Ya era hora de que Vergniaud se decidiese.
El peligro aumentaba fuera y dentro.
Fuera, en Ratisbona, el consejo de embajadores había rehusado por unanimidad recibir al ministro de Francia.
Inglaterra, que se titulaba amiga nuestra, preparaba un armamento inmenso.
Los príncipes del imperio, elogiando en voz alta su neutralidad, introducían cautelosamente al enemigo en sus plazas.
El duque de Baden había puesto austríacos en el Kehl, a una legua de Estrasburgo.
En Flandes era peor aún; Luckner, un soldadote imbécil, contrarrestaba todos los planes de Dumouriez, el único hombre, si no de genio, por lo menos de cabeza, que en aquella ocasión teníamos ante el enemigo.
Lafayette era todavía de la corte, y su último paso había demostrado bien que la Asamblea, es decir, Francia, no debía ya contar con él.
Por último, Biron, intrépido y de buena fe, desalentado por nuestros primeros reveses, no comprendía más que una guerra defensiva.
Esto en cuanto al exterior.
En el interior, la Alsacia pedía armas a gritos; pero el ministro de la guerra, favorable a la corte, no se cuidaba de enviárselas.
En el Mediodía, un teniente general de los príncipes, gobernador del bajo Languedoc y de las Cevenas, hacía comprobar sus poderes por la nobleza.
En el Oeste, un simple campesino, Alian Redeler, publica, al salir de misa, que se ha citado a una reunión armada a los amigos del rey, cerca de una capilla inmediata.
Quinientos campesinos se han reunido de una sola vez. Los chuanes se habían establecido en la Vendée y en Bretaña; no les faltaba más que avanzar.
En fin, de casi todos los directorios de los departamentos se recibían mensajes contrarrevolucionarios.
El peligro era grave, amenazador, terrible, tanto que no era tan sólo a los hombres a quien amenazaba, sino a la patria.
Por eso, sin que se hubieran proclamado en alta voz, todos murmuraban estas palabras: «¡La patria está en peligro!».
Por lo demás, la Asamblea esperaba.
Chabot y Grangeneuve habían dicho: «Dentro de tres días, Vergniaud hablará».
Y se contaban las horas que transcurrían.
Vergniaud no se presentó en la Asamblea ni el primero ni el segundo día.
En el tercero, todos llegaron agitados.
No faltaba ni un solo representante en su banco; las tribunas estaban llenas.
Vergniaud entró el último de todos.
Un murmullo de satisfacción circuló por la Asamblea, y las tribunas aplaudieron como se hace en la platea del teatro al presentarse un actor querido.
Vergniaud levantó la cabeza para buscar con los ojos a quien se aplaudía; pero como las palmadas fuesen más ruidosas, comprendió que él las motivaba.
El célebre diputado tenía entonces treinta y tres años escasamente; de carácter meditativo y perezoso, su genio indolente se complacía en frivolidades, y solamente ardoroso para los placeres, hubiérase dicho que se apresuraba a recoger a manos llenas las flores de una juventud que debía tener tan corta primavera. Se acostaba tarde y no solía levantarse hasta mediodía; cuando debía hablar preparaba su discurso tres o cuatro días antes, pulimentábale y le afilaba, así como un soldado sus armas el día anterior al de la batalla. Como orador era lo que en una sala de esgrima se llama un buen tirador, y sus estocadas no le parecían buenas si no las dirigía con brillantez y merecían aplausos; era preciso reservar su palabra para los momentos de peligro, para los instantes supremos.
No era el hombre de todas las horas, ha dicho un poeta, sino el de los grandes días.
En cuanto a su físico, Vergniaud era más bien pequeño que alto; pero tenía la robustez del atleta, distinguiéndose por sus cabellos largos y flotantes, de modo que en sus movimientos oratorios los sacudía como un león su crin; bajo su ancha frente, sombreada por espesas cejas, brillaban dos ojos llenos de dulzura o de fuego; la nariz era corta, un poco grande; los labios gruesos, y así como de la abertura de un manantial surge el agua abundante y sonora, así las palabras salían de su boca como poderosas cascadas llevando la espuma y el ruido. Por efecto de las señales de la viruela, su cutis parecía jaspeado como el mármol sin pulimentar aún por el cincel del estatuario, pero desbastado por el martillo del trabajador. Su tez pálida se coloreaba de púrpura o quedaba lívida, según que la sangre le subiese al rostro o se retirara al corazón. En el reposo y entre la multitud era un hombre ordinario, en el que el ojo del historiador, por penetrante que fuera, no tenía razón alguna para fijarse; pero cuando la llama de la pasión hacía hervir su sangre, cuando los músculos de su rostro palpitaban, cuando su brazo extendido imponía silencio, dominando la multitud, el hombre se convertía en un dios y el orador se transfiguraba. ¡La tribuna era su Thabor!
Tal era el hombre que llegaba, con la mano cerrada aún, pero cargada de rayos.
Por los aplausos que estallaron a su vista, adivinó lo que se esperaba de él.
No pidió la palabra; dirigióse a la tribuna, subió a ella, y en medio de un silencio profundo comenzó su discurso.
Sus primeras palabras fueron pronunciadas con el acento triste y concentrado de un hombre abatido; parecía fatigado desde un principio como se suele estar al fin; y era que, hacía tres días, luchaba con el genio de la elocuencia; era que sabía, como Sansón, que en el esfuerzo supremo que iba a intentar derribaría infaliblemente el templo, y que habiendo subido a la tribuna en medio de sus columnas, derechas aún, y de su bóveda, intacta todavía, bajaría saltando sobre las ruinas del trono.
Como el genio de Vergniaud se revela del todo en nuestro discurso, le citaremos por completo, creyendo que al leerle se tendrá la misma curiosidad que se experimentaría al contemplar en un arsenal una de esas máquinas de guerra históricas que habían derribado las murallas de Sagunto, de Roma o de Cartago.
«Ciudadanos —dijo Vergniaud con voz apenas ininteligible, pero que llegó a ser muy pronto grave y sonora—, ciudadanos, me acerco a vosotros y os pregunto: ¿Cuál es la extraña situación en que se encuentra la Asamblea nacional? ¿Qué fatalidad nos persigue y señala cada día por acontecimientos que perturban nuestros trabajos, lanzándonos de continuo en la agitación tumultuosa de las inquietudes, de las esperanzas y de las pasiones? ¿Qué destino prepara a Francia esa terrible efervescencia, en cuyo seno se podría dudar si la Revolución retrocede o si progresa hacia su término?
»En el momento en que nuestros ejércitos del Norte parecen hacer progresos en Bélgica, los vemos de pronto replegarse ante el enemigo y se vuelve a traer la guerra a nuestro territorio. ¡De nosotros no quedará entre los desgraciados belgas más que el recuerdo de los incendios que iluminaron nuestra retirada! Por la parte del Rhin, los prusianos se acumulan de continuo en nuestras fronteras descubiertas. ¿Cómo es que, precisamente en el momento de una crisis tan decisiva para la existencia de la nación, se suspende el movimiento de nuestros ejércitos, y que por una desorganización súbita del ministerio se rompen los lazos de confianza, entregándose a la casualidad y a manos inexpertas la salvación de Francia? ¿Será cierto que se temen nuestros triunfos? ¿Se desea la sangre del ejército de Coblenza o la del nuestro? Si el fanatismo de los sacerdotes amenaza entregarnos a la vez a los horrores de la guerra civil y a la invasión, ¿qué proyectan, pues, los que hacen desechar con invencible tenacidad la sanción de nuestros decretos? ¿Quieren reinar acaso en ciudades abandonadas o en campos devastados? ¿Cuál es la cantidad de lágrimas, de miserias, de sangre y de muertos, que pueda satisfacer su afán de venganza? En fin, ¿dónde estamos? Y vosotros, señores, cuyo valor piensan haber debilitado los enemigos de la Constitución; vosotros, en quienes se trata de alarmar diariamente la conciencia, calificando de espíritu de facción vuestro amor a la libertad, como si hubierais olvidado que una corte despótica y los cobardes héroes de la aristocracia daban el nombre de facciosos a los representantes que fueron a prestar juramento en el Juego de Pelota, a los vencedores de la Bastilla, a todos aquellos que hicieron y sostuvieron la. Revolución; vosotros, a quienes no se calumniaría sino porque sois extraños a la casta que la Constitución hizo caer en el polvo, y que los hombres degradados que echan de menos el infame honor de arrastrarse delante de ella, no esperan hallar en vosotros cómplices; vosotros, a quienes se quisiera enajenar del pueblo, porque se sabe que este es vuestro apoyo; vosotros, a quienes se ha querido dividir, pero que aplazáis hasta después de la guerra vuestras diferencias, prefiriendo a todo la salvación de la patria; vosotros, a quienes se quiso espantar con peticiones armadas, como si no supierais que al principio de la revolución el santuario de la libertad fue rodeado por los satélites del despotismo, mientras que el ejército de la corte sitiaba a París, siendo aquellos días de peligro las jornadas de gloria de nuestra primera Asamblea, dejadme al fin llamar vuestra atención sobre el estado de crisis en que nos hallamos.
»Estas perturbaciones interiores reconocen dos causas: las maniobras aristocráticas y las de los sacerdotes; todas tienden al mismo objeto, a la contrarrevolución.
»El rey ha rehusado sancionar vuestro decreto sobre los disturbios religiosos. Yo no sé si el sombrío genio de Mediéis y del cardenal de Lorena vaga todavía bajo las bóvedas del palacio de las Tullerías, y si el corazón del rey está perturbado por las ideas fantásticas que le sugieren; pero no es permitido creer, sin ofenderle y acusarle de ser el enemigo más peligroso de la Revolución, que quiera estimular por la impunidad las tentativas criminales de la ambición sacerdotal, devolviendo a los orgullosos secuaces de la tiara el poder con que oprimieron igualmente a los pueblos y a los reyes; no es permitido creer, sin ofenderle y declararle como el más cruel enemigo del imperio, que se complazca en perpetuar las sediciones, en eternizar los desórdenes que le precipitarán por la guerra civil hacia la ruina. De aquí deduzco que si se resiste a vuestros decretos, es porque se juzga bastante poderoso, sin los medios que vosotros le ofrecéis, para mantener la paz pública. En su consecuencia, si la paz no se mantiene, si la tea del fanatismo amenaza incendiar de nuevo el reino, si las violencias religiosas desoían siempre los departamentos, esto quiere decir que los agentes de la autoridad real son en sí la causa de todos nuestros males. ¡Pues bien, que respondan con su cabeza de todas las perturbaciones en que se tome la religión por pretexto, y demostrar en esta responsabilidad terrible el término de vuestra paciencia y de las inquietudes de la nación!
»Vuestra solicitud por la seguridad exterior del imperio os ha inducido a decretar un campamento en París, y todos los federados de Francia deben presentarse el 14 de julio para repetir el juramento de vivir libres o morir. El soplo envenenado de la calumnia ha combatido este proyecto, y el rey rehusó sancionarle. Yo respeto demasiado el ejercicio de un derecho constitucional, para proponeros que hagáis a los ministros responsables de esa negativa; pero si se da el caso de que antes de la reunión de los batallones se profane el suelo de la libertad, debéis tratarlos como traidores, arrojándolos en el abismo de su inercia y malevolencia habrá abierto bajo los pasos de la democracia. Rasguemos al fin la venda que la intriga y la adulación han puesto sobre los ojos del rey, y mostrémosle el término a que los amigos pérfidos se esfuerzan para conducirle.
»En nombre del rey, los príncipes franceses levantan contra nosotros a las cortes de Europa; para vengar la dignidad del soberano, se ha concluido el tratado de Pilnitz; para defenderle acuden a Alemania, bajo la bandera de la rebelión, las antiguas compañías de guardias de corps; para venir en su auxilio los emigrados se alistan en los ejércitos austríacos, disponiéndose a desgarrar el suelo de la patria; para reunirse con estos heroicos caballeros de la prerrogativa real, otros abandonan su puesto en presencia del enemigo, faltan a sus juramentos, roban las cajas, pervierten a los soldados y cifran así su honor en la cobardía, en el perjurio, en la insubordinación y en el robo y los asesinatos. ¡En fin el nombre del rey está en todos los desastres!
»Ahora bien; yo leo en la Constitución:
»Si el rey se pone a la cabeza de un ejército y dirige las fuerzas contra la nación, y no se opone, por un acto formal, a semejante empresa ejecutada en nombre suyo, se entenderá que abdica la corona.
»En vano contestaría el rey:
»Cierto que los enemigos de la nación pretenden no obrar sino con el objeto de que yo recobre mi poder; pero he probado que no era su cómplice; he obedecido a la Constitución y puesto mis tropas en campaña; es verdad que estos eran demasiado débiles; pero la Constitución no señala qué fuerza debía darles; cierto que los reuní demasiado tarde; pero la Constitución no indica en qué tiempo debía hacerlo; cierto que los campamentos de reserva hubieran podido sostenerlos; pero la Constitución no me obliga a formarlos; cierto que cuando los generales avanzaban sin resistencia por territorio enemigo, les di orden de retroceder; pero la Constitución no me ordena alcanzar la victoria; cierto que mis ministros engañaron a la Asamblea nacional, respecto al número y la disposición y la manera de provisionarlas; pero la Constitución me confiere el derecho de elegir mis ministros y de ahuyentar a los contrarrevolucionarios; cierto que la Asamblea nacional ha expedido decretos, indispensables a su juicio, para la defensa de la patria, y que yo rehusé sancionar; pero la Constitución me autoriza; cierto, en fin, que la contrarrevolución se efectúa, que el despotismo pondrá entre mis manos su cetro de hierro, que os anonadaré y que os castigaré, por haber tenido la insolencia de querer ser libres; pero todo esto se hace constitucionalmente; de mí no emana ningún acto que la Constitución condene; y por lo tanto no es permitido dudar de mi fidelidad respecto a ella y de mi celo por su defensa.
»Si fuera posible, señores, que en las calamidades de una guerra funesta, y en los desórdenes de un trastorno contrarrevolucionario, el rey de Francia usara lenguaje tan irrisorio, y si fuese posible que hablase de su amor a la Constitución con una ironía tan insultante, tendríamos derecho para contestar:
»¡Oh, rey!, que sin duda habéis creído, con el tirano Lisandro, que la verdad no valía más que la mentira, y que era preciso divertir a los hombres con juramentos, como se divierte a los niños con juguetes; que no habéis fingido amar las leyes sino para conservar el poder que os serviría para combatirlas; que no habéis respetado la Constitución sino para que no os precipitase del trono, donde necesitabais permanecer para destruirla, y la nación sino para asegurar el éxito de nuestras perfidias, inspirándole confianza, ¿pensáis acaso engañarnos hoy con hipócritas protestas? ¿Pensáis, por ventura, extraviar la opinión pública, respecto a la causa de nuestras desgracias, por el artificio de vuestras excusas y la audacia de vuestros sofismas? ¿Era defendernos, u oponer a los soldados extranjeros fuerzas cuya inferioridad no dejaba la menor duda sobre su derrota? ¿Era defendernos desechar los proyectos que tendían a fortificar el interior del reino, o hacer preparativos de resistencia para la época en que seríamos ya presa de los tiranos? ¿Era defendernos consentir que un general violase la Constitución, encadenando el valor de los que la servían? ¿Era defendernos paralizar de continuo la marcha del gobierno por la desorganización continua del ministerio? ¿Os permite la Constitución la elección de ministros para nuestra felicidad o para nuestra ruina? ¿Os hizo jefe del ejército para nuestra gloria o para nuestra vergüenza? ¿Os dio el derecho, en fin, de sancionar una lista civil y tan grandes prerrogativas para perder constitucionalmente la Constitución y el imperio? ¡No, no; hombre a quien la generosidad de los franceses no ha podido conmover, hombre a quien solamente el amor al despotismo hizo sensible; vos no habéis satisfecho los deseos de la Constitución! ¡Podrá ser derribada; pero no recogeréis el fruto de vuestro perjurio; no os habéis opuesto por un acto formal a las victorias que se alcanzaban en vuestro nombre sobre la libertad; pero no recogeréis el fruto de esos triunfos indignos! ¡Ya no sois nada para esta Constitución que tan indignamente habéis violado, ni tampoco para este pueblo que con tanta cobardía habéis vendido!
»Como los hechos que acabo de recordar no dejan de tener relaciones muy notables con varios actos del rey; como es cierto que los falsos amigos que lo rodean están vendidos a los conjurados de Coblenza, y que arden en deseos de perder al rey para trasladar su corona a la cabeza de alguno de los jefes de sus conspiraciones; como importa a su seguridad personal, tanto como a la del imperio, que no haya sospechas respecto a su conducta, yo propondría un mensaje que le recordara las verdades que acabo de exponer, y en el cual se demostrase que la neutralidad que guarda entre la patria y Coblenza sería una traición a Francia.
»Pido además que declaréis que la patria está en peligro. A este grito de alarma veréis a todos los ciudadanos reunirse, veréis llenarse nuestro suelo de soldados y repetirse los prodigios que cubrieron de gloria a los pueblos de la antigüedad. ¿Han perdido su patriotismo los franceses regenerados del 89? ¿No ha llegado el día de reunir los que se hallan en Roma con los que están en el monte Aventino? ¿Esperáis a que, cansados de las fatigas de la revolución, o pervertidos por la costumbre de lucirse alrededor de un palacio, los hombres débiles se habitúen a hablar de libertad sin entusiasmo y de esclavitud sin horror? ¿Qué nos preparan? ¿Se trata acaso de establecer el gobierno militar? ¿Se sospechan pérfidos proyectos de la corte, que hacen hablar de movimientos militares y de la ley marcial? ¿Se familiarizan la imaginación con la sangre del pueblo? El palacio del rey de los franceses se ha convertido de pronto en una fortaleza; pero ¿dónde están sus enemigos? ¿Contra quién se apuntan esos cañones y esas bayonetas? Los amigos de la Constitución han sido rechazados del ministerio, y las riendas del imperio flotan a la casualidad en el momento en que se necesitaba tanto vigor como patriotismo para sostenerlas. Por todas partes se fomenta la discordia, el fanatismo triunfa, la connivencia del gobierno aumenta la audacia de las potencias extranjeras, que lanzan contra nosotros ejércitos y cadenas, a la vez que enfría el afecto de los pueblos que hacen secretos votos por el triunfo de la libertad. Las cortes enemigas se mueven; la intriga y la perfidia fraguan conspiraciones; el cuerpo legislativo se opone a estos decretos rigurosos, pero necesarios, y la mano del rey los rasga. ¡Llamad, porque ya es tiempo, llamad a todos los franceses para salvar la patria, y mostradles el abismo en toda su inmensidad! Solamente por un esfuerzo extraordinario podrán franquearle. A vosotros toca prepararlos para un movimiento eléctrico que haga tomar impulso todo el imperio. Imitad vosotros mismos a los espartanos de las Termopilas, o a esos ancianos venerables del senado de Roma, que fueron a esperar, en el umbral de sus puertas, la muerte que los feroces vencedores llevaban a su patria. No; vosotros no necesitaréis hacer voto para que nazcan vengadores de vuestras cenizas; el día en que vuestra sangre enrojezca el suelo, la tiranía, sus palacios y sus protectores, se desvanecerán para siempre ante la omnipotencia nacional y la cólera del pueblo».
En este discurso terrible se notaba una fuerza ascendente, un vigor que iba en aumento, un crescendo de tempestad que agitaba el aire con su ala inmensa, semejante a la del huracán.
Por eso produjo el efecto de una tromba; la Asamblea entera, feuillants, realistas, constitucionales, republicanos, público de las tribunas y de los bancos, todo se dejó llevar por el poderoso torbellino, todos profirieron gritos de entusiasmo.
Aquella misma noche, Barbaroux escribió a su amigo Rebecqui, que había quedado en Marsella: «Envíame quinientos hombres que sepan morir».