Lo que tranquilizaba a la reina era precisamente lo que hubiera debido espantarla, el manifiesto del duque de Brunswick.
Este documento, redactado en las Tullerías, y que no debía volver a París hasta el 26 de julio, había sido enviado en los primeros días del mes.
Pero casi al mismo tiempo que la corte redactaba en París este documento insensato, cuyo efecto vamos a ver ahora, digamos lo que sucedía en Estrasburgo.
Esta era una de nuestras ciudades más francesas, precisamente porque acababa de ser austríaca; Estrasburgo, uno de nuestros más sólidos baluartes, tenía el enemigo a sus puertas, como ya hemos dicho.
Por eso allí era donde se reunían, desde que se trataba de guerra, aquellos jóvenes batallones de voluntarios de carácter ardiente y patriótico.
Estrasburgo, con el chapitel de su campanario mirando al Rhin, única cosa que nos separaba del enemigo, era a la vez un foco hirviente de guerra, de juventud, de alegría, de placeres, de bailes y de revistas, donde el rumor de las armas se mezclaba de continuo con el de los instrumentos de la fiesta.
De Estrasburgo, a donde llegaban por una puerta los voluntarios que debían formarse, salían por la otra los soldados a quienes se juzgaba aptos para batirse; allí se encontraban los amigos, abrazábanse y se despedían; las hermanas lloraban, las madres oraban y los padres decían: «¡Id a morir por Francia!».
Y todo esto entre el ruido de las campanas y el estrépito del cañón, esas dos voces de bronce que hablan a Dios, la una para invocar su misericordia y la otra su justicia.
En una de esas despedidas, más solemne que las otras, por ser más considerable el número de los que se iban, el alcalde de Estrasburgo, Dietrich, digno y excelente patriota, invitó a los valerosos jóvenes a su casa, para fraternizar en un banquete con los oficiales de la guarnición.
Las dos jóvenes hijas del alcalde y diez o doce de sus compañeras, rubias y nobles doncellas del Alsacia, a quienes se hubiera tomado, por sus cabellos de oro, por ninfas de Ceres, debían, si no presidir, por lo menos perfumar y embellecer el banquete como otros tantos ramos de flores.
Entre los convidados figuraba un noble joven del Franco Condado, conocido por el nombre de Rouget de l’Isle; era visita de la casa y amigo de la familia. —Le hemos conocido viejo, y él mismo, al escribir para nosotros toda su composición de su puño y letra, nos ha dado a conocer el nacimiento de aquella noble flor de guerra de que vamos a ocuparnos ahora—. Rouget de l’Isle tenía entonces veinte años, y como oficial de ingenieros estaba de guarnición en Estrasburgo.
Poeta y músico, su piano era uno de los instrumentos que se oían en el inmenso concierto, y su voz una de las que resonaban entre las más fuertes y patrióticas.
Nunca había iluminado tan ardiente sol de junio un banquete más francés y más nacional.
Nadie hablaba de sí, todos hablaban de Francia.
Cierto que la muerte estaba allí, como en los banquetes antiguos; pero la muerte hermosa, risueña; no con su hedionda guadaña y su fúnebre reloj de arena, sino con la espada en una mano y una palma en la otra.
Se buscaba algo que cantar; el antiguo Ca ira no era un himno de cólera y de guerra civil; se necesitaba un grito patriótico, fraternal y amenazador para el extranjero.
¿Quién sería el moderno Tirteo que arrojara, en medio del humo de los cañones y del silbido de las balas, el himno de Francia al enemigo?
Al oír esta pregunta, Rouget de l’Isle, entusiasta, enamorado y patriota, contestó:
—¡Yo seré!
Y se precipitó fuera de la sala.
A la media hora, mientras que apenas se pensaba en su ausencia, todo quedó hecho, letra y música, y de un solo golpe se vació en el molde como la estatua de un dios.
Rouget de l’Isle entró con los cabellos echados hacia atrás, la frente bañada en sudor, palpitante aún de la lucha que acababa de sostener contra las dos hermanas sublimes, la música y la poesía.
—¡Escuchad —dijo—, escuchad!
El noble joven estaba seguro de su musa.
A su voz todo el mundo se volvió, los unos con el vaso en la mano, los otros concentrando su atención.
Rouget de l’Isle comenzó a cantar su Marsellesa.
Concluida la primera estrofa, un estremecimiento eléctrico circuló por toda la asamblea.
Dos o tres gritos de entusiasmo resonaron al punto; pero las voces de personas ávidas de conocer lo demás, gritaron:
—¡Silencio, silencio, escuchad!
Rouget continuó, y con ademán de profunda indignación cantó la segunda estrofa.
Esta vez Rouget de l’Isle no tuvo necesidad de excitar a nadie, y un solo grito se exhaló de todos los pechos.
Después prosiguió en medio de un entusiasmo creciente, producido por la tercera estrofa, y al llegar al coro sublime, que recitó con la violencia de una tromba:
Aux armes, citoyens!,
formez vos bataülons!
Marchons, marchons;
¡Qu’un sang impur, abreuve nos sillons![51]
Tal fue el entusiasmo de todos, que el autor debió reclamar silencio para cantar la cuarta estrofa. El auditorio escuchaba con ansiedad.
Rouget comenzó a cantar con expresión amenazadora la cuarta estrofa, cuya primera frase es: «¡Temblad, tiranos!», y al terminarla el entusiasmo rayó en delirio: los padres empujaban adelante a los niños que podían andar, y las madres levantaban a los que tenían entre los brazos.
—¡Oh! —murmuró uno de los convidados—, ¿no habrá perdón para los que se extravían así?
—¡Esperad, esperad! —gritó Rouget de l’Isle—, ya veréis que mi corazón es generoso.
Y con voz llena de emoción cantó aquella estrofa santa en que está el alma de la Francia entera, alma grande y noble, que se cierne, con las alas de la misericordia, sobre su cólera misma:
Français!, en guerriers magnanimes,
portez ou retenez vos coups:
Épargnez ces tristes victimes
S’armant a regret contre vous…[52]
Los aplausos interrumpieron al cantor.
—¡Oh!, sí, sí —gritaron por todas partes—, misericordia y perdón para nuestros hermanos extraviados, para nuestros hermanos esclavos, a quienes se impele contra nosotros con el látigo y la bayoneta.
—¡Y ahora —dijo Rouget de l’Isle— de rodillas todos!
Se obedeció al punto.
Rouget de l’Isle derecho, con un pie apoyado en la silla de uno de sus compañeros, como en el primer escalón del templo de la Libertad, y levantando ambos brazos al cielo, cantó su última estrofa, que era una invocación al genio de Francia.
—¡Vamos —dijo una voz—, Francia está salvada!
Y todas las bocas entonaron el coro sublime, que era el De profundis del despotismo y el grito de la libertad.
Después reinó una alegría loca, embriagadora, insensata; se abrazaron unos a otros y las jóvenes, cogiendo sus flores a manos llenas, esparciéronlas a los pies del poeta.
Treinta y ocho años después, al referirme los detalles de aquel día, a mí que era un joven y que acababa de oír cantar por primera vez La Marsellesa en 1830, por las voces poderosas del pueblo, treinta y ocho años después, aún radiaba en la frente del poeta la brillante aureola de 1792.
¡Y era justicia!
¿Por qué al escribir estas últimas estrofas estoy tan conmovido? ¿Por qué mientras mi mano derecha escribe temblorosa el coro de los niños y la invocación al genio de Francia, la izquierda enjuga una lágrima a punto de caer sobre el papel?
¡Es porque la santa Marsellesa no es tan sólo un grito de guerra, sino un impulso de fraternidad; porque es la real y poderosa mano de Francia tendida a todos los pueblos; porque será siempre el último suspiro de la libertad que muere y el primer grito de la libertad que renace!
Y ¿cómo es que el himno nacido en Estrasburgo bajo el nombre de Canto del Rhin, resonó de pronto en la corte de Francia por el título de La Marsellesa?
Esto es lo que vamos a decir a nuestros lectores.