El 11 de junio, la Asamblea declaró que la patria estaba en peligro.
Más para promulgar esta declaración era necesario que el rey la autorizase.
El rey no lo hizo hasta la noche del 21.
Y, en efecto, proclamar que la patria estaba en peligro, era confesar que la autoridad reconocía su impotencia; era un llamamiento a la nación para que esta se salvase, puesto que el rey no podía o no quería hacer nada.
En el intervalo del 11 al 21 de junio, un profundo terror agitó a la gente de palacio.
La corte esperaba para el 14 de julio una conspiración contra la vida del rey.
Un mensaje de los Jacobinos, redactado por Robespierre, había confirmado esta creencia, y era fácil de reconocer su doble objeto.
Iba dirigido a los federados que llegaban a París para la fiesta del 14 de julio, tan cruelmente sangrienta el año anterior.
¡Salud a los franceses de los ochenta y tres departamentos! —decía el Incorruptible—. ¡Salud a los marselleses, a la patria poderosa e invencible que reúne a sus hijos en torno suyo el día de sus peligros y de sus fiestas! ¡Abramos nuestras casas a nuestros hermanos!
¡Ciudadanos, no habéis acudido para una vana ceremonia de federación y para prestar juramentos superfluos! ¡No, no; acudís al grito de la nación que os llama, amenazada exteriormente y vendida en el interior! Nuestros jefes pérfidos conducen a sus ejércitos a un lazo; nuestros generales respetan el territorio del tirano austríaco y queman las ciudades de nuestros hermanos belgas. ¡Lafayette, un monstruo, ha venido a insultar de frente a la Asamblea nacional, envilecida, amenazada y ultrajada! ¡Tales atentados despiertan al fin a la nación, y por eso habéis acudido! ¡Los que adormecen al pueblo tratarán de seduciros; huid de sus caricias, huid de sus mesas, dónde se bebe el moderantismo y se olvida el deber; guardad las sospechas en vuestros corazones, porque la hora fatal está a punto de sonar!
¡He aquí el altar de la patria! ¿Toleraréis que cobardes ídolos vengan a colocarse entre la libertad y vosotros para usurpar el culto que se la debe? ¡No prestemos juramento más que a la patria, entre las manos inmortales del rey y de la naturaleza! ¡Todo nos vuelve a llamar a ese Campo de Marte, testigo del perjurio de nuestros adversarios, y no podemos pisar un solo sitio que no esté manchado con la sangre inocente que hicieron derramar! ¡Purificad ese suelo, vengad esa sangre, y no salgáis de aquel recinto hasta después de haber resuelto la salvación de la patria!
Difícil era explicarse más categóricamente; jamás se aconsejó el asesinato de una manera más terminante, y nunca se predicaron represalias sangrientas con voz más clara ni con tanta insistencia.
Y obsérvese bien que era Robespierre, el cauteloso tribuno, el prudente orador, quien decía con su dulce voz a los diputados de los ochenta y tres departamentos: «¡Amigos míos, si queréis creerme, es preciso matar al rey!».
Había mucho temor en las Tullerías, sobre todo por parte del rey, estando todos convencidos en que el 20 de junio no tenía más objeto que asesinar a Luis XVI en medio de un tumulto, y que si el crimen no se había cometido, esto se debía simplemente al valor del rey, que impuso a sus asesinos.
Algo de esto era verdad.
Los pocos cortesanos que conservaban aún el rey y la reina, condenados a morir, opinaban que el crimen que fracasó el 20 de junio se consumaría el 14 de julio.
Era tal la persuasión en este punto, que se suplicó al rey que se pusiera una cota de malla, a fin de que la primera cuchillada o la primera bala se embotaran sobre su pecho y hubiera tiempo de prestarle auxilio.
Pero ¡hay!, la reina no contaba ya con Andrea para ayudarla en su tarea nocturna, como la primera vez, y para ir a probar, con mano temblorosa, en un apartado rincón de las Tullerías, como se había hecho en Versalles, la solidez del peto de seda.
Por fortuna conservábase la cota que el rey se puso en su primer viaje a París, para complacer a la reina, y que después no quiso usar.
Pero el rey había vigilado tan de cerca, que no se encontró un momento para inducirle a ponérsela por segunda vez, a fin de corregir los defectos que pudiera tener; la señora de Campan la llevó durante tres días bajó su vestido.
Por fin, una mañana que estaba en la habitación de la reina, hallándose esta última en cama aún, el rey entró, despojóse vivamente de su casaca, y la señora Campan, después de cerrar las puertas, probó el peto.
Terminada la operación, el rey atrajo hacia sí a la señora Campan, y la dijo en voz baja:
—Para complacer a la reina hago esto; no me asesinarán, estad tranquila; su plan ha cambiado, y debo esperar otro género de muerte. En todo caso, venid a mi habitación al salir de aquí, pues debo comunicaros alguna cosa.
El rey se retiró.
La reina había observado aquel diálogo sin oírle; siguió al rey con mirada inquieta, y cuando la puerta se hubo cerrado, preguntó a la señora Campan:
—¿Qué os decía el rey?
La dama se arrodilló ante el lecho de la reina, que la dio ambas manos, y repitió en voz alta lo que el rey había dicho a media voz.
La reina movió la cabeza tristemente.
—Sí —dijo—, es la opinión del rey, y comienzo a opinar como él; pretende que cuanto pasa en Francia es una imitación de lo que sucedió en Inglaterra durante el siglo último, y lee de continuo la historia del desgraciado Carlos, para conducirse mejor que lo hizo el rey de Inglaterra… Sí, sí, temo un proceso para el rey, querida Campan; pero, en cuanto a mí, como soy extranjera, me asesinarán. ¡Ay!, ¡qué será de mis hijos!
La reina no pudo decir más, pues no se lo permitió su ánimo, y comenzó a sollozar.
Entonces la señora Campan se levantó y apresuróse a preparar un vaso de agua con azúcar y éter; pero la reina hizo una señal con la mano.
—¡Las afecciones de los nervios, mi pobre Campan —dijo— son las enfermedades de las mujeres felices; pero todos los medicamentos del mundo nada pueden contra las enfermedades del alma! Desde que comenzaron mis desgracias ya no siento mi cuerpo, y sí sólo mí destino… No digáis nada de esto al rey, e id a verle.
La señora Campan vaciló en obedecer.
—¿Qué tenéis? —preguntó la reina.
—¡Oh!, señora —exclamó la dama—, debo, deciros que he hecho para Vuestra Majestad un peto semejante al del rey, y de rodillas suplico a mi reina que se lo ponga.
—Gracias, querida Campan —contestó la reina.
—¡Ah, Vuestra Majestad acepta! —exclamó la dama con expresión de alegría.
—Acepto como un recuerdo de vuestra generosa intención —contestó la reina—; pero me guardaré bien de ponérmelo.
Y cogiendo la mano de la señora Campan, añadió en voz baja:
—¡Sería demasiado feliz si me asesinaran! ¡Dios mío!, harían más de lo que vos habéis hecho dándome la vida, pues me habría librado de una vez… ¡Retírate, Campan, retírate!
La dama salió.
Ya era tiempo, porque se ahogaba por efecto de la emoción:
En el corredor encontró al rey, que venía a su encuentro; al verla se detuvo y ofrecióle la mano; la señora Campan la cogió y quiso besarla, pero el rey la atrajo hacia sí y acarició sus mejillas.
Después, antes que se recobrara de su asombro, la dijo:
—Venid.
Y adelantándose a ella, el rey se detuvo en el corredor que conducía desde su aposento al del delfín, buscó un resorte con la mano y abrió un armario perfectamente disimulado en la pared por medio de líneas y ranuras que formaban la parte más oscura de aquellas piedras pintadas.
Era el armario de hierro que había construido y cerrado con el auxilio de Gamain.
Ahí se veía una cartera llena de papeles, y en uno de los estantes algunos miles de luises.
—Tomad, señora —dijo el rey—, tomad esa cartera y lleváosla a vuestro aposento.
La señora Campan trató de levantarla; pero pesaba demasiado.
—Señor —dijo—, no puedo.
—Esperad —replicó el rey.
Y habiendo cerrado el armario, que entonces quedó completamente invisible, tomó la cartera y la llevó hasta el gabinete de la señora Campan.
—Ya la tenéis aquí —dijo después, enjugándose el sudor de la frente.
—Señor —preguntó la dama—, ¿qué debo hacer con esa cartera?
—La reina os lo dirá, y por ella sabréis lo que contiene.
El rey salió.
A fin de que no se viese la cartera, la señora Campan hizo un gran esfuerzo para deslizarla entre dos colchones de su cama, y después pasó a ver a la reina.
—Señora —dijo—, tengo en mi habitación una cartera que el rey acaba de entregarme, y me ha indicado que Vuestra Majestad me daría a conocer su contenido y lo que con ella debo hacer.
Entonces la reina, poniendo su mano sobre la de la señora Campan, que estaba delante de su lecho esperando la respuesta, la dijo:
—Campan, lo que hay en esa cartera son documentos que harían mucho daño al rey en el caso de que, no lo quiera Dios, se llegara a procesarle; pero al mismo tiempo, y sin duda esto es lo que él quiere que os dé a conocer, añadiré que en esa cartera se halla el acta de una sesión del consejo, en la que el rey emitió parecer contra la guerra. La hizo firmar por todos los ministros, y en el caso de que se le juzgara, confía en que este documento le sería tan útil como perjudiciales los otros.
—Pero, señora —preguntó la dama casi espantada—, ¿qué debo hacer yo?
—Lo que gustéis. Campan, con tal que el objeto esté seguro, siendo vos la única responsable; pero no os alejaréis de mí aunque no estéis de servicio, pues las circunstancias son tales, que de un momento a otro puedo necesitaros. En este caso, Campan, como sois una de esas amigas con quienes se puede contar, deseo teneros cerca…
La fiesta del 14 de julio llegó por fin.
Para la Revolución se trataba, no de asesinar a Luis XVI —es probable que ni siquiera se pensase en tal cosa—, sino proclamar el triunfo de Pétion sobre el rey.
Hemos dicho que a consecuencia del 20 de junio, Pétion fue suspendido en su empleo por el directorio de París.
Esto no hubiera sido nada si el rey no hubiese convenido en ello; pero la suspensión se confirmó por una proclama real enviada a la Asamblea.
El 13, es decir, la víspera de la fiesta del aniversario de la toma de la Bastilla, la Asamblea, por su propia autoridad, levantó la suspensión.
El 14, a las once de la mañana, el rey bajó por la gran escalera con la reina y sus hijos; tres o cuatro mil hombres de tropas indecisas escoltaban a la familia real, y la reina buscó inútilmente en los rostros de los soldados y de los guardias nacionales alguna señal de simpatía; pero los más fieles volvían la cabeza para evitar su mirada.
En cuanto al pueblo, no era posible engañarse respecto a sus sentimientos, pues por todas partes resonaban los gritos de «¡Viva Pétion!», y además, como para comunicar a esta ovación alguna cosa más duradera que el entusiasmo del momento, en todos los sombreros el rey y la reina pudieron leer estas dos palabras, que probaban a la vez su derrota y el triunfo de su enemigo: «¡Viva Pétion!».
La reina estaba pálida y temblorosa; convencida, a pesar de lo que había dicho la señora Campan, de que se trataba de atentar contra la vida del rey, estremecíase a cada momento, creyendo ver una mano que se extendía amenazando con su cuchillo, o un brazo que se inclinaba armado de una pistola.
Llegados al Campo de Marte, el rey se apeó del coche, colocóse a la izquierda del presidente de la Asamblea y se adelantó con él hacia el altar de la Patria.
Aquí la reina debió separarse del rey para subir con sus hijos a la tribuna que se le había reservado.
Se detuvo, rehusando subir hasta que el rey llegase, y le siguió con los ojos.
Al pie del altar de la Patria se produjo uno de esos remolinos como los que forman las multitudes.
El rey desapareció como sumergido.
La reina profirió un grito y precipitóse hacia él.
Pero reapareció muy pronto, subiendo la escalera del altar de la Patria.
Entre los símbolos ordinarios que figuraban en las fiestas solemnes, tales como la Justicia, la Fuerza, la Libertad, había uno que se veía brillar, misterioso y terrible, bajo un velo de crespón, y que llevaba un hombre vestido de negro y coronado con ramaje de ciprés.
Este símbolo terrible atraía singularmente las miradas de la reina.
Estaba como clavada en su sitio, casi tranquila respecto al rey, que había llegado a la plataforma del altar de la Patria, y no podía separar sus ojos de aquella sombría aparición.
Al fin, haciendo un esfuerzo para desatar su lengua preguntó, sin dirigirse a nadie:
—¿Quién es ese hombre vestido de negro y coronado de ciprés?
Una voz que le hizo estremecer, contestó:
—¡El verdugo!
—Y ¿qué tiene en la mano bajo ese crespón? —continuó la reina.
—El hacha de Carlos I.
La reina se volvió palideciendo, pues parecíale haber oído ya el sonido de aquella voz.
Y no se engañaba: el que acababa de hablar era el hombre del castillo de Taverney, del puente de Sevres y del viaje de Varennes, era Cagliostro.
Entonces profirió un grito y cayó desmayada en los brazos de madame Isabel.