Capítulo CLI

Pétion, a quien el rey había enviado a llamar, pudo prever que no saldría de palacio con la misma facilidad que entró en él; acercóse a un hombre vulgar que tenía una cicatriz en la frente, y le dijo:

—Señor Billot, ¿qué me decíais hace poco de la Asamblea?

—Que pasaría toda la noche en sesión permanente.

—Muy bien. ¿Qué habéis visto en el puente Nuevo?

—Dos cañones y la guardia nacional, colocados allí de orden de Mandat.

—¿No me habéis dicho también que hay una fuerza considerable en el arco de San Juan, a la salida de la calle de San Antonio?

—Sí, señor, de orden del mismo.

—Escuchad, señor Billot.

—Decid.

—He aquí una orden para Manuel y Danton, a fin de que hagan volver a sus casas a la guardia nacional que está en el arco de San Juan, y para desarmar el puente Nuevo. Es preciso ejecutar esta orden a toda costa, ¿entendéis?

—Yo mismo la entregaré a Danton.

—Está bien; veamos ahora, ¿vivís en la calle de San Honorato?

—Sí, señor.

—Luego que comuniquéis la orden a Danton, volved a vuestra casa y descansad algunos momentos; levantaos a las dos e id a pasearos a la otra parte de la pared del terrado de los Fuldenses; si veis u oís caer algunas piedras lanzadas del jardín de las Tullerías, será un indicio de que estoy preso y de que se trata de forzar mi voluntad.

—Ya entiendo.

—Entonces presentaos en la barra de la Asamblea y decid a los diputados que reclamen mi persona. Ya comprendéis, señor Billot, que pongo mi vida en vuestras manos.

—Respondo de ella —dijo Billot, podéis estar tranquilo.

Pétion marchó confiado en el patriotismo bien conocido de Billot.

Este respondió de todo con tanta más gana cuanto que Pitou acababa de llegar.

Billot envió a Pitou a buscar a Danton, recomendándole que no volviese sin él.

A pesar de la pereza de Danton, Pitou cumplió su encargo y lo trajo consigo.

Había visto los cañones del puente Nuevo y la guardia nacional en el arco de San Juan, y comprendió la importancia de no dejar a retaguardia del ejército popular una fuerza semejante.

A favor de la orden de Pétion, hicieron retirar del arco a la guardia nacional y los cañones del puente Nuevo.

Desde este momento quedaba desembarazado el camino de la insurrección.

Durante este tiempo, Billot y Pitou volvieron a la calle de San Honorato, en donde estaba situado el alojamiento de Billot; Pitou le saludó con la cabeza.

Billot se sentó e hizo señas a Pitou para que hiciese lo mismo.

—Gracias, señor Billot —contestó, y su amigo tomó asiento.

—Pitou —dijo Billot—, te he enviado a decir que vinieras a verme.

—Ya lo veis, señor Billot, no os he hecho aguardar —dijo Pitou con una franca sonrisa que mostraba sus treinta y dos dientes, y que era peculiar suya.

—¿No has adivinado que se trata ya de cosas graves?

—Lo sospecho; pero decidme, señor Billot.

—¿Qué, Pitou?

—No veo al señor Bailly ni al señor de Lafayette.

—Bailly es un traidor que nos ha hecho asesinar en el Campo de Marte.

—Demasiado lo sé, pues yo fui quien os recogió cubierto de sangre.

—Lafayette es un traidor que ha querido llevarse al rey.

—¡Oh!, yo no sabía que el señor de Lafayette pudiese ser traidor. ¡Quién lo hubiera creído! ¿Y el rey?

—El rey es el más traidor de todos, Pitou.

—En cuanto a ese, no me extraña.

—El rey conspira con los extranjeros y quiere entregar la Francia al enemigo. El palacio es un foco de conspiraciones y se ha decidido asaltarle. ¿Comprendes, Pitou?

—¡Caramba si comprendo!, decidme, señor Billot, como tomamos la Bastilla, ¿no es verdad?

—Sí.

—No será tan difícil.

—Te equivocas, Pitou.

—¡Cómo!, ¿será más difícil?

—Sí.

—Se me figura que las paredes no son tan altas.

—Es verdad, pero están mejor guardadas. La Bastilla sólo tenía una guarnición de cien inválidos, y en palacio hay tres o cuatro mil hombres.

—¡Diablos, tres o cuatro mil hombres!

—Sin contar que la Bastilla fue sorprendida, mientras que desde primeros de mes se sospecha en las Tullerías que se quiere atacarlas, y todo el mundo se ha puesto a la defensiva.

—Y ¿se defenderán bien? —añadió Pitou.

—Sí —repuso Billot—, tanto más cuanto que se dice que han confiado su defensa al señor de Charny.

—En efecto —dijo Pitou—. Ayer salió en posta de Boursonnes con su mujer. Y ¿el señor de Charny es también traidor?

—No; sólo es un aristócrata. Siempre ha sido del partido de la corte, y por consecuencia no ha hecho traición al pueblo, puesto que no le ha excitado a fiarse de él.

—¿Según eso, vamos a batirnos contra el señor de Charny?

—Es probable, Pitou.

—¡Cosa singular!, vecinos…

—Sí; eso es lo que se llama guerra civil; pero si no te conviene, no tienes obligación de batirte.

—Perdonadme, señor Billot; si os conviene a vos, también me conviene a mí.

—Preferiría que no te batieses, Pitou.

—¿Entonces por qué me habéis llamado?

El rostro de Billot se nubló de tristeza.

—Te he mandado llamar para entregarte este papel.

—¿Este papel, señor Billot?

—Sí.

—Y ¿qué es ello?

—Mi testamento.

—¡Cómo!, ¿vuestro testamento? ¡Oh!, señor Billot, no tenéis traza de desear la muerte —añadió Pitou riendo.

—No —dijo Billot, mostrando el fusil y la cartuchera colgados de la pared—, pero tengo traza de un hombre a quien se puede matar.

—¡El caso es que todos somos mortales!

—Pitou —dijo Billot—, te he enviado a llamar para entregarte mi testamento.

—¿A mí, señor Billot?

—A ti, Pitou, porque te hago mi legatario universal.

—¿Yo… vuestro legatorio universal?, ¡muchas gracias, señor Billot! Pero… ¡qué bromas tenéis!

—No; te hablo seriamente, amigo mío.

—No es posible, señor Billot.

—¿Cómo que no es posible?

—¡Oh, no!, cuando un hombre tiene herederos, no puede dar sus bienes a otros.

—Te engañas, Pitou; puede.

—Entonces, no debe, señor Billot.

Una expresión sombría nubló la frente de Billot.

—Te engañas, Pitou; yo no tengo herederos —dijo.

—¡Cómo!, ¿no tenéis herederos? Y ¿qué llamáis a la señorita Catalina?

—No conozco a nadie de ese nombre, Pitou.

—Señor Billot, no digáis esas cosas; mirad, eso me incomoda, y…

—Pitou —dijo Billot—, cuando una cosa me pertenece, soy dueño de darla a quien me parece; del mismo modo que si yo muero, la cosa te pertenecerá y podrás darla a quien quieras.

—¡Ah, ya, ya!… entonces, si os sucede alguna desgracia… —dijo Pitou, el cual empezó a comprender—…, pero ¡qué necio soy!, no os sucederá nada.

—Pitou, todos somos mortales, como acabas de decir.

—Es verdad; en resumidas cuentas, tenéis razón. Señor Billot, acepto el testamento; pero, suponiendo que yo tenga la desgracia de ser vuestro heredero, ¿tendré derecho de hacer de vuestros bienes lo que se me antoje?

—No hay duda, puesto que han de ser tuyos; a ti, que eres un buen patriota, ¿me entiendes, Pitou?, nadie te molestará, como se pudiera hacer con gentes que hubiesen simpatizado con los aristócratas.

Pitou comprendió cada vez mejor.

—Pues bien, señor Billot, convenidos, acepto.

—Eso es todo lo que yo tenía que decirte: ahora gualda el papel en el bolsillo y descansa.

—¿Para qué, señor Billot?

—Sí, tengo quehacer en el terrado de los Fuldenses.

—¿No me necesitáis?

—No, porque me perjudicarías.

—En ese caso, señor Billot, voy a tomar un bocado.

—Es verdad —dijo Billot—, se me había olvidado preguntarte si tenías apetito.

—¡Oh!, eso es porque ya sabéis que siempre le tengo —dijo riendo.

—¿Sabes dónde está la despensa?

—Sí, no os inquietéis por mí. ¿Volveréis aquí?

—Volveré.

—Porque si no deberíais decirme adonde podría ir a buscaros.

—Es inútil, dentro de una hora estaré aquí.

—Bueno; id con Dios.

Pitou se puso a buscar qué comer, con esa buena disposición que en él, como en el rey, no se alteraba por los más graves sucesos, mientras Billot se dirigía al terrado de los Fuldenses.

Ya sabemos lo que allí le conducía.

Apenas llegó vio caer a sus pies una piedra; después otras dos; esto le indicaba lo que Pétion temía que el corregidor estaba preso en las Tullerías.

Según las instrucciones de aquel, marchó a la Asamblea, la cual, como hemos visto, reclamó su presencia.

Habiendo Pétion quedado libre, atravesó la Asamblea y volvió a la casa de la villa, dejando su coche en el patio de las Tullerías para que le representase.

Billot volvió a su casa y halló a Pitou acabando de cenar.

—¿Qué hay de nuevo, señor Billot?

—¡Nada; lo único que hay es que ahora amanece y que el cielo está de color de sangre!