El 28 de julio, y como si viniese en apoyo de la proclamación de la patria está en peligro, llegó a París el manifiesto de Coblenza.
Era, como hemos dicho, una proclama enemiga, una amenaza, y por consiguiente, un insulto a Francia.
El duque de Brunswick, hombre de talento, había calificado de absurdo el manifiesto; pero sobre su opinión prevaleció la de los reyes coaligados, los cuales lo adoptaron tal cual lo habían recibido de las manos del rey de Francia, y lo pasaron a las de su general.
Según aquel documento, todo francés era culpable; toda la ciudad, villa o aldea, debía ser demolida o incendiada; y en cuanto a París, moderna Jerusalén condenada a las zarzas y a las espinas, no debía quedar piedra sobre piedra.
He ahí el contenido del insensato manifiesto, fechado en Coblenza el 26 y llegado a París el 28.
¿Qué águila lo había traído entre sus garras, para que hubiese podido recorrer doscientas leguas en treinta y seis horas?
Fácil es comprender la explosión que produjo semejante manifiesto.
Todos los corazones se estremecieron, todos se alarmaron, todos se prepararon al combate.
Pero escojamos un hombre entre todos esos hombres; un tipo entre todos esos tipos.
Ya hemos nombrado al hombre: Barbaroux.
También hemos tratado de describir el tipo.
Barbaroux, como hemos dicho, escribía a Rebecqui en los primeros días de julio: «Envíame quinientos hombres que sepan morir matando».
¿Quién era ese hombre para escribir semejante frase, y qué influencia tenía sobre sus compatriotas?
Tenía la influencia de la juventud, de la belleza y del patriotismo.
Ese hombre era Carlos Barbaroux, figura dulce y encantadora, que turba a madame Roland aún en la alcoba conyugal, y hace soñar a Carlota Corday al pie mismo del patíbulo.
Madame Roland comenzó por recelar.
¿Por qué?
Porque era demasiado gallardo.
Tal fue el reproche que se hizo a dos hombres de la revolución, cuyas cabezas, por hermosas que fuesen, aparecieron, a catorce meses de distancia, la una entre las manos del verdugo de Burdeos, la otra entre las del verdugo de París; el primero era Barbaroux, el segundo Herault de Sechelles.
Oigamos lo que decía de ellos madame Roland:
«Barbaroux es ligero; las adoraciones que le prodigan las mujeres de costumbres desarregladas, perjudican a la bondad de sus sentimientos; al ver esos jóvenes satisfechos del efecto que causan, como Barbaroux y Herault Sechelles, no puedo menos de pensar que se adoran demasiado a sí mismos para adorar lo suficiente a la patria».
Pero se engañaba la severa Palas.
Si no la única amante de Barbaroux, la patria fue la primera, la que más amó, pues a ella sacrificó su vida.
Barbaroux tenía apenas veinticinco años.
Había nacido en Marsella, de una de esas familias de atrevidos navegantes que hacen del comercio una poesía; y por la forma, por la gracia, por la idealidad, por el perfil, sobre todo, parecía descender en línea recta de alguno de los osados navegantes que trasladaron sus penates desde el pie del Parnaso a las orillas del Ródano.
Se había ejercido en el arte de la elocuencia, de que los hombres del Mediodía hacen un arma y un adorno, y en la poesía, flor transportada por los focenses desde el golfo de Corinto al de Lyon. Ocupábase además de física, y había entrado en correspondencia con Saussure y Marat.
Viósele aparecer de repente en medio de las agitaciones que tuvieron lugar en Marsella, a consecuencia de la elección de Mirabeau.
Y luego fue nombrado secretario del ayuntamiento de su ciudad natal. Más tarde hubo disturbios en Arlés.
En medio de ellos apareció la hermosa figura de Barbaroux, semejante a la de Antinoó armado.
París lo reclamaba; el grande horno tenía necesidad de aquel sarmiento embalsamado, de aquel crisol inmenso, de aquel metal puro.
Llegó a él enviado para dar cuenta de los tumultos de Aviñón; habríase dicho que no pertenecía a partido alguno; que su corazón, como el de la justicia, no abrigaba odio ni amistad; dijo la verdad, pero terrible, cual era en realidad, y al decirla apareció grande como ella.
Hacía poco que los Girondinos habían venido. Lo que los distinguía de los demás partidos, lo que los perdió acaso, era el ser verdaderos artistas. Tendieron su mano tibia y franca a Barbaroux, y orgullosos con la bella adquisición, llevaron al marsellés a casa de madame Roland.
Ya sabemos su juicio sobre el nuevo contertulio.
Pero lo que más novedad causó a madame Roland fue que desde mucho tiempo hacía su marido estaba en correspondencia con Barbaroux, y ella acostumbrada a ver llegar las cartas de este con regularidad, llenas de precisión y buen sentido.
No habiéndose ocupado, por otra parte, de preguntar la edad ni el aspecto del grave corresponsal, habíaselo figurado un hombre de cuarenta años, de cráneo despoblado por la meditación y frente arrugada por el estudio.
Necesario le fue modificar el ensueño al ver un hermoso joven de veinticinco años, alegre, decidido, amante de las mujeres; toda la rica generación del 92, que debía ser agostada en el 93, la amaba.
En aquella cabeza que parecía tan frívola, y que madame Roland encontraba demasiado hermosa, fue donde se formuló quizá el primer pensamiento del 10 de agosto.
La atmósfera se cargaba de electricidad; las nubes giraban inciertas de uno a otro punto del cielo Barbaroux las dio dirección y las amontonó sobre los pizarrosos tejados de las Tullerías.
Cuando nadie aún había formado plan alguno, él escribía a Rebecqui: «Envíame quinientos hombres que sepan morir matando».
¡Ah!, el verdadero rey de Francia era ese rey de la revolución a quien fueron enviados quinientos hombres que supiesen morir con la misma sencillez que habían sido pedidos.
Rebecqui mismo los escogió entre el partido francés de Aviñón.
Eran hombres que combatían desde hacía dos años y que aborrecían diez generaciones. Batiéronse en Tolosa, en Nimes, en Arlés; habíanse acostumbrado a la sangre y a la fatiga y se preocupaban poco de ambas cosas.
El día convenido emprendieron un viaje de doscientas veinte leguas, como un simple paseo.
Y ¿por qué no? Eran ásperos marineros, rudos campesinos de fisonomía tostada por el siroco del África o por el mistral del monte Ventoux, de manos ennegrecidas por la brea o encallecidas por la azada y la mancera.
Por todas partes llamábanles bandoleros.
En uno de los altos que hicieron, más arriba de Orgon, recibieron la letra y música del himno de Rouget de l’Isle, que se llamaba Canto del Rhin.
Barbaroux los enviaba como viático, para hacerles el camino menos penoso.
Uno de ellos ahulló la música, pero pronunció las palabras, y todos repitieron en inmensa gritería el himno terrible. Terrible, sí; mucho más terrible de lo que lo había imaginado Rouget mismo.
Al pasar por la boca de los marselleses, su canto cambió de carácter, como las palabras cambiaron de significado.
No era ya un canto de fraternidad, sino de exterminio y de muerte; era La Marsellesa, el himno terrible que nos hizo estremecer de espanto en el seno de nuestras madres. Aquellos hombres, atravesando ciudades y aldeas, asustaban a Francia por el ardiente entusiasmo con que entonaban aquel canto nuevo.
Luego que Barbaroux supo que habían llegado a Montereau, se avistó con Santerre.
Este le prometió ir a recibirlos a Charenton con cuarenta mil hombres.
¿Qué pensaba hacer Barbaroux con los cuarenta mil hombres de Santerre y sus quinientos marselleses?
Poner a estos a la cabeza, apoderarse de la casa Ayuntamiento y de la Asamblea, hacer con las Tullerías lo que el 14 de julio de 1789 se había hecho con la Bastilla, y proclamar la República sobre las ruinas del palacio de Florentino.
Barbaroux y Rebecqui fueron a Charenton a esperar a Santerre con los cuarenta mil arrabaleros. Santerre se presentó sólo con doscientos. Tal vez no queriendo dar a los marselleses, es decir, a los extranjeros, la gloria de semejante movimiento.
La pequeña banda, de mirada ardiente, de rostro atezado, de voz estrindente, atravesó todo París, desde el jardín del Rey hasta los Campos Elíseos, cantando La Marsellesa. ¿Por qué habríamos de darla un nombre diferente de aquel por el cual es conocida?
Los marselleses debían acamparse en los Campos Elíseos, donde les esperaba un banquete al día siguiente.
Este se verificó entre el punto en que debían detenerse y el puente Tournant; a dos pasos del festín estaban los batallones de granaderos de las Hijas de Santo Tomás.
Era una guardia realista que la corte había colocado allí como un baluarte entre el palacio y los recién llegados. Marselleses y granaderos se presintieron enemigos, empezaron por cambiar algunos denuestos y concluyeron a tiros. Al ver correr la primera sangre, los marselleses gritaron: «¡A las armas!», tomaron sus fusiles, puestos en pabellones, y cargaron a la bayoneta.
Los granaderos parisienses fueron arrollados al primer impulso; pero felizmente tenían a sus espaldas las Tullerías y sus verjas; el puente Tournant protegió su huida y se alzó ante sus enemigos.
Los fugitivos encontraron asilo en las habitaciones mismas del rey, y la tradición añade que un herido fue curado por la mano misma de la reina.
El número de federados marselleses, bretones y del delfinado era de cinco mil, y eran una potencia, no por el número, sino por la fe.
Tenían en sí el espíritu de la revolución.
El 17 de julio enviaron un mensaje a la Asamblea.
«Habéis declarado la patria en peligro —decían en una petición que dirigieron a la Asamblea el 1.º de julio—; ¿no sois vosotros los que la hacéis peligrar prolongando la impunidad de los traidores? Perseguid a Lafayette, suspended el poder ejecutivo, destituid los directorios de los departamentos y renovad el poder judicial».
Pétion hizo una petición semejante el 3 de agosto, al reclamar, con su voz helada, en nombre de la municipalidad, el llamamiento a las armas.
Verdad es que a sus espaldas había dos perros de presa, aficionados a morder: Danton y Sergent.
—La municipalidad —dijo Pétion— os denuncia, el poder ejecutivo. Para curar los males de Francia es necesario atacarlos en su origen sin perder momento; habríamos deseado poder pedir solamente la suspensión momentánea de Luis XVI; pero se opone a ello la Constitución, que él invoca sin cesar; nosotros la invocamos también y pedimos la deposición.
He aquí el rey de París que denuncia al rey de Francia; el rey de la casa Ayuntamiento que declara la guerra al de las Tullerías.
La Asamblea retrocedió ante la terrible medida que se la proponía.
Y aplazó la cuestión al 9 de agosto. El 8, declaró que no había lugar a la acusación contra Lafayette.
¿Qué iba a decidir al día siguiente, a propósito de la deposición? ¿Iba a oponerse a los deseos del pueblo?
¡Que tenga cuidado! ¿Ignora la imprudente lo que pasa?
El 3 de agosto, el mismo día en que Pétion pidió esa deposición, el arrabal de San Marcial se dejó morir de hambre en esa lucha que no es la paz ni la guerra; envía comisionados a la sección de los Quince-Veintes encargados de preguntar:
—Si marchamos sobre las Tullerías, ¿vendréis con nosotros?
—¡Iremos! —les contestaron sus hermanos del arrabal de San Antonio.
El 4 de agosto, la Asamblea reprueba la proclama insurreccional de la sección Mauconseil.
El 5, se niega el Ayuntamiento a publicar el decreto.
No era bastante que el rey de París declarase la guerra al de Francia; era necesario que el Ayuntamiento se pusiese en desacuerdo con la Asamblea.
Todos estos rumores de oposición llegaban hasta los marselleses, que tenían las armas en la mano, pero que carecían de cartuchos.
Pedíanlos a grandes voces, sin conseguir que se los diesen.
En la noche del 4, una hora después de haber corrido la voz de que la Asamblea reprobaba el acto de la sección Mauconseil, dos jóvenes marselleses se dirigieron al ayuntamiento.
Sólo dos concejales había en él: Sergent, el hombre de Danton, y Pañis, que lo era de Robespierre.
—¿Qué queréis? —les preguntaron.
—Cartuchos —contestaron los dos jóvenes.
—Está expresamente prohibido que se os concedan —dijo Pañis.
—¿Está expresamente prohibido el dar cartuchos? —exclamó uno de ellos—, pues la hora del combate se acerca ya y nada tenemos para sostenerlo.
—¿Se nos ha hecho venir a París para que nos degüellen? —prorrumpió el otro.
El que primero había hablado sacó una pistola de su bolsillo.
Sergent se sonrió.
—¿Nos amenazáis, joven? —dijo—. No conseguiréis con ellas intimidar a los individuos del Ayuntamiento.
—¿Quién habla de amenazas ni de intimaciones? —exclamó el joven—. Esta pistola no es para vos, sino para mí.
Y apoyándola en su frente, añadió:
—Dadnos pólvora y cartuchos, o a fe de marsellés me levanto la tapa de los sesos.
Sergent, que tenía una imaginación de artista y un corazón de francés, comprendió que el sentimiento que acababa de expresar aquel joven era el de la Francia.
—¡Cuidado, Pañis —dijo—; si ese joven se matase, su sangre caería sobre nosotros!
—Pero si les damos los cartuchos, contraviniendo la orden, jugamos nuestra cabeza.
—Convenido; pero yo creo que ha llegado ya la hora de jugarla —dijo Sergent—; en todo caso, cada uno para sí; yo juego la mía, guarda tú la tuya.
Y tomando un papel extendió y firmó la orden para que se diesen cartuchos a los marselleses.
—Dadme —dijo Pañis, luego que Sergent concluyó.
Y firmó a su vez.
Los marselleses tenían ya cartuchos; no había, pues, miedo de que se dejasen degollar sin defensa.
Armados ya, dirigen el día 6 una petición fulminante a la Asamblea, la cual, no sólo la acoge, sino que concede a los peticionarios el derecho de ser admitidos a la sesión.
La Asamblea tiene miedo y delibera sobre su retirada a una provincia.
Vergniaud solo la detiene; ¿por qué? ¿Habrá quien diga que no era por quedarse al lado de la bella Caudeille? Poco importa el motivo.
—En París —dijo Vergniaud—, es donde se impone asegurar el triunfo de la libertad o perecer con ella; y si salimos de aquí, sólo puede ser, como Temistocles, llevando con nosotros a todos los ciudadanos, dejando sólo cenizas y huyendo un momento delante del enemigo para cavar su sepultura.
Así todos dudan, todos titubean, todos sienten que la tierra se conmueve bajo sus pies, y temen que se abra a cada paso.
El 4 de agosto, día en que la Asamblea reprueba la insurrección de la sección Mauconseil, y en que los dos marselleses hacen que se distribuyan por Pañis y Sergent cartuchos a sus quinientos compatriotas, hubo reunión en el Cuadrante Azul, situado en el bulevar de la Bastilla; Camilo Desmoulins había asistido a ella por sí y por Danton; Carré tomó la pluma y trazó el plan de la insurrección.
Trazado ya, se dirigieron a casa del exconstituyente Antonio, que vivía en la calle de San Honorato, frente a la Asunción, en la casa misma del carpintero Duplay, donde vivía también Robespierre.
Este no estaba iniciado en aquel manejo; así es que madame Duplay, al ver instalarse en las habitaciones de Antonio aquella turba de perturbadores, subió a la pieza en que se hallaban, reunidos y exclamó, llena de terror:
—¿Qué es esto, señor Antonio, queréis hacer que degüellen al señor Robespierre?
—No se trata de Robespierre —dijo el exconstituyente—, nadie se acuerda de él, a Dios gracias; si tiene miedo, que se esconda.
El plan que Carré había escrito fue enviado a media noche a Santerre y a Alexandre, los dos comandantes del arrabal.
Alexandre lo había puesto en ejecución; pero Santerre contestó que el arrabal no estaba preparado.
Santerre había comprometido su palabra a la reina el 20 de junio, y si marchó el 10 de agosto fue sólo cuando ya no pudo proceder de otro modo.
La insurrección estaba, pues, aplazada otra vez.
Antonio había dicho que no se pensaba en Robespierre, y se engañaba.
La turbación de los espíritus era tal, que se tuvo la idea de hacer de él centro del movimiento, cuando lo era de la inmovilidad.
¿A quién ocurrió esa idea? A Barbaroux.
Al atrevido marsellés, que había casi desesperado y estaba dispuesto a dejar París y volver a Marsella.
Oigamos a madame Roland:
«Poco esperábamos de la defensa del Norte; examinábamos, con Servan y Barbaroux, las probabilidades de salvar la libertad en el Mediodía y fundar en él una república, y a este efecto trazábamos en los mapas las líneas de demarcación. Si nuestros marselleses no lo consiguen, decía Barbaroux, no tenemos otro recurso».
Y sin embargo, Barbaroux creyó haber hallado otro, el genio de Robespierre.
¿Era quizá este quién quería saber a qué altura se hallaba Barbaroux?
Los marselleses habían dejado su barrio, que estaba demasiado lejos, y trasladáronse a los Franciscanos, es decir, al alcance del puente Nuevo.
Estaban, pues, en casa de Danton.
De allí partirían en caso de movimiento insurreccional, y si conseguían su intento, la gloria sería de Danton.
Barbaroux solicitó avistarse con Robespierre.
Este, aparentando acceder a su deseo, hizo que le dijesen que le esperaba en su casa, igualmente que a Rebecqui.
Robespierre vivía como hemos dicho en casa del carpintero Duplay, pues la casualidad le condujo en la noche de la barrabasada del Campo de Marte.
Huía, según su costumbre, sintió que le tiraban del faldón de su casaca y entró, andando de espaldas, por una puerta que se cerró inmediatamente.
El fugitivo vio en este hecho una disposición del cielo, no sólo porque por el momento le salvaba de un inminente peligro, sino también porque preparaba naturalmente la manera de plantear su porvenir.
Para un hombre que quería pasar por incorruptible, aquel y no otro era el alojamiento que convenía.
Sin embargo, no entró en él inmediatamente; hizo un viaje a Arras; trajo consigo a su hermana, la señorita Carlota de Robespierre, y vivía en la calle Saint-Florentin, con aquella mujer flaca y seca, a quien tuvimos el honor de ser presentados treinta y ocho años después.
Más tarde cayó enfermo.
Madame Duplay, que era fanática por Robespierre, supo que había caído enfermo, reconvino agriamente a la señorita Carlota por no haberle avisado de la enfermedad de su hermano, y exigió que el doliente fuese trasladado a su casa.
Robespierre, que al salir de casa de los Duplay como huésped de un momento, había sentido la separación, deseaba entrar en ella un día como inquilino.
Accedió con todo su corazón a la exigencia de la señora Duplay, que tan perfectamente secundaba sus intenciones.
También ella había soñado ese honor de alojar en su casa al incorruptible, y al efecto había preparado una buhardilla, reducida, pero aseada, donde había hecho trasladar los mejores muebles de la casa, para que hiciesen compañía a una encantadora cama azul y blanca, tal cual convenía al hombre que a los dieciséis años se había hecho retratar con una rosa en la mano.
La señora Duplay había hecho también que los obreros de su marido colocasen en las buhardillas unas tablas nuevas de abeto, a fin de colocar sobre ellas libros y papeles.
Los libros eran poco numerosos: las obras de Racine y de Juan Jacobo Rousseau formaban toda la biblioteca del austero jacobino; fuera de esas obras, Robespierre sólo se estudiaba a sí mismo.
Así, los demás anaqueles estaban ocupados por sus memorias como abogado y por sus discursos como tribuno.
En cuanto a las paredes, estaban cubiertas con todos los retratos del grande hombre que la señora Duplay había podido procurarse. Robespierre, pues, sólo tenía que alargar la mano para leer a Robespierre, y a donde quiera que miraba veía a Robespierre.
En este santuario, en este tabernáculo, en este sancta sanctorum, fueron introducidos Barbaroux y su compañero Rebecqui.
Nadie, excepto los actores de aquella escena, podrá decir con qué tacto, con cuanta destreza entabló la conversación; se ocupó primero de los marselleses, de su patriotismo, del temor que tenía de ver exagerar aún sus mejores sentimientos; luego habló de sí, de los servicios que había hecho a la revolución, de la prudente lentitud con que había regularizado su marcha.
Pero ¿no era tiempo ya de que esta revolución se detuviese? ¿No había llegado la hora en que todos los partidos debían reunirse, escoger el hombre más popular entre todos, poner en sus manos esta revolución y encargarle de dirigir su movimiento?
Pero Rebecqui no le dejó ir más lejos.
—¡Ah! —dijo—, te cogí, Robespierre.
El incorruptible se hizo atrás en su silla, como si hubiese visto alzarse ante él la cabeza de una serpiente.
Rebecqui entonces, levantándose, dijo:
—Ni dictador ni rey; vente, Barbaroux.
Y ambos salieron del zaquizamí[53] del incorruptible.
Pañis, que los había conducido, los siguió hasta la calle.
—¡Ah! —dijo—, habéis comprendido mal el pensamiento de Robespierre; se trataba simplemente de la autoridad de un momento; y si esta idea prevaleciese, ciertamente ninguno mejor que Robespierre…
Barbaroux no le dejó acabar y se ausentó de él repitiendo las palabras de su compañero:
—Ni dictador ni rey.