El triunfo de Lafayette, triunfo dudoso, seguido de una retirada, había tenido un singular resultado.
Había abatido a los realistas, en tanto que la pretendida derrota de los Girondinos había dado a estos mayor fuerza, haciéndoles ver el abismo a cuyo borde habían estado.
Si hubiese habido menos odio en el corazón de María Antonieta, acaso la Gironda no habría existido ya en aquella hora.
Era necesario no dejar a la corte el tiempo de reparar la falta que había cometido.
Pero sí era preciso devolver su fuerza y hacer recobrar su dirección al torrente revolucionario, que retrocedió un instante en su camino, rehaciéndose hacia su origen.
Todos buscaban, todos creían haber encontrado un medio de conseguirlo; pero cuando se proponía ese medio, se conocía su ineficacia y se renunciaba a él.
Madame Roland, el alma del partido, quería llegar al término del común deseo por una grande conmoción en la Asamblea. ¿Quién podía producir esa conmoción? ¿Quién podía dar ese golpe? Vergniaud.
¿Pero qué hacía ese Aquiles bajo su tienda, o más bien, ese Reinaldo perdido en los jardines de Armida? Estaba enamorado.
¡Es tan difícil aborrecer cuando se ama! Amaba a la bella madame Simón Caudeille, actriz, poetisa, grande música. Sus amigos lo buscaban a veces por espacio de dos o tres días, sin poder dar con él hasta que al fin lo hallaban reclinado a los pies de aquella mujer encantadora, con una mano apoyada en sus rodillas y la otra sobre las cuerdas de su arpa, que hacía vibrar al acaso.
Por la noche iba a aplaudir en el teatro a la misma que adoraba por el día.
Dos diputados salían de la Asamblea, desesperados por esta inacción de Vergniaud, que les causaba miedo pensando en sus consecuencias para Francia: eran Grangeneuve y Chabot.
Grangeneuve, el abogado de Burdeos, amigo rival de Vergniaud, y como él diputado de la Gironda.
Chabot, el capuchino secularizado, autor o coautor del Catecismo de los descamisados, que arrojaba sobre la monarquía y la religión toda la hiel que su corazón perverso había amontonado en el claustro.
Grangeneuve, sombrío y meditabundo, marchaba al lado de Chabot.
Este le miraba, pareciéndole ver pasar sobre la frente de su colega la sombra de sus ideas.
—¿En qué piensas? —le dijo Chabot.
—En que todos estos retardos enervan la patria y matan la revolución —contestó Grangeneuve.
—¡Ah! ¿Piensas en eso? —dijo Chabot, con la sonrisa amarga que le era habitual.
—Pienso —prosiguió Grangeneuve—, en que el pueblo está perdido si da tiempo al rey.
Chabot, prorrumpió en una carcajada estridente.
—Pienso —concluyó Grangeneuve—, que existe una hora para las revoluciones, que los que la dejan escapar no la hallan otra vez, y darán cuenta de ello más tarde a Dios y a la posteridad.
—¿Crees tú que Dios y la posteridad nos pedirán cuenta de nuestra pereza y de nuestra inacción?
—Lo recelo.
Y después de un corto silencio, dijo:
—Mira, Chabot, tengo una convicción: el pueblo se halla hastiado a causa de su último descalabro y no se moverá ya sin una palanca poderosa, sin un sangriento estímulo; necesita un acceso de rabia o de terror con que redoblar su furia.
—Y ¿cómo darle ese acceso de rabia o de terror?
—En eso pienso —contestó Grangeneuve—, y creo haber hallado el medio.
Chabot se le acercó más, comprendiendo, por la entonación de su compañero, que este iba a proponerle alguna cosa terrible.
—Pero ¿hallaré igualmente —prosiguió Grangeneuve— un hombre que tenga la resolución suficiente para semejante acción?
—Habla —dijo Chabot, con un acento de firmeza que no debió dejar a su colega la menor duda—; soy capaz de todo, con tal de destruir lo que aborrezco, los reyes y los sacerdotes.
—Pues bien —continuó Grangeneuve mirando hacia el suelo—, he visto que ha habido sangre pura en la cuna de todas las revoluciones, desde la de Lucrecia hasta la de Sidney. Para los hombres de estado, las revoluciones son una teoría; para los pueblos; una venganza; pero para impulsar la multitud a la venganza es necesario una víctima. La corte nos niega esa víctima; démosla nosotros mismos a nuestra causa.
—No comprendo —dijo Chabot.
—Más claro, es menester que uno de nosotros —pero uno de los más conocidos, de los más ardientes, de los puros— sucumba a los golpes de los aristócratas.
—Prosigue.
—Es necesario que el que sucumba forme parte de la Asamblea nacional, a fin de que esta tome a su cargo la venganza. Es menester, en fin, que esa víctima sea yo.
—Pero los aristócratas se guardarán bien de tocarte, Grangeneuve.
—Lo sé, y por eso te decía que faltaba hallar un hombre de resolución.
—Y ¿para qué?
—Para matarme.
Chabot retrocedió un paso, pero Grangeneuve le cogió por un brazo.
—Hace un momento, Chabot, te juzgabas capaz de todo, con tal de destruir a los que aborrecías. ¿Eres capaz de asesinarme?
El exfraile guardó silencio. Grangeneuve continuó:
—Mi palabra se extingue, mi vida es inútil a la libertad, mientras que, por el contrario, mi muerte la aprovechará y mi cadáver será el estandarte de la insurrección.
Y extendiendo con vehemencia su mano hacia las Tullerías, añadió:
—Es menester que ese palacio y cuanto encierra, desaparezcan en una tormenta.
Chabot miraba a Grangeneuve trémulo de admiración.
—¿Qué dices? —insistió Grangeneuve.
—Sublime Diógenes —dijo Chabot—; apaga tu linterna, que hallaste ya al hombre.
—Entonces arreglémoslo todo —dijo Grangeneuve—, y concluyamos por esta misma noche. Yo me pasearé solo, aquí o enfrente de los arcos del Louvre, en el paraje más solitario y más sombrío… Si temes que te falte la mano, avisa a otros dos patriotas; haré esta señal para que me reconozcan. —Y Grangeneuve alzó los brazos—. Me herirán y, te lo prometo —añadió—, caeré sin dar el menor gemido.
Chabot se enjugó la frente.
—Al amanecer —continuó Grangeneuve—, se hallará mi cadáver; tú acusarás a la corte, y la venganza del pueblo hará lo restante.
—Bien está —dijo Chabot—; hasta la noche.
Y los extraños conjurados se separaron estrechándose la mano.
Grangeneuve entró en su casa e hizo su testamento, que fechó en Burdeos y con un año de atraso.
Chabot se fue a comer al palacio real.
Después de comer entró en casa de un cuchillero. Al salir de la tienda con el cuchillo que había comprado, leyó los carteles de los teatros.
Madame Caudeille tomaba parte en la representación, y el fraile apóstata sabía dónde encontraría a Vergniaud.
Fue, pues, a la Comedia Francesa, subió al palco de la bella actriz y halló en él su corte ordinaria: Vergniaud, Taima, Chénier y Dugazon.
Chabot permaneció allí hasta el fin de la función.
Cuando esta concluyó, la actriz cambió de traje y Vergniaud se dispuso para acompañarla a la calle Richelieu, en la cual vivía desde que la Comedia Francesa estaba en ella; Chabot subió al carruaje en pos de Vergniaud.
—¿Tenéis algo que decirme, Chabot? —preguntó Vergniaud, comprendiendo que el capuchino le buscaba.
—Sí; pero tranquilizaos, seré breve.
—Entonces, decidlo pronto.
Chabot miró su reloj.
—No es hora aún.
—¿Cuándo, pues?
—A las doce.
La bella Caudeille, temblando al oír aquel misterioso diálogo, murmuró:
—¡Oh, señor!…
—Tranquilizaos —dijo Chabot—; Vergniaud no tiene que temer cosa alguna; pero la patria tiene necesidad de sus servicios.
El carruaje partió en dirección a casa de la actriz.
Los tres que iban en él guardaron silencio. Llegados a la puerta de la señorita Caudeille, Vergniaud preguntó:
—¿Subís?
—No; vais a veniros conmigo.
—¿Adónde lo lleváis? ¡Dios mío! —exclamó la actriz.
—A doscientos pasos de aquí; os prometo que en un cuarto de hora estará desocupado.
Vergniaud estrechó la mano de su bella querida, la hizo una seña para tranquilizarla y se alejó con Chabot por la calle Traversiere. Pasaron la de San Honorato y tomaron la de Echelle.
Al llegar a la esquina de esta última, el fraile apoyó una mano sobre el hombro de Vergniaud, y con la otra llamó su atención hacia un hombre que se paseaba junto a las solitarias paredes del Louvre.
—¿Ves? —preguntó a Vergniaud.
—¿El qué?
—Ese hombre.
—Sí —contesta el girondino.
—Es tu colega Grangeneuve.
—Y ¿qué hace ahí?
—Aguarda.
—¿Qué aguarda?
—Que lo maten.
—¡Que lo maten!
—Sí.
—Y ¿quién debe matarlo?
—Yo.
Vergniaud miró a Chabot como se mira a un loco.
—Acuérdate de Esparta —dijo el capuchino—; acuérdate de Roma, y oye.
Y lo informó de todo.
A medida que Chabot hablaba, Vergniaud inclinaba la cabeza.
Comprendía perfectamente que él, tribuno afeminado, león amante, era necesario a aquel republicano terrible que, como Decio, sólo pedía un abismo donde precipitarse, con tal de que su muerte salvase la patria.
—Está bien —dijo—; necesito tres días para preparar mi discurso.
—¿Y pasados tres días?…
—Pasados tres días, me estrellaré contra el ídolo o lo derrocaré.
—¿Cuento con tu palabra, Vergniaud?
—Sí.
—¿Es la de un hombre?
—Es la de un republicano.
—Entonces no te necesito para nada; vete y tranquiliza a tu querida.
Vergniaud se dirigió a la calle de Richelieu.
Chabot se adelantó hacia Grangeneuve.
Este, al ver que un hombre se le acercaba, se retiró al paraje más oscuro.
El fraile se fue tras él.
Grangeneuve se detuvo cuando hubo llegado a la pared.
Chabot se le acercó.
Grangeneuve hizo la señal convenida alzando los brazos.
Chabot no se movió.
—¿Qué te detiene? —exclamó Grangeneuve—, ¡hiere!
—Es inútil —dijo Chabot—; Vergniaud hablará.
—Bien —dijo Grangeneuve, lanzando un suspiro—; pero creo que el otro medio era mejor.
¿Qué podía hacer la monarquía contra hombres semejantes?