Ocho días habían pasado después de la fiesta del Campo de Marte, cuando el 22 de julio, a las seis de la mañana, París entero se estremecía al estampido de una pieza de grueso calibre disparada sobre el puente Nuevo.
Un cañón del arsenal le respondía haciendo eco.
Aquel ruidoso estruendo debía renovarse de hora en hora durante todo el día.
Las seis legiones de la guardia nacional, a las órdenes de sus respectivos comandantes, se hallaban reunidas desde el amanecer en el hotel de Ville.
Allí se organizaron dos comitivas, para que hiciesen la proclamación por las calles de París.
Danton fue el autor del pensamiento de este espantoso festejo, y Sergent quien formó el programa.
Sergent, artista mediano como grabador, pero inimitable para el aparato escénico; Sergent, cuyo odio había redoblado con los ultrajes que había recibido en las Tullerías, desplegó en todo el programa de aquel día el aparato grandioso de que hizo alarde el día 10 de agosto.
Cada una da estas dos comitivas partió del Ayuntamiento a las seis de la mañana, una en dirección opuesta a la otra.
Abría la marcha un destacamento de caballería precedido por la música, la cual tocaba un aire que, compuesto expresamente para este objeto, parecía una marcha fúnebre.
Seguían seis piezas de artillería, que marchaban de frente donde el terreno lo permitía, y de dos en dos en las calles estrechas.
Después cuatro ujieres a caballo, que llevaban cuatro estandartes, sobre cada uno de los cuales se leía una de estas palabras:
LIBERTAD, IGUALDAD, CONSTITUCIÓN, PATRIA
Luego doce concejales, ceñidos con la faja distintiva de su cargo.
Y detrás, solo, aislado como la Francia, un guardia nacional a caballo, con una gran bandera tricolor, en la que se veían escritas estas palabras:
¡CIUDADANOS, LA PATRIA ESTÁ EN PELIGRO!
Otras seis piezas en igual orden que las primeras.
Un destacamento de la guardia nacional.
Después un segundo destacamento de caballería cerraba la marcha.
En cada plaza, en cada puente y en cada encrucijada, la comitiva hacía alto.
Un redoble general de tambores imponía silencio.
Se agitaban las banderas, y cuando la respiración de diez mil espectadores quedaba comprimida en sus templados pechos, alzábase grave y sonora la voz del concejal que leía el acta del cuerpo legislativo, y que añadía:
¡LA PATRIA ESTÁ EN PELIGRO!
Este último grito era terrible y resonaba en todos los corazones.
Era el grito de la nación, de la patria, de la Francia. Era el grito de la madre agonizante, que decía: «¡Venid a mí, hijos míos!».
Y de hora en hora retumbaba el cañón del puente Nuevo, seguido del eco del de el Arsenal.
En todas las plazas de París, y como centro la del pórtico de Nuestra Señora, se habían levantado anfiteatros para los alistamientos voluntarios.
En cada anfiteatro había una tabla sostenida sobre dos tambores, de los cuales, al menor movimiento dado al anfiteatro, exhalaba un gemido semejante al soplo lejano del huracán.
En derredor de este se habían levantado tiendas adornadas de coronas y guirnaldas de encina, y sobre las cuales flotaban banderas tricolores.
Alrededor de una mesa se hallaban sentados varios concejales, que daban a los voluntarios un certificado que justificase su enganche.
A los lados del anfiteatro había dos cañones, y delante de él una música que tocaba sin intervalo.
Delante de las tiendas, y siguiendo la curva que por sí mismas formaban, se extendía una línea de ciudadanos armados.
Era un espectáculo grande e imponente; era la embriaguez del patriotismo.
Todos se precipitaban para hacerse inscribir; los centinelas no podían contener a los que en tropel se presentaban, y a cada instante veíase rota la fila que rodeaba las tiendas.
Las dos escaleras del anfiteatro, destinada una para subir y otra para bajar, eran insuficientes; cada cual subía como le era posible y ayudado por los que estaban ya arriba.
Inscrito su nombre en el certificado, saltaba a tierra dando gritos de bravura, agitando su pergamino, cantando el Ca ira y yendo a besar la boca de los cañones.
Era el desposorio del pueblo francés con esa guerra de veintidós años, que si no ha dado en el pasado la libertad del mundo, se la dará en el porvenir.
Los había demasiado viejos que, locos sublimes, ocultaban su edad; los había muy jóvenes que, embusteros dignos de admiración, se alzaban sobre las puntas de los pies y gritaban: «¡Dieciséis años!», cuando sólo teman catorce.
Así salieron, de Bretaña el viejo Tour d’Auvergne, y del Mediodía el joven Viala.
Los que estaban ligados por lazos indisolubles lloraban por no poder marchar, ocultando avergonzados sus rostros entre las manos, y los elegidos gritaban:
—Pero cantad al menos; gritad siquiera «¡Viva la nación!».
Y gritos repentinos y terribles de «¡Viva la nación!», resonaban en los aires, mientras de hora en hora tronaba el cañón del puente Nuevo y su eco del Arsenal.
La fermentación era tan grande, los espíritus estaban de tal modo excitados, que la Asamblea misma se asustó de su obra.
Nombró cuatro individuos de su seno, que recorriesen París en todas direcciones.
Llevaban la misión de decir:
«Hermanos, en nombre de la patria, evitad las asonadas: la corte desea una para obtener que el rey se aleje; no la deis el pretexto; el rey debe permanecer en medio de nosotros».
Y aquellos sembradores de palabras añadían en voz baja: «Es menester castigarlo».
Y por donde aquellos hombres pasaban se aplaudía, y se oía correr por entre la multitud, como se oye correr por entre el ramaje de una selva, el soplo de una tempestad.
«Es menester castigarlo».
No se decía a quien, pero nadie lo ignoraba.
Así continuó hasta media noche.
Hasta media noche retumbó el cañón, y hasta media noche la multitud se agolpó en derredor de los anfiteatros.
Ni un solo cañonazo había dejado de resonar en el corazón de las Tullerías.
Ese corazón de las Tullerías era la pieza en que se hallaban reunidos Luis XVI, María Antonieta, los regios niños y la princesa de Lamballe, los cuales no se separaron un momento en dieciséis horas.
Harto presentían que se trataba de su muerte en aquella grande y solemne jornada.
La familia real se retiró después de las doce de la noche, cuando se supo que el cañón no dejaría oír más su voz.
Desde la época de los primeros grupos en los arrabales, la reina no dormía ya en el piso bajo.
Sus amigos habían podido conseguir que se trasladase a una pieza del piso principal, situada entre el cuarto del rey y el del delfín.
Despierta habitualmente desde el amanecer, exigía que no se cerraran puertas ni persianas, a fin de que sus insomnios fuesen menos penosos.
Madame Campan dormía en la misma habitación que la reina.
Diremos con qué motivo consintió la reina en que una de sus camareras se acostase cerca de ella.
Una noche, era la una aproximadamente, María Antonieta acababa de recogerse y hablaba con madame Campan, de pie al lado de su cama, cuando se oyeron pasos en el corredor, y luego un ruido como de dos hombres que luchan.
Madame Campan quiso salir para ver lo que ocasionaba aquel rumor; pero la reina, asiendo fuertemente de un brazo a su camarera, o más bien a su amiga, dijo:
—No os separéis de mí, Campan.
Entretanto una voz gritó desde el corredor:
—Nada temáis, señora; es un malvado que quería asesinar a Vuestra Majestad; pero ya le tengo; aquella voz era la del ayuda de cámara.
—¡Dios mío —exclamó la reina levantando las manos al cielo—, qué existencia! ¡Ultrajes de día y asesinos de noche!
Y volviéndose hacia el ayuda de cámara, añadió:
—Soltad a ese hombre y abridle la puerta —gritó la reina.
—¡Pero señora!… —dijo madame Campan.
—Si se le prendiese, mañana lo llevarían en triunfo los Jacobinos.
Se ocultó a aquel hombre, que era un criado del tocador del rey.
Desde ese día, Luis XVI había obtenido que alguien se acostase en el cuarto de la reina.
Y María Antonieta había escogido a madame Campan. La noche que siguió a la proclamación del peligro de la patria, madame Campan se despertó como a las dos de la mañana; un rayo de luna, como antorcha nocturna, como luz amiga, penetraba por los cristales y caía de lleno sobre la cama de la reina, cuyas sábanas coloreaba de una tinta azulada.
Madame Campan oyó suspirar a la reina y comprendió que no dormía.
—¿Sufre Vuestra Majestad, señora? —preguntó.
—Yo siempre sufro, Campan; mas espero que este sufrimiento acabará luego.
—¡Dios mío! —exclamó la camarista—, ¿atormenta aún a Vuestra Majestad algún pensamiento funesto?
—No, Campan; al contrario.
Y extendiendo su mano, cuya palidez aumentaba al contacto de los rayos de la luna, dijo, con profunda melancolía:
—Dentro de un mes, ese rayo de luna nos verá libres de nuestras cadenas.
—¡Ah! —exclamó alborozada madame Campan— ¿ha aceptado Vuestra Majestad las ofertas del señor de Lafayette para la fuga?
—¡Del señor de Lafayette! ¡Oh!, no, a Dios gracias —exclamó la reina con un acento de repugnancia que no permitía engañarse—, no; pero dentro de un mes, mi sobrino Francisco estará en París.
—¿Está bien segura de ello Su Majestad? —preguntó la señora de Campan con expresión de espanto.
—Sí —dijo la reina—, todo se ha resuelto; hay alianza entre Austria y Prusia; las dos potencias combinadas marcharán sobre París; tenemos el itinerario de los príncipes y de los ejércitos aliados, y podemos decir con seguridad: «¡Nuestros salvadores estarán tal día en Valenciennes… tal otro en Verdún… y en tal fecha en París!».
—Y ¿no teméis…?
La señora Campan se interrumpió.
—¿Ser asesinada? —dijo la reina, concluyendo la frase—. Algo hay de esto, ya lo sé; pero ¿qué hemos de hacer, Campan? Quien no se arriesga no consigue nada.
—Y ¿qué día esperan los soberanos aliados hallarse en París? —preguntó la señora Campan.
—Del 15 al 20 de agosto —contestó la reina.
—¡Dios lo quiera! —exclamó la dama.
Por fortuna Dios no lo quiso, y envió a Francia un auxilio con el cual no se contaba:
¡LA MARSELLESA!