Capítulo CXLIX

Permítannos nuestros lectores conducirles a una casa de la calle de la Antigua Comedia, cerca de la calle de la Delfina.

En el primer piso vivía Fréron.

Pasemos por delante de su puerta, porque llamaríamos inútilmente, puesto que se halla en el piso segundo, en casa de su amigo Camilo Desmoulins.

Mientras que franqueamos los diecisiete escalones que separan un piso de otro, digamos rápidamente quién era Fréron.

Luis Estanislao Fréron era hijo del famoso Elie-Catherine Fréron, tan injusta y cruelmente atacado por Voltaire; cuando se leen hoy de nuevo los artículos críticos dirigidos por el periodista contra el autor de La Doncella de Orleáns y del Diccionario filosófico, se extraña ver que el periodista decía justamente en 1754 lo que nosotros pensamos en 1854, es decir, cien años después.

Fréron hijo, que contaba entonces treinta y cinco años, irritado por las injusticias con que se había agobiado a su padre —muerto de pesar en 1776, a consecuencia de haberse suprimido, por el guardasellos Miromesnil, su diario titulado El año literario—, Fréron, decimos, había abrazado con ardor los principios revolucionarios y publicaba, o iba a publicar en aquella época, El Orador del Pueblo.

En la noche del 9 de agosto hallábase, como hemos dicho, en casa de Camilo Desmoulins, donde cenaba con Bruñe, el futuro mariscal de Francia, que por el pronto era regente de una imprenta.

Barbaroux y Rebecqui eran los otros convidados.

Una sola mujer asistía a esta comida, la cual comida tenía alguna semejanza con la de los mártires antes de ir al circo, llamada comida libre.

Aquella mujer era Lucila.

¡Dulce nombre, encantadora joven que ha dejado un doloroso recuerdo en los anales de la Revolución!

No podremos acompañarte en este libro, por lo menos hasta el cadalso, a donde quisiste subir, cariñosa y poética mujer, porque era el camino más corto para reunirte con tu esposo; pero de paso vamos a bosquejar tu retrato en dos plumadas.

¡Tan sólo uno queda de ti, pobre niña! Has muerto tan joven, que el pintor se vio en cierto modo obligado a cogerte al paso; es una miniatura que hemos visto en la admirable colección del coronel Morin, la cual fue dispersada, aunque era preciosa, al morir aquel excelente hombre que con tanta complacencia ponía sus tesoros a nuestra disposición.

En ese retrato Lucila parece pequeña, muy graciosa, traviesa sobre todo, y en su rostro encantador se nota alguna cosa esencialmente plebeya. En efecto: hija de un antiguo dependiente de hacienda y de una hermosa mujer que, según se aseguraba, era querida del ministro Terray, Lucila, así como lo prueba su nombre, Lucila Duplessis-Laridon, era de estirpe vulgar, como madame Roland.

En 1791, un matrimonio de inclinación había unido a esta joven, relativamente rica para él, con aquel niño terrible, con aquel pillete de genio que se llamaba Camilo Desmoulins.

Camilo, pobre y bastante feo, hablaba difícilmente a causa de su tartamudez, lo cual le impidió ser orador, convirtiéndole en el gran escritor que ya conocéis.

Había seducido a Lucila por su claro talento y la bondad de su corazón.

Camilo, aunque del padecer de Mirabeau, que había dicho: «No haréis nada con la Revolución sino la descristianizáis», se había casado en la iglesia de San Sulpicio, según el rito católico; pero en 1792, como naciera un hijo, le llevó a la casa ayuntamiento y reclamó el bautismo republicano.

Allí, en una habitación del segundo piso de aquella casa de la calle de la Antigua Comedia, acababa de concertarse con gran espanto, y a la vez con no poco orgullo de Lucila, todo aquel plan de insurrección que Barbaroux confesaba ingenuamente haber enviado tres días antes en un calzón a su lavandera.

Por eso Barbaroux, que no tenía mucha confianza en el éxito del golpe de mano que había preparado él mismo, y que temía caer en poder de la corte victoriosa, mostraba con la mayor sencillez un veneno preparado por Cabanis, como el de Condorcet.

Al comenzarse la cena, Camilo, que no tenía mucha más esperanza que Barbaroux, había dicho, levantando su vaso para que Lucila no se enterase:

Edamus et bibamus, eras enim moriemur![54]

Pero Lucila había comprendido.

—¡Bah!, ¿a qué hablar una lengua que yo no comprendo? Adivino lo que dices, Camilo, y cree que no seré yo quien te impida cumplir con tu misión.

Y con esta seguridad, se habló libremente en voz alta.

Fréron era el más resuelto de todos: sabíase que amaba a una mujer sin esperanza, aunque se ignorase quién era; pero su desesperación al morir Lucila reveló aquel secreto fatal.

—¿Y tú, Fréron —le preguntó Camilo—, tienes algún veneno?

—¡Oh!, en cuanto a mí, si no triunfamos mañana, me dejaré matar; estoy tan cansado de la vida, que tan sólo busco un pretexto para perderla.

Rebecqui era quien tenía más esperanza en el resultada de la lucha.

—Conozco a mis marselleses —decía—, yo soy quien los ha elegido desde el primero hasta el último, y ninguno retrocederá.

Después de la cena se propuso ir a casa de Danton. Barbaroux y Rebecqui rehusaron, diciendo que debían ir al cuartel de los marselleses, distante apenas veinte pasos de la casa de Camilo Desmoulins. Fréron tenía cita con Sergent y Manuel. Bruñe pasaba la noche en casa de Santerre. Cada cual se unía con el acontecimiento por un hilo que le era propio.

La reunión se disolvió. Solamente Camilo y Lucila fueron a casa de Danton.

Los dos matrimonios se trataban mucho, no solamente los hombres, sino también las mujeres.

Ya conocemos a Danton; más de una vez, detrás de los pintores que le retrataron a grandes rasgos, hemos sido llamados para reproducir su imagen.

Su esposa es menos conocida, y diremos sobre ella algunas palabras.

En casa del coronel Morin se podía encontrar también un recuerdo de aquella mujer notable, que fue, por parte de su marido, objeto de una profunda adoración; pero no era una miniatura lo que de ella quedaba, como de Lucila, sino un busto en yeso. Michelet cree que fue vaciado después de la muerte. La expresión era de bondad, de calma y de energía. Sin estar aquejada aún de la enfermedad que la mató en 1793, se la veía siempre triste e inquieta, como si, estando próxima a la muerte, adivinase el porvenir. La tradición añade que era piadosa y tímida. Pero cierto día, a pesar de su timidez, manifestó una opinión opuesta a la de sus padres, y entonces fue cuando declaró que estaba resuelta a casarse con Danton.

Así como Lucila con Camilo Desmoulins, había reconocido en el hombre ignorado, sin reputación ni fortuna, al dios que, lo mismo que Júpiter en Semelé, debía devorarla al revelarse a ella.

Comprendíase que la pobre mujer unía su suerte con otra terrible, llena de tempestades; pero tal vez hubo en su decisión tanta piedad como amor para aquel ángel de tinieblas y de luz que debía tener el funesto honor de resumir aquel notable año de 1792, como Mirabeau el de 1791 y como Robespierre el de 1793.

Cuando Camilo y Lucila llegaron a casa de Danton —los dos matrimonios eran vecinos: Camilo vivía en la calle de la Antigua Comedia, y Danton en la de Paon-Saint-André—, la esposa de este lloraba y su esposo trataba de consolarla con expresión resuelta.

Las dos esposas se reunieron y abrazáronse; los hombres se estrecharon la mano.

—¿Crees tú que habrá algo? —preguntó Camilo.

—Así lo espero —contestó Danton—, pero Santerre se muestra algo tibio. Por fortuna, el asunto de mañana no es de interés personal: la irritación producida por una larga miseria, la indignación pública, la aproximación del extranjero y la convicción de que se vende a Francia, son las cosas con que se debe contar. Cuarenta y siete secciones, de cuarenta y ocho, han votado la caída del rey, enviando a cada cual tres comisarios para que se reúnan en la municipalidad, a fin de salvar la patria.

—¡Salvar la patria! —dijo Camilo moviendo la cabeza.

—Sí; pero al mismo tiempo está bien comprendido.

—¿Y Marat y Robespierre?

—Naturalmente, no los han visto; el uno está escondido en su granero y el otro en su cueva; cuando el asunto haya terminado, se verá reaparecer al uno como una comadreja y al otro como un mochuelo.

—¿Y Pétion?

—¡Ah!, ¡mucho ha de saber quien diga en favor de quién está! El cuatro declaró la guerra al palacio; el ocho advirtió al departamento que no respondía ya de la seguridad del rey; esta mañana propuso situar guardias nacionales en el Carrousel y esta noche ha pedido al departamento veinte mil francos para despedir a los marselleses.

—Quiere adormecer a la corte —dijo Camilo Desmoulins.

—Así lo creo también —replicó Danton.

En aquel momento entró otro matrimonio: eran el señor y la señora Robert.

Se recordará que la señora Robert —señorita de Keralio— dictaba, el 17 de julio de 1791, en el altar de la patria, la famosa petición que su marido escribía.

Al contrario de los otros dos matrimonios, en que los hombres eran superiores a sus esposas, aquí la mujer era superior al marido.

Robert, hombre grueso, de treinta y cinco a cuarenta años, individuo del club de los Franciscanos, con más patriotismo que talento, no tenía la menor facilidad para escribir y era enemigo declarado de Lafayette, y muy ambicioso, si se ha de dar crédito a las Memorias de madame Roland.

La señora Robert era pequeña, hábil, talentosa y altanera; tenía entonces treinta y cuatro años y había sido educada por su padre, Guinement de Keralio, caballero de San Luis, individuo de la Academia de inscripciones, que contaba entre sus alumnos un joven corso, cuya gigantesca fortuna estaba lejos de prever. Gracias a su educación, la señorita de Keralio se hizo poco a poco sabia y literata; a los diecisiete años escribía, traducía y compilaba; y a los dieciocho compuso su novela Adelaida. Como el sueldo de su padre no bastaba a este para vivir, escribía en El Mercurio y el Diario de los Sabios, y más de una vez firmó artículos de su hija, que no desmerecían de los suyos. Así es como llegó a tener ese ingenio vivo, rápido y ardiente, que hizo de ella una de las más infatigables periodistas de la época.

Los esposos Robert llegaban del barrio de San Antonio, y dijeron que habían notado en él un aspecto extraño.

La noche era hermosa, tranquila en apariencia, y apenas había gente en las calles; pero todas las ventanas estaban iluminadas.

El efecto era lúgubre, pues aquella iluminación, sin ser la de una fiesta, no era tampoco la luz que alumbra el lecho de los moribundos, y hubiérase dicho que algo vivía en el arrabal en medio de aquel sueño febril.

En el momento en que la señora Robert terminaba su relato, el sonido de una campana estremeció a todos.

Era la primera señal que resonaba en los Franciscanos.

—¡Bueno —dijo Danton—, reconozco a nuestros marselleses! ¡Bien esperaba que fuesen ellos los que dieran la primera señal!

Las mujeres se miraron con terror; la señora de Danton, sobre todo, tenía marcada en sus facciones la expresión del espanto.

—¡La señal! —exclamó la señora Robert—. ¿Conque se atacará el palacio durante la noche?

Nadie contestó; pero Camilo Desmoulins, que al primer sonido de la campana había entrado en su aposento, volvió muy pronto con un fusil en la mano.

Lucila profirió un grito; mas comprendiendo que en aquella hora suprema no tenía derecho para detener al hombre a quien amaba, dejóse caer de rodillas y comenzó a llorar.

Camilo se acercó a ella.

—Descuida —la dijo—, no me separaré de Danton.

Los hombres salieron; la señora de Danton desfallecía, y la de Robert, colgada del cuello de su esposo, quería acompañarle a toda costa.

Las tres mujeres quedaron solas: la de Danton en una silla y como aniquilada; Lucila, llorando; y la de Robert recorriendo la habitación y diciendo, sin echar de ver el daño que hacía a la mujer de Danton:

—¡Todo esto, todo esto es culpa de Danton! Si matan a mi esposo, yo moriré con él; pero antes daré de puñaladas al causante de la desgracia.

Así transcurrió una hora poco más o menos.

De pronto se abrió la puerta de la calle.

La señora Robert se precipitó hacia adelante; Lucila levantó la cabeza y la señora de Danton permaneció inmóvil.

Era Danton que volvía.

—¡Solo! —exclamó la señora Robert.

—Tranquilizaos —dijo Danton—, no pasará nada antes de mañana.

—Pero ¿y Camilo? —preguntó Lucila.

—Pero ¿y Robert? —preguntó la señora de Keralio.

—Están en los Franciscanos, y vengo para avisaros y deciros que no habrá nada esta noche; la prueba es que voy a dormir.

Y se echó vestido en el lecho y cinco minutos después dormía, como si en aquel instante no mediara una cuestión de vida y muerte entre la monarquía y el pueblo.

A la una de la madrugada volvió Camilo.

—Os traigo noticias de Robert; ha ido a la municipalidad a llevar nuestras proclamas… No estéis inquietas, porque no habrá nada hasta mañana, y aún no sé…

Y Camilo movió la cabeza como nombre que duda. Después la apoyó en el hombro de Lucila y quedó, a su vez dormido.

Media hora después llamaban a la puerta.

La señora Robert abrió.

Era su esposo.

Venía a buscar a Danton, de parte de la municipalidad, y se le despertó al punto.

—¡Que vayan a… y que me dejen dormir —exclamó—, mañana será otro día!

Robert y su mujer salieron para volver a su habitación.

Muy pronto llamaron de nuevo.

La señora de Danton abrió, y un momento después introdujo a un joven alto, rubio, de unos veinte años, que vestía el uniforme de capitán de la guardia nacional y llevaba un fusil en la mano.

—¿El señor Danton? —preguntó.

—Amigo mío —dijo la mujer despertando a su esposo.

—¿Qué hay? —preguntó esté—. ¡Otra vez!

—Señor Danton —dijo el joven rubio—, os esperan allí abajo.

—¿Dónde?

—En la municipalidad.

—¿Quién me espera?

—Los comisarios de las secciones, y particularmente el señor Billot.

—¡El rabioso! —dijo Danton—. Está bien; decid a Billot que ya voy.

Después, mirando al joven, cuyo rostro le era desconocido, y que vestía ya, casi niño aún, el uniforme de un grado superior, le dijo:

—Dispensad, oficial, ¿quién sois?

—Soy Ángel Pitou, caballero, capitán de la guardia nacional de Haramont…

—¡Ah, ah!

—Antiguo vencedor de la Bastilla.

—Muy bien.

—Recibí ayer una carta del señor Billot, diciéndome que probablemente habría aquí una ruda pelea, y que se necesitaban todos los buenos patriotas.

—Y ¿después?

—Emprendí la marcha con dos de mis hombres, que han tenido a bien seguirme; pero no siendo tan buenos andarines como yo, se han quedado en Dammartín. Mañana a primera hora estarán aquí.

—¿En Dammartín? —preguntó Danton—, eso está a ocho leguas de aquí.

—Sí, señor Danton.

—Y ¿cuánto dista Haramont de París?

—Diecinueve leguas. Salimos esta madrugada.

—¡Ah, ah! Y ¿habéis recorrido diecinueve leguas en vuestra jornada?

—Sí, señor Danton.

—Y ¿habéis llegado…?

—A las diez de la noche… He preguntado por el señor Billot y me han dicho que estaba sin duda en el arrabal de San Antonio, en casa del señor Santerre; he ido a casa de este y me contestaron que no se le había visto, y que tal vez le encontraría en el club de los Jacobinos, en la calle de San Honorato; y aquí se me dijo que no le habían visto y que fuera a los Franciscanos, donde se me indicó que debía ir al ayuntamiento…

—Y ¿allí lo encontrasteis?

—Sí, señor Danton, y entonces me dio vuestras señas, diciéndome: «Supongo que no estarás cansado, Pitou…». «No, señor Billot». «Pues bien, ve a decir a Danton que es un perezoso, y que le esperamos».

—¡Pardiez! —exclamó Danton saltando del lecho—, he aquí un muchacho que me avergüenza. ¡Vamos, amigo mío, vamos!

Y acercándose a su esposa abrazóla, y salió después con Pitou.

La pobre mujer dejo escapar un débil suspiro y reclinó la cabeza sobre el respaldo de su sillón.

Lucila creyó que lloraba y respetó su dolor.

Sin embargo, pasado un momento, y al ver que no se movía, despertó a Camilo, y después se acercó a la esposa de Danton: la pobre señora se había desmayado.

Los primeros albores de la aurora se deslizaban a través de las ventanas; el día prometía ser magnífico; mas como si fuese un lúgubre pronóstico, el cielo tenía color de sangre.