuelta por la orilla del mar.

Los caballeros abandonados se miraban unos a otros y parecían decirse: «¿Hemos venido aquí a buscar la muerte por este rey?».

El señor de la Chesnaye comprendió esta muda pregunta.

—No, señores —contestó—, es por la monarquía.

En cuanto a las desgraciadas mujeres, y había muchas, algunas que estaban ausentes del palacio habían hecho esfuerzos inauditos para entrar; pero todas estaban aterradas.

Parecían estatuas de mármol de pie en los ángulos de los corredores y a lo largo de las escaleras.

Por fin el rey se dignó pensar en aquellos a quienes se abandonaba.

Al pie de la escalera se detuvo.

—Pero ¿qué será de todas las personas que he dejado allí arriba?

—Señor —contestó Roederer—, nada les será tan fácil como seguiros, pues llevan el traje de calle y pasarán por el jardín.

—¡Es verdad —dijo el rey—, vamos!

—¡Ah!, señor de Charny —dijo la reina al ver al conde, que esperaba en la puerta del jardín con la espada desnuda—, ¿por qué no os escucharía anteayer, cuando me aconsejabais huir?

El conde no contestó, y acercándose al rey le dijo:

—Señor, ¿tendréis a bien poneros mi sombrero y darme el vuestro, que podría ser reconocido?

—¡Ah!, tenéis razón —contestó el rey—, le conocerían a causa de la pluma blanca… Gracias, caballero.

Y tomó el sombrero de Charny, dándole el suyo.

—Caballero —dijo la reina—, ¿hay algún peligro para el rey en esa travesía?

—Bien veis, señora, que si ese peligro existe, hago cuanto puedo para alejarle de aquel a quien amenaza.

—Señor —preguntó el capitán suizo encargado de proteger el paso del rey a través del jardín—. ¿Vuestra Majestad está dispuesto?

—Sí —contestó el rey—, encasquetándose el sombrero de Charny.

—¡Pues entonces, salgamos!

El rey avanzó en medio de dos filas de suizos que iban a su paso.

De pronto se oyeron ruidosos gritos a la derecha.

La puerta que daba a las Tullerías, junto al café de Flora, había sido forzada; una multitud de pueblo, sabiendo que el rey iba a la Asamblea, se precipitaba en el jardín.

Un hombre que parecía conducir toda aquella gente, llevaba por estandarte una cabeza en la punta de una pica.

El capitán mandó hacer alto y preparar las armas.

—Señor de Charny —dijo la reina—, si me veis a punto de caer en manos de esos miserables, me mataréis, ¿no es verdad?

—No puedo prometeros eso, señora —contestó Charny.

—Y ¿por qué? —preguntó la reina.

—Porque antes que una sola mano os toque, yo habré muerto.

—¡Toma! —dijo el rey—, esa es la cabeza del pobre señor Mandat; la reconozco.

Aquella cuadrilla de asesinos no osó acercarse; pero agobió de injurias al rey y a la reina.

Resonaron cinco o seis tiros; un suizo cayó muerto y otro herido.

El capitán mandó apuntar y sus hombres obedecieron.

—¡No tiréis, caballero! —exclamó Charny—, pues de lo contrario, ni uno sólo de nosotros llegará vivo a la Asamblea.

—Es verdad, caballero —contestó el capitán—. ¡Arma al brazo!

Los soldados obedecieron y se continuó la marcha, cortando diagonalmente el jardín.

Los primeros calores del año habían comunicado un color amarillento a los castaños, y aunque se estuviese solamente en los primeros días de agosto, la hojarasca cubría el suelo.

El delfín se entretenía en empujarla bajo los pies de su hermana.

—Pronto caen las hojas este año —dijo el rey.

—¿No ha escrito uno de esos hombres —preguntó la reina—, «que la monarquía no durará hasta la caída de las hojas?».

—Sí, señora —contestó Charny.

—Y¿cómo se llama ese hábil profeta?

—Manuel.

Sin embargo, un nuevo obstáculo se presentaba al paso de la familia real: era un grupo considerable de hombres y mujeres que esperaban, con ademanes amenazadores y agitando armas, en la escalera y el terrado que precisaba atravesar para dirigirse desde el jardín de las Tullerías al Picadero.

El peligro era tanto más verdadero cuanto que los suizos no podían conservar sus filas.

El capitán trató, no obstante, de hacerlos atravesar entre la multitud; pero era tal el coraje de esta, que Roederer exclamó:

—¡Cuidado, señor capitán, ved que matarán al rey!

Se hizo alto, y un mensajero fue a dar aviso a la Asamblea de que el rey iba a pedir refugio.

La Asamblea envió una diputación; pero la presencia de esta redobló las iras de la multitud.

Y oyéronse gritos furiosos que decían:

—¡Abajo el Veto, abajo la austríaca! ¡La destitución o la muerte!

Los dos niños, comprendiendo que su madre era la que estaba principalmente amenazada, se oprimían contra ella.

El pequeño delfín preguntaba.

—Señor de Charny, ¿por qué toda esa gente quiere matar a mamá?

Un hombre de estatura colosal, armado de una pica, y que gritaba más alto que todos sus compañeros, se esforzaba para herir con su arma tan pronto a la reina como al rey.

La escolta suiza había sido separada poco a poco, de modo que la familia real no tenía en torno suyo más que los seis caballeros que habían salido con ella de las Tullerías, el señor de Charny y la comisión de la Asamblea que había venido a buscarla.

No faltaba que recorrer más que unos treinta pasos en medio de aquella compacta multitud.

Era evidente que se atentaba contra la vida del rey y la de la reina.

Al pie de la escalera comenzó la lucha.

—Señor —dijo Roederer a Charny—, envainad vuestro acero, o no respondo de nada.

Charny obedeció sin pronunciar palabra.

El grupo real fue levantado por la multitud lo mismo que las olas levantan una barca en la tempestad, y así se les condujo hacia la Asamblea. El rey se vio obligado a rechazar a un hombre que le había puesto el puño delante del rostro, y el pequeño delfín, casi sofocado, extendía los brazos como pidiendo auxilio.

Un hombre se precipitó, cogióle y le arrancó de las manos de su madre.

—¡Señor de Charny, mi hijo —gritó—, en nombre del cielo, salvad a mi hijo!

Charny dio algunos pasos hacia el hombre que se llevaba el niño; mas apenas se hubo separado de la reina, dos o tres brazos se alargaron hacia ella, y una mano cogió la manteleta que cubría su pecho.

María Antonieta profirió un grito.

Charny olvidó la recomendación de Roederer, y su espada desapareció completamente en el cuerpo del hombre que había osado tocar a la reina.

La multitud gritó furiosa al ver caer uno de los suyos, y precipitóse con más violencia sobre el grupo.

Las mujeres gritaban:

—¡Pero matad a la austríaca; dádnosla para que acabemos con ella! ¡A muerte, a muerte!

Y veinte brazos se extendieron para cogerla.

Pero la reina, loca de dolor, sin cuidarse ya de su propio peligro, no dejaba de gritar:

—¡Mi hijo, mi hijo!

Se llegaba casi al umbral del edificio de la Asamblea, y la multitud hizo el último esfuerzo, comprendiendo que la presa se le escapaba.

Charny estaba tan oprimido, que ya no podía manejar su espada.

Entre todos aquellos puños amenazadores vio una mano armada de una pistola que buscaba a la reina.

Entonces soltó su espada, cogió con ambas manos el arma de fuego, arrancósela al que la tenía, y la descargó en medio del pecho del enemigo más próximo.

El hombre cayó sin vida.

Charny se inclinó para recoger su espada; pero ya estaba en manos de un hombre del pueblo, que se esforzaba para herir a la reina.

Charny se precipitó sobre el asesino.

En aquel momento la reina entraba detrás del rey en el vestíbulo de la Asamblea. ¡Se había salvado!

No obstante, detrás de ella se cerraba la puerta, y cerca del umbral, Charny caía herido a su vez por el golpe de una barra de hierro en su cabeza, y el de una pica en el pecho.

—¡Como mis hermanos! —murmuró al caer—. ¡Pobre Andrea!…

El destino de Charny se había cumplido como el de Isidoro y Jorge; el de la reina se iba a cumplir.

Por lo demás, en el mismo instante, una espantosa descarga de artillería anunciaba que había comenzado la lucha entre los insurrectos y el palacio.