Capítulo CLIV

Cuando se toca un punto de la historia tan importante como aquel a que hemos llegado, no se debe omitir ningún detalle, puesto que el uno se relaciona con el otro, y que la unión exacta de todos ellos forma la longitud y anchura de ese sabio tejido que se desarrolla a los ojos del porvenir entre las manos del pasado.

En el momento en que Weber iba a decir al síndico de la municipalidad que la reina deseaba hablarle, el capitán suizo Durler subía a la habitación del rey para pedirle, a él o al mayor general, las últimas instrucciones.

Charny vio al buen capitán buscando algún ujier o ayuda de cámara que le introdujera hasta la habitación del rey.

—¿Qué deseáis, capitán? —le preguntó.

—¿No sois el mayor general?

—Sí, capitán.

—Vengo a pedir las últimas instrucciones, caballero, porque la cabeza de columna de los insurrectos se comienza a ver ya en el Carrousel.

—Se os recomienda que no os dejéis dominar, caballero, pues el rey está resuelto a morir en medio de nosotros.

—No tengáis cuidado, señor mayor —contestó sencillamente el capitán Durler.

Y fue a llevar a sus compañeros esta orden, que era su sentencia de muerte.

—En efecto; como lo había dicho el capitán Durler, la vanguardia de los insurrectos comenzaba a dejarse ver.

Eran aquellos mil hombres armados de picas, a la cabeza de los cuales iban una veintena de marselleses y doce o catorce guardias franceses, en cuyas filas brillaban las charreteras de oro de un capitán joven. Era Pitou, quien, recomendado por Billot, estaba encargado de una importante misión que ahora le veremos cumplir.

Detrás de aquella vanguardia venían, a la distancia de medio cuarto de legua, poco más o menos, un cuerpo considerable de guardias nacionales y federados, precedidos de una batería de doce cañones.

Cuando la orden del mayor general les fue comunicada, los suizos se alinearon silenciosa y resueltamente en sus puestos, guardando todos ese sombrío silencio del valor.

Los guardias nacionales, menos severamente disciplinados, adoptaron sus disposiciones con más ruido y desorden, pero no con menos resolución.

Los caballeros, mal organizados, sin tener más que armas de corto alcance, espadas o pistolas, y sabiendo que esta vez se trataba de un combate a muerte, vieron acercarse con embriaguez febril el momento en que se iban a encontrar en contacto con el pueblo, aquel antiguo adversario, aquel eterno atleta y luchador siempre dominado, que sin embargo iba siendo más temible desde hacía ocho siglos.

Mientras que los sitiados, o los que iban a serlo, adoptaban estás disposiciones, llamaban a la puerta del patio real y se oyeron varias voces que gritaban: «¡Parlamentario!», en tanto que se hacía flotar sobre la pared un pañuelo blanco sujeto en la punta de una pica.

Se fue a buscar a Roederer, a quien se encontró a medio camino.

—Llaman a la puerta real, caballero —le dijeron.

—He oído los golpes y ya voy.

—¿Qué se ha de hacer?

—Abrir.

La orden fue transmitida al conserje, que abrió la puerta, huyendo después a todo correr.

Roederer se vio frente a la vanguardia de los hombres armados de picas.

—Amigos míos —dijo Roederer— habéis pedido que abra la puerta a un parlamentario, y no a un ejército. ¿Dónde está ese parlamentario?

—Heme aquí, caballero —contestó Pitou con su dulce voz y su benévola sonrisa.

—¿Quién sois?

—Soy el capitán Ángel Pitou, jefe de los federados de Haramont.

Roederer no sabía quiénes eran los federados de Haramont; pero como el tiempo urgía, no juzgó oportuno preguntarlo.

—¿Qué deseáis? —replicó.

—El paso libre para mí y mis amigos.

Los amigos de Pitou, todos ellos andrajosos, blandiendo sus picas y abriendo mucho los ojos, parecían hombres muy peligrosos.

—Y ¿para qué deseáis el paso?

—Para ir a bloquear la Asamblea… Traemos doce cañones; pero ninguno hará fuego si se accede a lo que deseamos.

—Y ¿qué deseáis?

La destitución del rey.

—Amigo mío —repuso Roederer—, la cosa es grave.

—Sí, muy grave, caballero —contestó Pitou con su acostumbrada cortesía.

—Y vale la pena deliberar.

—Es muy justo —contestó Pitou.

Y mirando el reloj del palacio, añadió:

—Son las diez menos cuarto; os daremos un plazo hasta las diez, y si a esta hora no hemos recibido contestación, atacaremos.

—Entretanto permitiréis que se cierre la puerta, ¿no es verdad?

—Sin duda.

Y dirigiéndose a sus acólitos, Pitou les dijo:

—Amigos míos, permitid que se cierre la puerta.

Al pronunciar estas palabras hizo una seña a los hombres que más se habían adelantado para que retrocedieran.

Obedecieron y la puerta se cerró sin dificultad.

Pero gracias a la puerta abierta un instante, los sitiadores pudieron juzgar de los formidables preparativos que se habían hecho para recibirles.

Cerrada la puerta, algunos hombres de Pitou quisieron seguir parlamentando.

Varios de ellos, colocándose sobre los hombros de sus compañeros montaron en la pared, y así pudieron hablar con la guardia nacional, que no se negó a ello.

De este modo transcurrió el cuarto de hora.

Entonces un hombre llegó del palacio y dio orden de abrir la puerta.

Esta vez el conserje estaba acurrucado en su caseta, y los guardias nacionales levantaron las barras.

Los sitiadores, creyendo que se accedía a su demanda, entraron apenas se abrió la puerta, como hombres que han esperado largo tiempo y que poderosas manos empujan por detrás; y poniendo sus sombreros en las puntas de las picas y de los sables, comenzaron a llamar a los suizos, gritando: «¡Viva la nación, viva la guardia nacional, vivan los suizos!».

Los guardias nacionales contestaron a los gritos de «¡Viva la nación!».

Los suizos guardaron un profundo silencio.

Los sitiadores avanzaron hasta que estuvieron junto a las bocas de los cañones, y entonces pasearon la mirada a su alrededor.

El gran vestíbulo estaba lleno de suizos, y en cada peldaño de la escalera había además una fila: de modo que seis podían hacer fuego a la vez.

Algunos de los insurrectos comenzaron a reflexionar, y entre ellos Pitou; mas ya era demasiado tarde para esto.

Por lo demás, esto es lo que sucede siempre en semejante circunstancia a ese valeroso pueblo, cuyo carácter principal consiste en ser niño; es decir, tan pronto bueno como cruel.

Al ver el peligro no tuvo un instante la idea de huir, sino que trató de alejarle, chanceándose con los guardias nacionales y los suizos.

A los guardias no les desagradaba esto; pero los suizos conservaron su seriedad, pues cinco minutos antes de la aparición de la vanguardia insurrecta, he aquí lo que había sucedido:

Como ya referimos antes en el capítulo anterior, los guardias nacionales patriotas se habían separado de los realistas a causa de la cuestión surgida con motivo de Mandat, y al separarse de sus conciudadanos se habían despedido también de los suizos, cuyo valor apreciaban y compadecían, añadiendo que recibirían en sus casas como hermanos a los que quisieran seguirles.

Entonces, dos individuos del cantón de Vaud, contestando al llamamiento, hecho en su lengua, salieron de sus filas para abrazar a los franceses, es decir, a sus verdaderos compatriotas.

Pero en el mismo instante dos tiros de fusil partieron de las ventanas del palacio, y dos balas alcanzaron a los dos desertores en los mismos brazos de sus nuevos amigos.

Los oficiales suizos, excelentes tiradores, acostumbrados a cazar las gamuzas, habían hallado este medio de impedir la deserción.

Como se comprenderá, esto bastó también para que los otros suizos se mantuvieran firmes y mudos.

En cuanto a los hombres que acababan de ser introducidos en el patio, armados de pistolas y fusiles viejos y de picas nuevas, es decir, peor armados que si no llevasen nada, eran esos extraños precursores de la revolución, como los que hemos visto a la cabeza de los grandes motines y que acuden riéndose para abrir el abismo donde se hundirá un trono, y a veces hasta una monarquía.

Los artilleros se habían acercado a ellos; la guardia nacional parecía dispuesta a seguir el ejemplo, y se quiso inducir a los suizos a imitarles.

No echaban de ver que el tiempo pasaba, que su jefe, Pitou, había dado de plazo al señor Roederer hasta las diez, y que ya eran las diez y cuarto.

Se divertían, y, de consiguiente, ¿por qué habían de contar minutos?

Uno de ellos llevaba, no una pica, no un fusil, ni un sable, sino una especie de pértiga para bajar las ramas de los árboles, es decir, una percha de gancho.

Y dijo a su vecino:

—¿Y si yo pescara un suizo?

—¡Péscale! —contestó un compañero.

Nuestro hombre enganchó a un suizo por su coleto, atrayéndole hacia sí.

El suizo no resistió más que lo preciso para demostrar que se resistía.

—¡Ya pica! —dijo el pescador.

—Pues entonces, procede con dulzura —contestó el otro.

El hombre de la pértiga lo hizo así, y el suizo pasó desde el vestíbulo al patio como un pez pasa desde el río a la orilla.

Entonces resonaron aclamaciones y ruidosas carcajadas.

—¡Otro, otro! —gritaron por todas partes.

El pescador fijó la vista en un suizo, y le enganchó como al primero.

Después del segundo paso el tercero, el cuarto y luego el quinto.

Todo el regimiento hubiera pasado si no hubiese resonado una palabra:

¡Apunten!

Al ver inclinarse los fusiles con el ruido regular y la precisión mecánica que acompañan a este movimiento en las tropas regulares —siempre hay en semejante caso algún insensato que da la señal de la matanza—, uno de los sitiadores, decimos, disparó un pistoletazo contra una de las ventanas del palacio.

Durante el corto intervalo que en el mando separa la palabra ¡Apunten!, de la palabra ¡Fuego!, Pitou comprendió todo lo que iba a suceder.

—¡Todos boca abajo, o sois muertos! —gritó a sus hombres.

Y uniendo el ejemplo al precepto, se tiró al suelo. Mas antes de que hubiese habido tiempo de cumplir con su recomendación, la palabra ¡Fuego!, resonó en el vestíbulo, que se llenó de ruido y de humo bajo una granizada de balas.

La compacta masa, la mitad de la columna tal vez, onduló como las espigas de un campo doblegadas por el viento, y como cortada por la hoz, vaciló y cayó.

Apenas quedaban vivos una tercera parte de los que la componían.

Estos últimos huyeron, pasando bajo el fuego de las dos líneas, que disparaban a boca de jarro.

Los tiradores se hubieran matado unos a otros, a no tener entre ellos tan gruesa cortina de hombres.

Esta última se desgarró en pedazos; cuatrocientos individuos quedaron tendidos en tierra; trescientos de ellos muertos e inmóviles.

Los otros ciento, heridos más o menos mortalmente, quejándose, tratando de levantarse y volviendo a caer, comunicaban a ciertos sitios de aquel campo de cadáveres una movilidad semejante a la de la hora que espira, movilidad espantosa de ver.

Después, poco a poco, todo se doblegó, y fuera de algunos que se obstinaban en vivir, no hubo más movimiento.

Los fugitivos se diseminaron por el Carrousel, desbordándose por un lado en los muelles y por el otro en la calle de San Honorato, a los gritos de: «¡Nos asesinan, nos asesinan!».

En el puente Nuevo encontraron el grueso del ejército al mando de dos hombres, seguidos de otro que iba a pie, y que, a pesar de esto, parecía tener parte en el mando.

—¡Ah! —gritaron los fugitivos reconociendo en uno de aquellos dos jinetes al cervecero del arrabal de San Antonio, notable por su colosal estatura, y a quien servía de pedestal un enorme caballo blanco—, ¡ah, señor Santerre, a nosotros! ¡Se asesina a nuestros hermanos!

—¿Quién? —preguntó Santerre.

—¡Los suizos! ¡Han hecho fuego contra nosotros a boca de jarro!

Santerre se volvió hacia el segundo jinete:

—¿Qué pensáis de eso, caballero? —preguntó.

—A fe mía —contestó con acento alemán muy pronunciado el segundo jinete, que era un hombrecillo rubio con la cabeza rapada, pienso que un proverbio militar dice: «El soldado debe ir a donde se oye ruido de fusilería o de cañón». Vamos allí donde resuena.

—Pero —dijo el hombre que iba a pie a uno de los fugitivos—, vosotros ibais con un joven oficial, y no le veo…

—Ha caído el primero, ciudadano representante, y es una desgracia, porque era un intrépido joven.

—¡Sí, un intrépido joven —contestó aquel a quien se había dado el título de representante, palideciendo ligeramente—, sí que era un intrépido, y por lo mismo se le vengará valerosamente!

—¡Adelante, señor Santerre!

—Creo, amigo Billot —contestó aquel—, que en tan grave asunto es preciso llamar en nuestro auxilio, no solamente el valor, sino también la experiencia.

—¡Sea!

—Por lo tanto, propongo que se confíe el mando en jefe al ciudadano Westermann, que es un verdadero general y amigo del ciudadano Danton; yo le obedeceré como si fuese simple soldado.

—Todo cuanto queráis —contestó Billot—, con tal que marchemos sin perder un instante.

—¿Aceptáis el mando, ciudadano Westermann? —preguntó Santerre.

—Acepto —contestó lacónicamente el prusiano.

—En tal caso, dad vuestras órdenes.

—¡Adelante! —gritó Westermann.

Y la inmensa columna detenida un momento, continuó su marcha.

En el instante en que su vanguardia penetraba a la vez en el Carrousel por los postigos de la calle de la Escala y los de los muelles, daban las once en el reloj de las Tullerías.