Capítulo CLII

Ya hemos visto cómo había salido el sol.

Sus primeros rayos iluminaron a dos jinetes que seguían al paso de sus monturas el muelle desierto de las Tullerías.

Estos dos jinetes eran el comandante general de la guardia nacional, Mandat, y su ayudante de campo.

Mandat, llamado a eso de la una de la madrugada a la casa de la ciudad, había rehusado al principio someterse a la orden.

Esta última se renovó más imperiosa dos horas después, y el comandante quiso resistirse aún; pero el síndico Roederer, acercándose a él, le había dicho:

—Caballero, ved que, según los términos de la ley, el comandante de la guardia nacional está a las órdenes de la municipalidad.

Entonces Mandat se resolvió.

Por lo demás, el comandante general ignoraba dos cosas:

Primeramente, que cuarenta y siete secciones, de cuarenta y ocho, habían nombrado cada una tres comisarios que debían reunirse en el ayuntamiento para salvar la patria; de modo que Mandat creía encontrar la antigua municipalidad compuesta como hasta entonces, y de ningún modo con ciento cuarenta y un agregado, personas nuevas para él.

Además, Mandat ignoraba la orden expedida para desarmar el puente Nuevo y hacer evacuar la arcada de San Juan, orden cuya ejecución, dada su importancia, había presidido Danton y Manuel personalmente.

Por eso al llegar al puente Nuevo, Mandat quedó estupefacto cuando le vio del todo desierto; detúvose y envió a su ayudante de campo a reconocer.

A los diez minutos volvió y dijo que no había visto cañón alguno ni guardia nacional; la plaza y la calle Delfina, así como el muelle de los Agustinos, estaban desiertos, lo mismo que el puente Nuevo.

Mandat prosiguió su marcha; tal vez hubiera debido volver al palacio; pero los hombres van a donde su destino les impele.

A medida que avanzaba a la casa ayuntamiento, parecíale ir hacia la vida, así como en ciertos cataclismos orgánicos, la sangre, al retirarse al corazón, abandona las extremidades, las cuales se quedan pálidas y heladas; de igual manera, el movimiento, el calor, la revolución, en fin, hallábanse en el muelle Pelletier, en la plaza de Greve y en la casa ayuntamiento, verdadero centro de la vida popular, corazón de ese gran cuerpo que se llama París.

Mandat se detuvo en la esquina del muelle Pelletier y envió a su ayudante a la arcada de San Juan.

Por este sitio iba y venía libremente la oleada popular; la guardia nacional había desaparecido.

Mandat quiso retroceder; mas el pueblo se había reunido detrás y le impelía hacia la escalera de la casa de la ciudad.

—Quédate aquí —dijo al ayudante del campo— y si me sucede algo, ve a dar aviso a palacio.

Mandat se dejó llevar por la turba; el ayudante, cuyo uniforme indicaba una importancia secundaria, permaneció en la esquina del muelle Pelletier; todas las miradas se fijaban en el comandante general.

Al llegar a la gran sala de la casa ayuntamiento, Mandat se encuentra ante personas desconocidas, de rostro severo.

Es la insurrección entera la que pide cuenta de su conducta al hombre que, no tan sólo ha querido combatirla en su desarrollo, sino ahogarla en su nacimiento. En las Tullerías interrogaba; ya se recordará su escena con Pétion.

Aquí será interrogado.

Uno de los individuos del nuevo municipio —de ese municipio terrible que ahogará a la Asamblea legislativa, luchando después con la Convención—, se adelanta y pregunta en nombre de todos:

—¿Por qué orden has doblado la guardia de palacio?

—Por la del alcalde de París —contesta Mandat.

—¿Dónde está esa orden?

—En las Tullerías, donde la he dejado para que se pueda cumplir en mi ausencia.

—¿Por qué has puesto en marcha los cañones?

—Porque el batallón debía marchar también, y la artillería le ha de acompañar siempre.

—¿Dónde está Pétion?

—Quedaba en palacio cuando yo salí.

—¿Prisionero?

—No, libre y paseándose por el jardín.

En aquel momento se interrumpe el interrogatorio.

Un individuo del nuevo ayuntamiento trae una carta abierta, y se pide su lectura.

Mandat no necesita más que una mirada para comprender que está perdido, pues acaba de reconocer su escritura.

Aquella carta es la orden remitida, a la una de la madrugada, al comandante del batallón apostado en la arcada de San Juan, ordenándole que ataque por retaguardia a la turba que se dirija al palacio, mientras que el batallón del puente Nuevo atacará de flanco.

La orden ha caído en manos de la municipalidad después de retirarse el batallón.

El interrogatorio ha terminado. ¿Qué confesión se podría obtener del acusado más terrible que aquella carta?

El consejo decide que Mandat sea enviado a la Abadía.

Después se lee el juicio a Mandat.

Aquí comienza la interpretación.

Al leer, el presidente, según se asegura, hizo con la mano uno de esos ademanes que el pueblo, por desgracia, sabe interpretar demasiado bien, un ademán horizontal.

«El presidente, dice M. Peltier, autor de la Revolución del 10 de agosto de 1792, hizo un ademán horizontal muy expresivo, diciendo: ¡Que se le lleven!».

El ademán, en efecto, hubiera sido muy expresivo un año más tarde; pero expresando mucho en 1793, no significaba gran cosa en 1792, época en que la guillotina no funcionaba aún; hasta el 21 de agosto no cayó en la plaza del Carrousel la cabeza del primer realista. ¿Cómo es posible que once días antes, el ademán horizontal —a menos de ser una señal convenida de antemano— pudiera indicar: «¡Matad a ese hombre!»?

Por desgracia, el hecho parece justificar la acusación.

Apenas Mandat ha franqueado tres o cuatro escalones del pórtico de la casa ayuntamiento, en el instante en que su hijo se precipita a su encuentro, la bala de una pistola penetra en la cabeza del prisionero.

Lo mismo había sucedido, tres años antes, a Flesselles.

Mandat, herido solamente, se levanta; pero al punto vuelve a caer atravesado por veinte picas.

El niño alarga los brazos gritando: «¡Padre mío!».

Pero nadie hace caso de sus gritos.

Muy pronto, de aquel círculo donde no se veían más que brazos agitándose en medio del brillo de los sables y de las picas, elévase una cabeza ensangrentada y desprendida del tronco.

Era la cabeza de Mandat.

El niño perdió el conocimiento, y el ayudante de campo partió al galope para anunciar en las Tullerías lo que había visto. Los asesinos se dividieron en dos grupos: los unos arrojaron el cuerpo en el río, los otros fueron a pasear por las calles de París la cabeza de Mandat en la punta de una pica.

Eran, poco más o menos, las cuatro de la madrugada.

Precedamos en las Tullerías al ayudante de campo que lleva la noticia fatal, y veamos lo que pasa.

El rey se ha confesado, y desde el momento en que su conciencia está tranquila, no teme lo demás: el rey, que no sabía resistir a ninguna de las necesidades de la naturaleza, se había echado; pero a decir verdad, vestido.

—Como redoblase la campana de alarma, oyéndose después el toque de generala, se despertó al rey.

El que le llamaba —señor de la Chesnaye, a quien Mandat había dejado sus poderes—, lo hacía para que el rey se presentara a los guardias nacionales, a fin de dirigirles algunas palabras propias del caso, para reanimar su entusiasmo.

El rey se levantó con pesadez, vacilando y mal despierto; tenía empolvada la peluca, y un lado de esta, aquel en que apoyó la cabeza, estaba aplanado.

Se buscó al peluquero; mas no estaba allí, y el rey salió de su cuarto sin arreglarse.

Prevenida la reina, que estaba en la sala del consejo, de que el rey consentía en dejarse ver de sus defensores, acudió a su encuentro.

Muy al contrario del pobre monarca, con sus ojos tristes que no miraban a nadie, con los músculos de su boca palpitantes por movimientos involuntarios, y con su levita morada, que parecía el luto de la monarquía, la reina estaba pálida, pero poseída de fiebre; tenía los párpados enrojecidos, pero secos.

Y miró aquella especie de fantasma de la monarquía, que en vez de aparecer a media noche se mostraba a la luz del sol, con los ojos hinchados y a medio cerrar.

Esperaba comunicarle lo que sobraba en ella de valor, de fuerza y de vida.

Por lo demás, todo fue bien mientras que el rey estuvo en el interior de las habitaciones, aunque los guardias nacionales mezclados con los caballeros, viendo de cerca al soberano, aquel pobre hombre cachazudo y de formas pesadas, que tan mal éxito obtuvo ya en otro caso análogo, en el balcón de Sauce, en Varennes, se preguntaban si era realmente el héroe del 20 de junio, aquel rey cuya poética leyenda comenzaban a abordar ya, en una casa fúnebre, los sacerdotes y las mujeres.

Y forzoso es decirlo, no; aquel no era el rey que la guardia nacional esperaba ver.

Precisamente en aquel momento, el anciano duque de Mailly, con la mejor intención desenvaina su acero, y arrodillándose a los pies del monarca jura, con voz temblorosa, morir él y la nobleza de Francia, a la cual representa, en defensa del nieto de Enrique IV.

Estas eran dos torpezas en vez de una: la guardia nacional no tenía muchas simpatías a la nobleza de Francia, representada por el señor de Mailly, y además, no era al nieto de Enrique IV a quien se quería defender, sino al rey constitucional.

He aquí por qué, en respuesta a varios gritos de «¡Viva el rey!», resonaron los de «¡Viva la nación!».

Era preciso tomar la revancha, y se indujo al rey a bajar al patio real; pero ¡ay!, aquel pobre monarca, que no había tomado sus comidas, ni dormido sino una hora en vez de siete, y cuya naturaleza era del todo material, no tenía ya voluntad propia; era un autómata que recibía impulso de una voluntad extraña.

¿Quién le comunicaba este impulso?

La reina, carácter nervioso, que no había comido ni bebido.

Hay seres desgraciadamente organizados, que cuando las circunstancias son difíciles para ellos, obtienen mal éxito en todo cuanto emprenden. En vez de atraer a sí a los disidentes, Luis XVI, al acercarse a ellos, parecía ir expresamente para mostrar el poco prestigio que deja la monarquía caída en la frente del hombre, cuando este no posee el genio ni la fuerza.

Allí, cómo en las habitaciones, los realistas dieron algunos gritos de «¡Viva el rey!»; pero les contestó otro más ruidoso de «¡Viva la nación!».

Después, los realistas, como incurrieran en la torpeza de insistir, los patriotas gritaron:

—¡No, no; no hay más rey que la nación!

Y el rey, casi suplicante, les contestaba:

—Sí, hijos míos, la nación y vuestro rey no son, no serán nunca, más que uno.

—Traed al delfín —dijo en voz baja María Antonieta a madame Isabel—, tal vez les conmoverá la vista de un niño.

Se fue a buscar al delfín.

Entretanto el rey continuaba su triste revista, y entonces tuvo la mala idea de acercarse a los artilleros, incurriendo con esto en una falta, porque aquellos eran casi todos republicanos.

Si el rey hubiera sabido hablar, haciendo que le escuchasen hombres que por sus convicciones se alejaban de él, esto habría indicado valor por su parte y podía tener buen resultado; pero ni en la palabra ni en el ademán de Luis XVI había nada que arrebatase. Limitóse a balbucir; los realistas quisieron disimular su vacilación con aquel malhadado grito de «¡Viva el rey!», que tan mal efecto había producido ya, y esta vez faltó poco para que diera lugar a un choque.

Algunos artilleros, abandonando su puesto, precipitáronse hacia el rey, amenazándole con el puño.

—¿Crees acaso —exclamaron— que haremos fuego sobre nuestros hermanos, para defender a un traidor como tú?

La reina hizo retroceder al rey.

—¡El delfín —gritaron varias voces—, viva el delfín!

Nadie repitió este grito; el pobre niño no llegaba oportunamente y dejó de producir su efecto.

El rey se dirigió de nuevo a su habitación, y esto fue una verdadera retirada, casi una fuga.

Una vez en su aposento, Luis XVI se dejó caer sofocado en un sillón.

La reina, que se había quedado en la puerta, miraba en torno suyo buscando con los ojos alguna persona amiga, algún apoyo.

Entonces vio a Charny en pie, apoyado en el umbral de la puerta de su habitación.

—¡Ah, caballero —le dijo acercándose a él—, todo se ha perdido!

—Mucho lo temo, señora —contestó Charny.

—¿Podemos huir aún?

—Ahora es demasiado tarde.

—Y ¿qué nos queda que hacer?

—¡Morir! —contestó Charny inclinándose.

La reina dejó escapar un suspiro y entró en su habitación.