Apenas Mandat fue asesinado, el Ayuntamiento nombró a Santerre comandante general de la guardia nacional. Santerre mandó inmediatamente tocar generala y dio orden para echar a vuelo las campanas de las iglesias; en seguida organizó algunas patrullas de patriotas, a quienes encargó avanzar hacia las Tullerías y despejar principalmente los alrededores de la Asamblea.
A las once de la noche se arrestó en los Campos Elíseos a un grupo de once personas armadas: diez con puñales y pistolas y una con un trabuco.
Estas once personas se dejaron prender sin oponer la menor resistencia, y fueron conducidas al cuerpo de guardia de los Fuldenses.
Durante la noche se prendieron once más, que fueron encerradas en dos cuartos separados.
Al amanecer, las once primeras lograron escaparse, saltando por una ventana a un jardín cuyas puertas forzaron.
Las otras fueron desde entonces más vigiladas.
A las siete de la mañana fue conducido al patio de los Fuldenses un joven de veintinueve a treinta años, vestido de guardia nacional. Lo nuevo de su uniforme, hicieron sospechar que pertenecía a la aristocracia y ocasionaron su arresto. Aquel joven mostraba la mayor tranquilidad.
Un hombre llamado Bonjour, que había sido un antiguo empleado de marina, presidía en esta ocasión la sección de los Fuldenses.
Este interrogó al guardia nacional.
—¿Dónde se os ha arrestado?
—En el terrado de los Fuldenses —contestó.
—¿Qué hacíais allí?
—Iba a palacio.
—¿Con qué objeto?
—De orden de la municipalidad.
—¿Qué prescribía esa orden?
—Que me informase y diese parte del estado de cosas al procurador general síndico del departamento.
—¿Tenéis la orden en vuestro poder?
—Hela aquí.
El joven sacó un papel del bolsillo.
El presidente lo desdobló y leyó:
El guardia nacional portador de esta orden marchará a palacio, se informará del estado de cosas, y dará parte al señor procurador general síndico del departamento.
BOIRE, LE ROULX, concejales.
A pesar de que la orden era positiva, se temía que las firmas fuesen falsificadas, y se comisionó a un hombre para que fuese a palacio y se cerciorase de ellas.
La prisión de este joven ocasionó la reunión de muchas personas en el patio de los Fuldenses; en medio de esta multitud se oyeron algunas voces (no faltan jamás en las emociones populares) pidiendo la cabeza de los presos.
Un comisario de la municipalidad que se hallaba allí, comprendiendo que no era prudente el dejar que esos clamores tomasen crecimiento, se subió encima de una silla y arengó al pueblo, aconsejándole que se retirase.
Pero en el momento en que la multitud iba tal vez a ceder a la influencia de estas humanitarias palabras, se vio volver al hombre que fue comisionado para cerciorarse de la realidad de las firmas, diciendo que estas eran, efectivamente, legítimas, y que se podía poner en libertad a Suleau, que era el portador de la orden en cuestión.
Este Suleau era la misma persona que hemos visto una noche en casa de madame de Lamballe, en donde Gilberto hizo para el rey un dibujo de la guillotina, y en donde María Antonieta reconoció esa singular máquina desconocida que Cagliostro la hizo ver en una redoma en el palacio de Taverney.
Al oír el nombre de Suleau, una mujer que estaba en medio de la muchedumbre, levantó la cabeza y exhaló un grito de rabia.
—¡Suleau —exclamó—, el redactor de las Actas de los Apóstoles, uno de los asesinos de la independencia de Lieja, muera Suleau, entregádmelo!
El pueblo dejó pasar a esta mujer, que era muy pequeña y enfermiza, que estaba vestida de amazona, con los colores de la guardia nacional, y armada de un sable pendiente de un tahalí, acercóse al comisario, le obligó a bajar de la silla y ocupó su lugar.
Apenas se mostró, cuando la multitud exclamó:
—¡Theroigne!
En efecto; Theroigne era la mujer popular por excelencia; el 5 y el 6 de octubre, su prisión en Bruselas, su permanencia en las cárceles austríacas y su agresión del 20 de junio, habían sido causa de su popularidad: esta era tan grande, que Suleau le dio por amante, en su satírico periódico, al ciudadano Populus; es decir, al pueblo entero.
Esto encerraba una noble alusión a la popularidad de Theroigne, y a la libertad excesiva de costumbres que se le atribuía.
Además, Suleau había publicado en Bruselas el Rebato de los Reyes, que ayudó a la contrarrevolución de Lieja, y a poner a un noble pueblo, que quería ser libre y francés, bajo la influencia del bastón austríaco.
Theroigne se ocupaba entonces en escribir la relación de su arresto, de la cual había ya leído a los Jacobinos algunos capítulos.
Así es que, no sólo pidió la muerte de Suleau, sino la de las once personas presas con él.
Suleau, al oír el sonido de esta voz que, en medio de los aplausos pedía su muerte y la de sus compañeros, llamó a través de la puerta al jefe del puesto que le guardaba.
Este puesto se componía de doscientos hombres de la guardia nacional.
—Déjame salir —exclamó—, yo diré quién soy; mi muerte salvará la vida a once personas.
La guardia rehusó abrir, como pretendía Suleau.
Este trató de saltar por una ventana; pero sus compañeros se lo impidieron.
Pues no creían que ellos fuesen entregados fríamente a sus asesinos.
Pero se equivocaron.
El presidente Bonjour, intimidado por los gritos del pueblo, accedió a los deseos de Theroigne, prohibiendo a la guardia nacional que resistiese a los deseos populares. La guardia obedeció, y retirándose dejó libre el paso. El pueblo se precipitó en la prisión y se apoderó al acaso de la primera persona que se ofreció a su vista.
Esta persona era el abate Bouyon, autor dramático, conocido también por los epigramas del Primo Santiago, y por el fiasco que las tres cuartas partes de sus comedias obtuvieron en el teatro de la Montausier. Era un joven de estatura colosal; arrancado de los brazos del comisario de la municipalidad, el cual trató de salvarle, fue llevado al patio, en donde sostuvo una lucha desesperada contra sus asesinos; aunque no tenía más armas que sus manos, puso fuera de combate a dos o tres de los miserables agresores.
Un bayonetazo le clavó en la pared y espiró, sin que sus últimos golpes alcanzasen a sus enemigos.
Durante esta lucha, dos presos lograron escaparse. El individuo que siguió a Bouyon fue un exguardia del rey, llamado Solminiac, el cual se defendió con igual energía que su compañero, aunque su muerte fue más cruel; Suleau fue la cuarta.
—Mira, allí tienes a Suleau —dijo una mujer a Theroigne.
Esta no le conocía personalmente y creía que era eclesiástico; por esta razón le llamaba el abate Suleau; arrojóse a él como un tigre y le cogió del cuello.
Suleau era joven, vigoroso y valiente, y de un puñetazo arrojó a Theroigne a diez pasos, se desembarazó de tres o cuatro asesinos, y arrancando a otro su sable puso a dos más fuera de combate.
El joven siguió una lucha encarnizada, y ganando siempre terreno y aproximándose a la salida, se deshizo tres veces de manos de sus agresores; pero como se vio precisado a volverse para abrir la puerta, se halló sin defensa y su cuerpo fue atravesado por más de veinte sables.
Cayó a los pies de Theroigne, la cual tuvo el terrible placer de hacerle la última herida.
El pobre Suleau acababa de casarse con Adela Hall, hija de un célebre pintor.
Durante la lucha de esta última víctima, otro de los presos pudo igualmente huir.
El quinto que apareció, arrastrado por los asesinos, hizo exhalar a la multitud un grito de admiración: era un antiguo guardia de corps del rey, llamado Du Vigier, al cual se le conocía por el nombre del hermoso Vigier; como su valor igualaba a la belleza y su fuerza a su valor, luchó más de un cuarto de hora, cayó y se levantó tres veces, regó el patio con su sangre y lo hizo regar con la suya a los asesinos. Cediendo al fin al número, como Suleau, sucumbió de igual manera.
Los otros cuatro, cuyos nombres se ignoran, murieron degollados.
Los nueve cadáveres fueron arrastrados hasta la plaza de Vendóme, en donde se les decapitó, y sus cabezas fueron paseadas en picas por todo París.
Aquella noche, un criado de Suleau compró a peso de oro la cabeza de su amo, y a fuerza de pesquisas logró hallar el cadáver; la esposa de Suleau, embarazada de dos meses, mandó buscar esos restos preciosos para darles sepultura.
Así, aun antes de empezar la lucha, había ya corrido sangre en dos puntos diferentes; es decir, en las escaleras de la casa de la ciudad y en el patio de los Fuldenses.
Vamos a verla correr bien pronto en las Tullerías. Con la lluvia se forma el arroyo, con el arroyo el río.
En el momento en que se llevaban a cabo estos asesinatos, es decir, entre ocho y nueve de la mañana, diez u once mil guardias nacionales reunidos por el toque de rebato de Barbaroux y por la generala de Santerre, bajaban por la calle de San Antonio, atravesaban la famosa arcada de San Juan, que tan bien defendida estuvo la noche anterior, y desembocaban en la plaza de Greve. Estos diez mil hombres venían a exigir la orden de marchar contra las Tullerías.
Pero se les hizo aguardar una hora.
Dos versiones corrían entre la multitud:
La una era que se esperaban concesiones de palacio.
La otra que el arrabal de San Marcial no había llegado, y que no se debía emprender la marcha sin él.
Casi mil hombres armados de picas, se impacientaron; los que están peor armados son siempre los más fogosos.
Estos mil hombres rompieron la fila de la guardia nacional, diciendo que no la necesitaban y que marcharían y tomarían solos el palacio.
Algunos federados marselleses y diez o doce guardias franceses del mismo cuerpo que tres años antes tomó la Bastilla, se pusieron a la cabeza y fueron aclamados jefes.
Esta fue la vanguardia de la insurrección.
Sin embargo, el ayudante de campo que presenció el asesinato de Mandat, volvió a galope a las Tullerías y llegó en el mismo momento en que el rey, después de la malhadada revista en el patio, se retiraba a su cuarto y la reina al suyo.
María Antonieta experimentó lo que se experimenta cuando se nos anuncia la muerte de una persona de quien acabamos de separarnos: no lo creyó, e hizo que le repitieran la noticia con todos sus pormenores.
Durante este tiempo se empezó a oír ruido desde el interior del palacio.
Los gendarmes, los guardias nacionales y los artilleros patriotas, los mismos que antes habían gritado: «¡Viva la nación!», empezaron a provocar a los realistas, llamándoles señores granaderos reales y diciendo que sólo eran hombres vendidos a la corte. Como aún se ignoraba abajo la muerte del comandante general, la cual se sabía ya en el piso principal, un granadero exclamó en voz alta:
—Ese bribón de Mandat sólo ha enviado aristócratas al palacio.
El hijo mayor de Mandat estaba en las filas de la guardia nacional. Ya hemos visto lo que fue del hijo pequeño, el cual trató en vano de defender a su padre en las escaleras de la casa de la ciudad.
Al oír aquel insulto hecho a su padre ausente, el mayor de los hijos salió de la fila con el sable levantado.
Tres o cuatro artilleros salieron a su encuentro.
Pero Weber, ayuda de cámara de la reina, que estaba entre los granaderos vestido de guardia nacional, salió a su defensa.
En aquel momento se oyó el ruido de las armas; el choque entre los partidos empezaba. María Antonieta, que oyó el alboroto, se asomó a la ventana y reconoció a Weber. Inmediatamente llamó a Thierry, ayuda de cámara del rey, y le mandó que fuese a buscar a su hermano de leche.
Weber subió y dio a la reina parte detallado de todo.
María Antonieta le anunció la muerte de Mandat.
El ruido continuaba debajo de las ventanas.
—Weber, ve a ver lo que pasa —dijo la reina.
—Lo que pasa, señora, es que los artilleros, al abandonar sus piezas, están clavando e inutilizando los cañones.
—¿Qué opinas de todo eso, mi pobre Weber?
—Opino —dijo el buen alemán— que Vuestra Majestad debería consultar al señor Roederer, a quien juzgo uno de los más fieles que están en palacio.
—Bien, pero ¿en dónde podré hablarle sin ser vista ni espiada?
—En mi cuarto, señora, si Vuestra Majestad lo desea —dijo el ayuda de Cámara Thierry.
—Bueno —contestó la reina.
Y volviéndose en seguida a su hermano de leche, dijo:
—Ve a buscar al señor Roederer, y llévale al cuarto de Thierry.
Y mientras que Weber salía por una puerta, la reina salió por otra detrás de Thierry.
En aquel instante daban las nueve en el reloj de palacio.