Capítulo CXLVIII

Precisamente lo que tranquilizaba a los habitantes de las Tullerías, era lo que asustaba a los revolucionarios.

El palacio, puesto en estado de defensa, se había convertido en una fortaleza con una guarnición respetable.

En la famosa jornada del 4 de agosto, en que tanto se había hecho, la monarquía no permaneció inactiva.

Durante la noche del 4 al 5, se hicieron venir de Courbevoie los batallones suizos.

Pero de estos batallones sólo se habían separado algunas compañías destinadas a Gaillon, donde el rey se refugiaría tal vez.

Tres hombres seguros, tres jefes experimentados, se hallaban cerca de la reina: Maillardoz, con sus suizos; d’Hervilly, con sus caballeros de San Luis y su guardia constitucional; Mandat, comandante general de la guardia nacional, que respondía de veinte mil hombres afectos y decididos.

El 8 por la noche, penetró en el interior del palacio un hombre.

Todos le conocían y pudo llegar sin dificultad hasta la habitación de la reina.

La camarera anunció al doctor Gilberto.

—Que entre —dijo con voz febril.

Gilberto entró.

—Venid, doctor, venid, me alegro de veros —dijo María Antonieta.

El doctor se estremeció cuando al fijar en ella sus ojos advirtió en toda su persona muestras inequívocas de gozo y satisfacción.

Habría preferido ver a la reina pálida y abatida, en vez de febril y animada, como la encontró.

—Veo, señora —la dijo—, que llego demasiado tarde y en mala ocasión.

—Al contrario, doctor —repuso la reina sonriendo, expresión que su boca casi había olvidado ya—. Llegáis a propósito y sois siempre bien venido; vais a ver una cosa que hace ya mucho tiempo desearía haberos hecho ver, un rey verdaderamente soberano.

—Temo, señora —contestó Gilberto—, que Vuestra Majestad me haga ver, no un rey, sino un comandante de ciudadela.

—Señor Gilberto —replicó la reina—, posible es que no estemos acordes sobre el carácter simbólico de la monarquía, como no lo estamos sobre otras muchas cosas. Para mí un rey no es solamente un hombre que dice: ¡No quiero!, es, sobre todo, el hombre que dice: ¡Yo lo mando!

La reina aludía al famoso veto, que había llevado la cuestión al punto en que se hallaba.

—En efecto, señora —contestó Gilberto—, y para Vuestra Majestad un rey sobre todo es un hombre que se venga.

—Que se defiende, señor Gilberto, pues ya sabéis que estamos amenazados y deben atacarnos a mano armada. Hay, según nos han asegurado, quinientos marselleses capitaneados por un tal Barbaroux, que ha jurado sobre las ruinas de la Bastilla no volver a Marsella sin haber vivaqueado sobre las ruinas de las Tullerías.

—He oído, efectivamente decir eso, señora.

—Y ¿no os ha causado risa?

—No, señora; en vez de reír, me he asustado.

—¿De modo que venís a proponernos que abdiquemos y nos entreguemos a discreción en manos del señor Barbaroux y de sus secuaces?

—¡Ah!, ¡si el rey pudiese, señora, garantizar, por el sacrificio de su corona, su vida, la de Vuestra Majestad y la de sus hijos!…

—Se lo aconsejaríais, ¿no es verdad, señor doctor?

—Se lo aconsejaría, señora, y me echaría a sus pies, suplicándole de todo corazón que siguiese mi consejo.

—Permitid, señor Gilberto, que os diga que sois variable en vuestras opiniones.

—¡Ah!, señora, mi opinión es siempre la misma; afecto soy siempre a mi rey y a mi reina. Hubiera deseado ver el acuerdo del rey y de la Constitución; y de este deseo y de las decepciones sucesivas vienen los diferentes consejos que he tenido el honor de dar a Vuestra Majestad.

—Y ¿cuál es el que nos dais en este momento, señor Gilberto?

—Nunca os habéis hallado en mejor disposición para seguirlo, señora.

—Decid.

—Yo os aconsejo la huida.

—¿La huida?

—Nunca ha sido tan fácil como ahora.

—¿Por qué?

—Hay aproximadamente tres mil hombres en palacio.

—Cerca de cinco mil, caballero —dijo la reina con una sonrisa llena de satisfacción, y otros tantos con sólo hacer una señal.

—No necesitáis hacer esa señal, que puede ser interceptada, señora; los cinco mil hombres son suficientes.

—¡Bien!, y ¿qué debemos hacer con esos cinco mil hombres?

—Colocaros en medio de ellos, señora, con el rey y vuestros augustos hijos, salir de las Tullerías en el momento que menos lo esperen, montar a caballo a dos leguas de aquí, y ganar Gaillon y la Normandía, donde se os aguardan.

—Es decir, volverme a poner en manos de Lafayette.

—Ese al menos, señora, ha probado su adhesión por Vuestra Majestad.

—No, caballero, no; con mis cinco mil hombres y otros cinco mil que pueden acudir cuando se les llame, prefiero intentar otra cosa.

—Y ¿qué intentará Vuestra Majestad?

—Ahogar de una vez la revolución.

—¡Ah, señora, señora! Razón tenía en decirme que estaba pronunciada vuestra sentencia.

—¿Quién?

—Un hombre que no me atrevo a nombrar, pero que os ha hablado ya tres veces.

—¡Silencio! —dijo la reina palideciendo—, ya trataremos de desmentir a ese mal profeta.

—Señora, temo mucho que Vuestra Majestad se equivoque.

—¿Creéis, pues, que se atreverán a atacarnos?

—El espíritu público es ese al menos.

—Y ¿creen entrar aquí como el veinte de junio?

—Las Tullerías no son una plaza fuerte, señora.

—Es verdad; pero si queréis venir conmigo, os haré ver que pueden resistir algún tiempo.

—Mi deber es seguiros, señora —dijo Gilberto inclinándose.

—Venid —dijo la reina.

Y condujo al señor Gilberto junto a la ventana del centro de la fachada que da al Carrousel, desde la cual se dominaba, no el inmenso patio que se extiende hoy delante del palacio, sino los tres patios pequeños cerrados por muros que entonces existían, conocidos con los nombres de patio de los Príncipes, el de la parte del pabellón de Flora; de las Tullerías, el del centro, y de los Suizos, el confinante con la actual calle de Rívoli.

—Mirad —le dijo.

Gilberto vio, en efecto, que los muros que limitaban aquellos patios podían ofrecer a la guarnición un primer punto de defensa, mediante las aspilleras en ellos abiertas, a fin de hacer fuego con seguro éxito sobre los agresores.

Perdida esta primera línea, la guarnición se retiraría, no sólo a las Tullerías, cuyas tres puertas comunicaban una a cada patio, sino también a los edificios laterales; de modo que los patriotas que se arriesgasen a penetrar en los patios, serían cogidos entre tres fuegos.

—¿Qué os parece? —preguntó la reina—, ¿aconsejaríais siempre al señor Barbaroux y a sus quinientos marselleses que acometan la empresa?

—Si hombres tan fanatizados como ellos pudiesen escuchar mi consejo, les pediría, señora, que no atacasen, a la manera que os suplico no aguardéis ese ataque.

—Y probablemente no harían caso y seguirían su propósito.

—Como Vuestra Majestad continuará en el suyo. La desgracia de la humanidad consiste, señora, en pedir siempre consejos para no seguirlos nunca.

—Señor Gilberto —dijo la reina sonriendo—, olvidáis que el consejo que nos dais no ha sido solicitado…

—Es verdad, señora —dijo el doctor, dando un paso hacia atrás.

—Lo cual hace —añadió la reina presentándole la mano—, que lo agradezcamos más.

Una pálida sonrisa de duda asomó a los labios de Gilberto.

En aquel momento entraron públicamente en los patios de las Tullerías varias carretas cargadas de tablones de encina; allí los esperaban varios hombres que, aunque vestidos de obreros, se reconocía que eran militares.

Aquellos hombres mandaban aserrar los maderos en una longitud de seis pies y en un grueso de tres pulgadas.

—¿Sabéis qué clase de hombres son esos, doctor?

—Me parecen ingenieros.

—Lo son y se disponen, como veis, a blindar las ventanas, dejando sólo las troneras para poder hacer fuego.

Gilberto miró con tristeza a la reina.

—¿Qué tenéis? —preguntó María Antonieta.

—¡Ah!, señora, me causa pena ver que tenéis necesidad de forzar vuestra memoria a retener esos nombres y vuestra boca a pronunciarlos.

—¡Qué queréis, caballero!, hay circunstancias en que las mujeres necesitan hacerse hombres: cuando los hombres…

La reina se detuvo.

—Pero, en fin —continuó, concluyendo, no la frase, sino el pensamiento—, esta vez el rey está decidido.

—Señora —dijo Gilberto—, creo que desde el momento en que Vuestra Majestad se decidió al terrible extremo de que hace su puerto de salvación, se habrá defendido el palacio por todas partes. Por ejemplo, las galerías de Louvre…

—Me hacéis pensar en ello; venid conmigo, caballero, deseo asegurarme por mí misma de que se ejecuta la orden que he dado.

María Antonieta condujo a Gilberto, a través de los aposentos, hasta la puerta del pabellón de Flora, que comunica con la galería de pintura.

Abierta la puerta, Gilberto vio que una multitud de operarios se ocupaban en cortar la galería en una anchura de veinte pasos.

—Ya lo veis —dijo la reina.

Y dirigiéndose al oficial que presidía los trabajos, dijo:

—¿Señor d’Hervilly?

—Señora, si los rebeldes nos dejan aún veinticuatro horas, nos hallaremos dispuestos.

—¿Creéis —preguntó la reina al doctor—, que nos dejen veinticuatro horas?

—Si intentan algo, señora, no será hasta el diez de agosto.

—¿El diez, un viernes?, ¡mal día para motines, doctor! Yo habría creído que tuviesen el buen juicio de escoger un domingo.

Y salió de la galería, seguida de Gilberto. A pocos pasos encontraron a un hombre que vestía el uniforme de general.

—Y bien —dijo la reina—, ¿habéis tomado vuestras disposiciones, señor Mandat?

—Sí, señora —contestó el comandante general, mirando con inquietud a Gilberto.

—¡Oh!, podéis hablar sin recelo —exclamó la reina—, este caballero es un amigo.

Y volviéndose a Gilberto, añadió:

—¿Es verdad, doctor?

—Y de los más afectos, señora —contestó Gilberto.

—En ese caso es diferente —dijo Mandat—. Un cuerpo de la guardia nacional colocado en el hotel de Ville y otro en el puente Nuevo, dejarán pasar a los facciosos; y en tanto que el señor d’Hervilly con sus caballeros y el señor Maillardoz con sus suizos los reciben de frente, aquellos les cortarán la retirada y los fusilarán por retaguardia.

—Ya lo veis, caballero, vuestro diez de agosto no será un veinte de junio.

—Lo temo así, señora.

—¡Para nosotros, para nosotros! —insistió la reina.

—Señora —replicó Gilberto—, Vuestra Majestad sabe lo que he tenido el honor de decirla; tanto como traté de disuadiros del viaje a Varennes…

—Sí, tanto aconsejáis el de Gaillon. ¿Tenéis tiempo para venir conmigo hasta las salas bajas, señor Gilberto?

—Seguramente, señora.

—Pues bien, vamos.

La reina tomó por una escalera pequeña de caracol que conducía al piso bajo del palacio.

Aquello era un verdadero campamento, fortificado y defendido por los suizos. Las ventanas estaban cubiertas todas de blindajes, como María Antonieta había dicho. Después, adelantándose al coronel, preguntó:

—¿Qué decís de vuestros soldados, señor Maillardoz?

—Que están dispuestos como yo, señora, a morir por Vuestra Majestad.

—¿Así, pues, nos defenderán hasta el último extremo?

—Una vez roto el fuego, señora, no se suspenderá a menos de una orden escrita del rey.

—Ya lo oís, caballero; fuera del recinto de palacio, todo puede sernos hostil; pero dentro de él, todo nos demuestra fidelidad.

—Ese es un consuelo, señora; pero no una seguridad.

—¿Sabéis que estáis lúgubre, doctor?

—Me permitirá Vuestra Majestad acompañarla hasta su cámara.

—Sí, doctor; pero dadme el brazo, porque estoy muy fatigada.

Gilberto se inclinó ante este alto favor, tan raramente concedido por la reina, aun a sus más íntimos, sobre todo desde el principio de sus desgracias.

La acompañó, pues, hasta su alcoba. Llegados a ella, María Antonieta se dejó caer en un sillón.

Gilberto, hincando una rodilla ante ella, la dijo:

—¡Señora, en nombre de vuestro augusto esposo, en el de vuestros queridos hijos y en el de vuestra propia seguridad, os suplico nuevamente aprovechéis las fuerzas que os rodean, no para combatir, sino para huir!

—Caballero —contestó la reina—, desde el catorce de julio aspiro a ver al rey castigar tantos insultos; el momento se presenta, nosotros lo creemos así, y salvaremos la monarquía o nos enterraremos con ella bajo las ruinas de las Tullerías.

—¿Nada puede retraer a Vuestra Majestad de esa fatal resolución, señora?

—Nada.

Y la reina tendió su blanca mano a Gilberto, no sólo para que se levantase, sino también para dársela a besar.

Gilberto besó respetuosamente aquella mano y, al tiempo de levantarse, dijo:

—Señora, ¿me permitirá Vuestra Majestad que escriba algunas líneas, cuya urgencia considero tal que deseo no perder un momento?

—Sí, escribid —dijo la reina, mostrándole su escritorio.

Gilberto se sentó y escribió:

«Venid, caballero; la reina se halla en peligro de muerte si un amigo no la salva, y creo que sois él único que pueda tener bastante influencia para lograrlo».

Firmó y puso el sobre.

—¿Seré muy curiosa, caballero, preguntándoos a quién escribís?

—Al señor de Charny.

—¡Al señor de Charny! —exclamó la reina, palideciendo y estremeciéndose a la vez—, y ¿con qué fin le escribís?

—Para que obtenga de Vuestra Majestad lo que yo no puedo obtener.

—El señor de Charny es demasiado feliz para pensar en sus amigos desgraciados y no vendrá —dijo la reina.

La puerta se abrió y un ujier apareció en ella:

—El señor conde de Charny, que acaba de llegar en este momento —dijo—, pregunta si puede presentar sus respetos a Vuestra Majestad.

La reina se puso lívida y balbuceó algunas palabras ininteligibles.

—¡Que entre, que entre —dijo Gilberto—, el cielo es quien lo envía!

Charny se presentó en traje de oficial de marina.

—¡Oh, venid, caballero, venid, os escribía!

Y le entregó la carta.

—He sabido el peligro en que Su Majestad se halla y he venido —dijo Charny inclinándose.

—¡Señora, señora! —exclamó Gilberto—, en nombre del cielo, escuchad lo que va a deciros vuestro leal amigo el señor de Charny; su voz será la de Francia.

Y saludando respetuosamente a la reina y al conde salió llevando consigo el último resto de su esperanza.