Capítulo CL

Hemos dicho lo que sucedía en casa de los tribunos; digamos ahora lo que pasaba a quinientos pasos de allí, en la morada de los reyes.

Allí también había mujeres que oraban y lloraban, y tal vez más que las otras; Chateaubriand lo ha dicho: «Los ojos de los príncipes pueden contener mayor cantidad de lágrimas…».

Sin embargo, hagamos justicia a cada cual: madame Isabel y la princesa de Lamballe lloraban y oraban; pero la reina rezaba sin derramar lágrimas.

Se había cenado a la hora de costumbre.

Al levantarse de la mesa, y mientras que madame Isabel y la princesa de Lamballe se dirigían a la habitación conocida por el nombre de gabinete del consejo, donde se había convenido que la familia real pasara la noche para oír los informes, la reina se acercó al rey y quiso llevársele a otra parte.

—¿Adónde me conducís, señora? —preguntó.

—A mi aposento… ¿No consentiréis en poneros el peto que llevabais el catorce de julio último, señor?

—Señora —contestó el rey—, aquello era bueno para preservarme de la daga o del puñal de un asesino en un día de ceremonia o de conspiración; pero en un día de combate, en el que mis amigos se exponen por mí, yo sería cobarde si no me expusiera como ellos.

Y el rey se retiró para entrar en su habitación y encerrarse con su confesor.

La reina fue a reunirse, en el gabinete del consejo, con madame Isabel y la princesa de Lamballe.

—¿Qué hace el rey?

—Se confiesa —contestó la reina con un acento indefinible.

En aquel momento abrióse la puerta y el señor de Charny se presentó.

Estaba pálido, pero completamente sereno.

—¿Se puede hablar al rey, señora? —preguntó a la reina inclinándose.

—Por el pronto, caballero —contestó María Antonieta—, el rey soy yo.

Charny lo sabía mejor que nadie; pero insistió.

—Podéis subir a la habitación del rey, caballero —dijo la reina—, pero le molestaréis mucho, os lo aseguro.

—Comprendo, el rey está con el señor Pétion, que acaba de llegar.

—El rey está con su confesor, caballero.

—Pues entonces, señora —replicó Charny—, a vos debo dar mi informe como mayor general del castillo.

—Sí —contestó la reina—, si lo tenéis a bien.

—Tendré el honor de manifestar a Vuestra Majestad cuál es el efectivo de nuestras fuerzas. La gendarmería montada, al mando de los señores Rulhieres y Verdiere, en número de seiscientos hombres, está alineada en batalla en la gran plaza del Louvre; la gendarmería de a pie se halla, intra muros, en las cocheras; se han tomado ciento cincuenta hombres para formar, en el palacio de Tolosa, una guardia que proteja, en caso de necesidad, la caja de descuentos y la tesorería; los gendarmes de extramuros de París, forman un cuerpo de treinta hombres solamente, apostado en la escalerilla del rey, en el patio de los príncipes; doscientos oficiales y soldados de la antigua guardia montada o de a pie; un centenar de jóvenes realistas; otros tantos caballeros, en número de trescientos o cuatrocientos combatientes, están reunidos en la gran cámara y en las salas inmediatas; doscientos o trescientos guardias nacionales están diseminados en el patio y el jardín; y por último, mil quinientos suizos, que son la verdadera fuerza del palacio, acaban de ocupar sus diferentes puestos, y están situados en el gran vestíbulo y al pie de las escaleras que deben defender.

—Pues bien, caballero —contestó la reina—, ¿no os tranquilizan todas esas medidas?

—Nada me tranquiliza, señora, tratándose de la salvación de Vuestra Majestad —dijo Charny.

—¿Conque así, caballero, opináis siempre por la fuga?

—Mi parecer es que el rey y vos con sus augustos hijos, se pongan en medio de nosotros.

La reina hizo un movimiento.

—A Vuestra Majestad le repugna Lafayette, está bien eso; pero tiene confianza en el duque de Liancourt; este está en Rouen, señora, donde ha alquilado la casa de un caballero inglés llamado Canning, y el comandante de la provincia ha hecho jurar a sus tropas fidelidad al rey. El regimiento suizo de Salis-Samade, con el cual se puede contar, se halla escalonado en el camino. Todo está tranquilo aún; salgamos por el puente giratorio para ganar la barrera de la Estrella, donde nos esperan trescientos hombres de caballería de la guardia constitucional y en Versalles se reunirán fácilmente mil quinientos caballeros, y con cuatro mil hombres respondo de conduciros a donde queráis.

—Gracias, señor de Charny —contestó la reina—, aprecio vuestra fidelidad, por la cual os separáis de personas queridas para venir a ofrecer vuestros servicios a una extranjera…

—La reina es injusta para mí —interrumpió Charny—, pues la existencia de mi soberana será siempre a mis ojos la más preciosa de todas, así como el deber me será siempre la más cara de todas las virtudes.

—El deber, sí, caballero —murmuró la reina—, pero yo también, puesto que cada cual cumple con el suyo, creo comprender bien el mío, que es mantener la monarquía noble y grande, cuidando de que esté en pie, si la hieren, para caer dignamente, como hacían los gladiadores antiguos.

—¿Es la última palabra de Vuestra Majestad?

—Y sobre todo, mi último deseo.

Charny saludó, y como encontrase cerca de la puerta a la señora de Campan, que volvía de ver a las princesas, la dijo:

—Señora, invitad a Sus Altezas a guardar en sus bolsillos lo que tengan de más precioso, pues podría suceder que de un momento a otro nos viéramos obligados a salir del palacio.

Después, mientras que la señora de Campan iba a trasmitir la invitación a la princesa de Lamballe y a madame Isabel, Charny, acercándose de nuevo a la reina, la dijo:

—Señora, es imposible que no tengáis alguna esperanza además del apoyo de nuestra fuerza material; si es así, confiad en mí y pensad que mañana a estas horas deberé dar cuenta a los hombres o a Dios de cuanto haya pasado.

—Pues bien, caballero —dijo la reina— ya se habrán dado doscientos mil francos a Pétion y cincuenta mil a Danton; por esta suma se ha obtenido del segundo que permaneciera en su casa, y del primero que viniese a palacio.

—Pero, señora, ¿estáis segura de vuestros intermediarios?

—Pétion ha llegado ahora, según me habéis dicho.

—Sí, señora.

—Pues ya es alguna cosa, como veis.

—Pero no bastante… Me han dicho que se le había enviado a buscar tres veces antes de que se presentase.

—Si está por nosotros —dijo la reina— al hablar el rey debe aplicar el índice sobre el párpado de su ojo derecho.

—Pero ¿y si no está por nosotros, señora?…

—Entonces será nuestro prisionero, y voy a dar las órdenes más terminantes para que no le dejen salir del palacio.

En aquel momento se oyó resonar una campana.

—¿Qué es eso? —preguntó la reina.

—La campana de alarma —contesté Charny.

Las princesas se levantaron presas de un gran espanto.

—Pero ¿qué tenéis? —preguntó la reina—. Esa campana es la trompeta de los facciosos.

—Señora —dijo Charny, a quien parecía inquietar más que a la reina aquel ruido siniestro—, voy a preguntar si esa campana anuncia alguna cosa grave.

—¿Volveremos a veros? —preguntó vivamente la reina.

—He venido a ponerme a las órdenes de Vuestra Majestad, y solamente la abandonaré con la última sombra del peligro.

Charny saludó y salió.

La reina quedó pensativa un instante.

—Vamos a ver si el rey se ha confesado —murmuró.

Y salió a su vez.

Entretanto, madame Isabel se aligeraba de ropa para echarse más cómodamente en un canapé.

Desprendió de su manteleta un alfiler de cornalina y le mostró a la señora de Campan; era una piedra grabada, representando una mata de lirios con una inscripción.

—Leed —dijo madame Isabel.

La señora Campan se acercó a un candelabro y leyó: Olvido de las ofensas; perdón de las injurias.

—Mucho temo —dijo la princesa— que esta máxima influya poco en nuestros enemigos; mas no por eso debe sernos menos querida.

Apenas había pronunciado estas palabras, resonó un tiro en el patio.

Las mujeres profirieron un grito.

—¡He ahí el primer tiro! —dijo madame Isabel—, y, ¡ay de mí!, ¡no será el último!

Se había anunciado a la reina la llegada de Pétion a las Tullerías, y he aquí en qué circunstancias hizo su entrada el alcalde de París.

Había llegado a las diez y media.

Esta vez no le hicieron esperar; por el contrario, se le dijo que el rey le aguardaba; mas para llegar hasta este le fue preciso cruzar entre las filas de suizos primero, las de la guardia nacional después, y al fin la de los caballeros que se habían titulado del puñal.

No obstante, como se sabía que el rey había enviado a buscar a Pétion, y que este hubiera podido permanecer en el ayuntamiento, su palacio, sin venir a lanzarse en la jaula de los leones, como llamaban a las Tullerías, salió del paso sin oír más que las palabras traidor y Judas, que le dirigieron al subir la escalera.

Luis XVI esperaba a Pétion en el mismo aposento donde le había tratado con tanta dureza el 21 de junio. Pétion reconoció la puerta y sonrió. La fortuna le proporcionaba una terrible revancha. En la puerta, Mandat, comandante de la guardia nacional, detuvo a Pétion.

—¡Ah, sois vos, señor alcalde! —exclamó.

—Sí, caballero, yo soy —contestó Pétion con su flema ordinaria.

—¿Qué venís a hacer aquí?

—Podría dispensarme de contestar a esta pregunta, señor Mandat, pues no os reconozco en modo alguno el derecho de interrogarme; pero como vais deprisa, no quiero discutir con inferiores…

—¿Con inferiores?

—Me interrumpís, y os repito que voy deprisa, señor Mandat. Vengo aquí porque el rey me ha enviado a buscar tres veces… Por mi gusto no me habría presentado.

—Pues bien; puesto que tengo el honor de veros, señor Pétion, os preguntaré por qué los jefes de policía de la ciudad han distribuido en abundancia cartuchos a los marselleses, y por qué yo, Mandat, no he recibido más que tres para cada uno de mis hombres.

—En primer lugar —contestó Pétion sin perder nada de su serenidad— no se ha pedido más para las Tullerías, tres cartuchos para cada guardia nacional y cuarenta para cada suizo; esto es lo que el rey pide.

—Y ¿por qué esta diferencia en el número?

—Al rey es a quien toca decíroslo; sin duda desconfía de la guardia nacional.

—Pero yo —replicó Mandat— envié a pediros pólvora.

—Es verdad, pero desgraciadamente no estáis en condiciones para que os la den.

—¡Oh!, ¡vaya una contestación! —exclamó Mandat—, sin duda os corresponde gobernarme, puesto que la orden emana de vos.

La discusión se agriaba en un terreno en que le habría sido difícil a Pétion defenderse; mas por fortuna la puerta se abrió y Roederer, el síndico del Ayuntamiento, llegando en auxilio del alcalde de París, le dijo:

—Señor Pétion, el rey os espera.

Pétion entró.

El rey, en efecto, le esperaba impaciente.

—¡Ah, por fin estáis aquí! —le dijo—. ¿Cómo está la ciudad de París?

Pétion dio poco más o menos cuenta del estado de cosas.

—¿No tenéis nada más que decirme, caballero? —preguntó el rey.

—No, señor —contestó Pétion.

El rey le miraba fijamente.

—¿Absolutamente nada más? —preguntó de nuevo—. ¿Nada, nada?…

El alcalde abrió mucho los ojos, sin comprender aquella insistencia del rey.

Este último, por su parte, esperaba que Pétion acercase el índice a su ojo, señal convenida por la que el alcalde de París debía indicar que, mediante los doscientos mil francos, el rey podía contar con él.

Pétion se rascaba la oreja, pero sin pensar siquiera en acercar el dedo a su ojo.

El rey había sido engañado; un bribón se embolsó sin duda los doscientos mil francos.

La reina entró precisamente en el momento en que el rey no sabía ya que preguntar a Pétion, y cuando este esperaba una nueva pregunta.

—Y bien —preguntó la reina—, ¿es nuestro amigo?

—No —contestó el rey—, no ha hecho ninguna señal.

—Pues que sea nuestro prisionero —dijo la reina.

—¿Puedo retirarme? —preguntó el alcalde al rey.

—¡Por Dios, no le dejéis salir! —exclamó María Antonieta.

—No, caballero; dentro de un instante quedaréis libre, pues aún necesito hablaros —añadió el rey alzando la voz—. Entrad en ese gabinete.

Esto era como decir a los que estaban en aquel aposento: «Os confío a Pétion; vigiladle y no le dejéis salir».

Los que se hallaban en el gabinete comprendieron muy bien y cercaron a Pétion, que se consideró prisionero.

Por fortuna, Mandat no estaba allí: se resistía a obedecer una orden para que fuese al Ayuntamiento.

Los fuegos se cruzaban: llamábase a Mandat en la municipalidad como se llamaba a Pétion en las Tullerías.

A Mandat le repugnaba mucho obedecer y no se decidió al pronto.

En cuanto a Pétion, hallábase en un pequeño gabinete donde había treinta personas, y que apenas podía contener cuatro con desahogo.

—Señores —dijo al cabo de un instante—, es imposible permanecer aquí más tiempo, porque nos ahogamos.

Así lo pensaban todos, y por eso nadie se opuso a la salida de Pétion; pero todo el mundo le siguió sus pasos.

Por otra parte, nadie se atrevió tal vez a retenerle abiertamente.

Tomó la primera escalera que vio, que le condujo a una habitación del piso bajo que daba al jardín.

Por un momento temió que la puerta de aquel estuviese cerrada; pero hallábase abierta.

El alcalde se encontró en una prisión más grande y mejor ventilada; pero sin salida como la primera.

Sin embargo, esto era mejorar.

Le había seguido un hombre que, apenas llegado al jardín, le dio su brazo: era Roederer, el procurador síndico del departamento.

Los dos comenzaron a pasearse por el terrado que costeaba el palacio; iluminábale en aquel momento una línea de lamparillas, y varios guardias nacionales apagaron las que estaban más próximas a Pétion y al síndico.

¿Qué se intentaba? El alcalde no creyó riada de bueno.

—Caballero —dijo a un oficial suizo que le seguía, y que se llamaba Salis-Lizers—, ¿se trama algo contra mí?

—Estad tranquilo, señor Pétion —contestó el oficial con un acento alemán muy pronunciado—: El rey me encargó que velara sobre vos, y os aseguro que si alguno os matara, moriría un instante después a mis manos.

En una circunstancia análoga, Triboulet había contestado a Francisco I: «¿Os sería igual que fuese un momento antes, señor?».

Pétion no contestó nada y dirigióse al temido dé los Fuldenses, muy bien iluminado por la luna. No estaba, como hoy, cercado por una verja, sino por una pared de ocho pies de altura, con tres puertas, dos pequeñas y una grande.

No solamente estaban cerradas, sino atrancadas, y custodiaban las demás los granaderos de la Buttedes-Moulins y de las Hijas de Santo Tomás, conocidos por su realismo.

Por lo tanto, nada se podía esperar de ellos. Pétion se inclinaba de vez en cuando, cogía una piedra y arrojábala al otro lado de la pared.

Mientras que Pétion se ocupaba en esto, fueron a decirle dos veces que el rey deseaba hablarle.

—Vamos —dijo Roederer—, ¿no obedecéis?

—No —contestó Pétion—, hace demasiado calor allí arriba; me acuerdo del gabinete, al que no tengo el menor deseo de volver, y además he dado cita a una persona en el terrado de los Fuldenses.

Y siguió cogiendo piedras y arrojándolas al otro lado de la pared.

—¿A quién habéis dado cita? —preguntó Roederer.

En aquel momento la puerta de la Asamblea que daba al terrado se abrió.

—Creo —dijo Pétion— que eso es precisamente lo que espero.

—¡Orden de permitir el paso al señor Pétion! —dijo una voz—, la Asamblea le necesita para que dé cuenta del estado de París.

—¡Precisamente! —dijo Pétion en voz baja.

Y añadió en voz alta:

—Heme aquí dispuesto a contestar a las interpelaciones de mis enemigos.

Los guardias nacionales, creyendo que se trataba para Pétion de una mala partida, le dejaron pasar.

Eran cerca de las tres de la madrugada; el día comenzaba a despuntar; y, cosa extraña, el cielo tenía color de sangre.