La evacuación de las Tullerías fue tan triste y silenciosa como ruidosa y terrible había sido la entrada.
La turba se decía, admirada del poco resultado del día: «Nada hemos conseguido; será necesario volver».
Era, efectivamente, demasiado para una amenaza, y muy poco para un atentado.
Los que habían creído anticipadamente cosas que no habían sucedido aún, juzgaron a Luis XVI por lo que de él se decía. Recordando que había huido a Varennes disfrazado de lacayo, se dijeron:
—Al menor ruido que oiga se ocultará en un armario, bajo una mesa o tras de una cortina; daremos una estocada al caso y bastará para decir, como Hamlet, cuando creía matar al tirano de Dinamarca: «¡Un ratón!».
Pero sucedió todo lo contrario; jamás el rey estuvo tan tranquilo, y aún diremos más: tan grande.
El insulto había sido inmenso, pero no llegó a la altura de su resignación. Su firmeza tímida, si podemos decirlo así, necesitaba ser excitada, y esta excitación tomó la rigidez del acero; templado por las circunstancias extremas en que se encontraba, vio durante cinco horas, sin palidecer, las hachas que giraban sobre su cabeza; las lanzas, las espadas y las bayonetas amenazando su pecho; y nunca general alguno se había hallado acaso en diez batallas, por encarnizadas que fueran, en peligro tan inminente como el que acababa de arrostrar en aquella pausada revista de la insurrección. Las Théroigne, los Sáint-Huruge, los Lazouski, los Fournier, los Verriere, todos esos familiares del asesinato se habían puesto en marcha decididos a matarle, y aquella majestad inesperada que se reveló en medio de la tempestad hizo caer el puñal en sus manos. Luis XVI acababa de sufrir su pasión; el regio Ecce Homo se había mostrado con la frente ceñida por el gorro frigio, como Jesús con su corona de espinas, y si no pudo decir, como la víctima del calvario: «Yo soy vuestro Cristo», no cesó un momento de repetir, en medio de las injurias y de los ultrajes: «Yo soy vuestro rey».
El espíritu revolucionario había creído, al forzar la puerta de las Tullerías, hallar en ellas la sombra inerte y temblorosa de la monarquía, y encontró, con gran admiración, erguida y animada, la fe de la Edad Media; durante un momento se vieron frente a frente los dos principios, el uno en su ocaso y el otro en su oriente; algo terrible, como si se divisase a la vez en el cielo un sol que sale antes de que el otro se oculte; pero había igual grandeza y brillo en el uno como en el otro; tanta fe en la exigencia del pueblo como en la negativa del rey.
Los realistas estaban locos de contento; en suma, la victoria había quedado por ellos.
Apremiado fuertemente para que obedeciera a la Asamblea, el rey, en vez de sancionar uno de los decretos, como estaba dispuesto a hacerlo, y sabiendo que nada más arriesgaba por los dos que por uno solo, negó la sanción a entrambos.
Además, la dignidad real había descendido tanto en la fatal jornada del 20 de junio, que parecía haber tocado en el fondo de un abismo; en adelante no podía menos de ascender.
En efecto, así pareció suceder.
El 21, la Asamblea declaró que no volvería a ser admitida en la barra ninguna reunión de ciudadanos armados. Esto era desaprobar, más aún, condenar el movimiento de la víspera.
Pétion se había presentado en las Tullerías cuando todo tocaba a su término.
—Señor —había dicho el rey—, acabo de saber en este instante la situación de Vuestra Majestad.
—Es extraño —le contestó el rey— porque hace bastante tiempo que esto dura.
Al día siguiente, los constitucionales, los realistas y los feuillants, pidieron a la Asamblea que proclamara la ley marcial.
Sabido es lo que la primera proclamación de esta ley había ocasionado, el 17 de julio anterior, en el Campo de Marte.
Pétion corrió a la Asamblea.
Fundábase esta petición en el hecho de que se formaban nuevas reuniones, según se decía.
Pétion aseguró que no era cierto y que no habían existido jamás, y respondió de la tranquilidad de París. En su consecuencia fue desechada la petición sobre la ley marcial.
Al salir de la sesión, a eso de las ocho de la noche, Pétion se dirigió a las Tullerías para tranquilizar al rey sobre el estado de la capital. Le acompañaba Sergent, grabador, cuñado de Marceau, individuo del consejo municipal y jefe de policía. Otros dos o tres concejales se habían reunido con ellos.
Al atravesar el patio del Carrousel fueron insultados por varios caballeros de San Luis, guardias constitucionales y guardias nacionales. Pétion fue atacado personalmente; a Sergent, a pesar de su faja, le dieron un puñetazo en el pecho e hiciéronle rodar por tierra.
Apenas introducido Pétion, comprendió que era un combate lo que había ido a buscar.
María Antonieta le dirigió una de esas miradas que solamente sus ojos sabían asestar, miraba llena de soberbia, desdén y soberano desprecio. El rey sabía ya lo que había pasado en la Asamblea.
—Y bien, caballero —dijo a Pétion—, ¿sois vos quién pretende que la calma sea restablecida en la capital?
—Sí, señor —contestó Pétion—, el pueblo os ha hecho sus representaciones y está tranquilo y satisfecho.
—Confesad, caballero —replicó el rey, dando principio a la discusión—, que el día de ayer fue un gran escándalo, y que la municipalidad no ha hecho lo que debía ni lo que podía hacer.
—Señor —replicó Pétion—, la municipalidad ha cumplido con su deber, y la opinión pública le juzgará.
—Decid la nación entera, caballero.
—La municipalidad no tiene el juicio de la nación.
—Y ¿cómo está París en este momento?
—Tranquilo, señor.
—No es verdad.
—Señor…
—¡Callad!
—El magistrado del pueblo no ha de callar, señor, cuando cumple con su deber y dice la verdad.
El rey se había mostrado tan violento y su rostro expresaba tan profunda cólera, que la mujer arrebatada, la ardiente amazona, se espantó.
—¡Dios mío! —dijo a Roederer cuando Pétion hubo salido—, ¿no os parece que el rey ha procedido con demasiada ligereza, y que esta puede perjudicarle para con los parisienses?
—Señora —contestó Roederer—, a nadie le parecerá extraño que el rey imponga silencio a uno de sus súbditos cuando le falta al respeto.
Al día siguiente el rey escribió a la Asamblea para quejarse de aquella profanación del palacio, de la monarquía y del rey.
Después hizo una proclama a su pueblo.
De modo que había dos pueblos: el que hizo el 20 de junio y aquel que motivaba las quejas del rey.
El 24, Luis XVI y María Antonieta pasaron revista a la guardia nacional y fueron acogidos con entusiasmo.
El mismo día, el directorio de París suspendió en su cargo a Pétion.
¿Quién le comunicaba semejante audacia?
Tres días después se aclaró la cosa.
Lafayette, que había salido de su campamento con un solo oficial, llegó a París el 27 y se apeó en casa de su amigo el señor de la Rochefoucauld.
Durante la noche se había avisado a los constitucionales, a los Fuldenses y a los realistas, y se ocuparon en arreglar las tribunas para el día siguiente.
Al otro día, el general se presentó en la Asamblea.
Tres salvas de aplausos le acogieron; pero todas ellas cesaron por el murmullo de los Girondinos.
Se comprendió que la sesión iba a ser terrible.
El general Lafayette era uno de los hombres más francamente intrépidos que existían; pero la bravura no es la audacia, y hasta es raro que un hombre verdaderamente valeroso sea audaz al mismo tiempo.
Lafayette comprendió el peligro que corría; solo contra todos, iba a jugar el resto de su popularidad; si perdía, se perdería con ella; si ganaba, le era posible salvar al rey.
Esto era tanto más noble de su parte cuanto que no ignoraba que repugnaba al rey y que la reina le aborrecía. Recordaba su frase: «¡Prefiero perecer por Pétion, que ser salvada por Lafayette!».
Tal vez no se presentara también más que para sostener una bravata de subteniente o para contestar a un reto.
Trece días antes había escrito al rey y a la Asamblea: al primero para aconsejarle la resistencia; a la segunda para amenazarla si continuaba atacando.
—Es bien insolente en medio de su ejército; veremos si usará el mismo lenguaje cuando se halle solo en medio de nosotros.
Estas palabras fueron comunicadas a Lafayette en su campamento de Moubeuge, y tal vez fueron la verdadera causa de su viaje a París.
Subió a la tribuna en medio de los aplausos de los unos, pero también entre las murmuraciones y las amenazas de los otros.
—Señores —dijo—, se me ha censurado por haber escrito una carta, el 16 de junio, en medio de mi campamento. Deber mío era protestar contra esta imputación de timidez, salir de la honrosa muralla que el afecto de las tropas formaba en torno mío y presentarme ante vosotros. Además de esto, otro motivo más poderoso aún me llamaba: las violencias del 20 de junio ha excitado la indignación, de todos los buenos ciudadanos, y sobre todo del ejército; los oficiales, los subalternos y los soldados piensan todos lo mismo; he recibido de todos los cuerpos adhesiones que revelan amor a la Constitución y odio a los facciosos; pero he reprimido estas manifestaciones, encargándome de expresar yo solo los sentimientos de todos, y como ciudadano os hablo. Tiempo es ya de garantizar la Constitución, asegurar la libertad de la Asamblea nacional, la del rey y su dignidad. Por lo tanto, suplico a la Asamblea que reconozca que los excesos del 20 de junio deben ser perseguidos como crímenes de lesa Majestad; que adopte medidas eficaces para hacer respetar las autoridades constituidas, particularmente la vuestra y la del rey, y que vea el ejército la seguridad de que la Constitución no sufrirá ningún ataque en el interior mientras que los valerosos franceses prodigan su sangre para defender la frontera.
Guadet se había levantado lentamente a medida que el general se acercaba al fin de su discurso; y en medio de los aplausos que le acogían, el acerbo orador de la Gironda extendió la mano en señal de que deseaba contestar. Cuando la Gironda quería lanzar la flecha de la ironía entregaba el arco a Guadet, y este no tenía que hacer más que coger una flecha al acaso en su carcaj.
Apenas el rumor del último aplauso se hubo extinguido, le substituyó su palabra vibrante.
—En el momento de ver al señor Lafayette —exclamó—, me ha ocurrido una idea muy consoladora y me he dicho: «Ya no tenemos enemigos exteriores; los austríacos están vencidos y el señor de Lafayette viene para anunciarnos la noticia de su victoria y de la destrucción de nuestros adversarios». Poco tiempo ha durado la ilusión; nuestros enemigos son siempre los mismos; nuestros peligros exteriores no han cambiado; y no obstante, el señor Lafayette está en París, donde se constituye en defensor de las personas honradas y del ejército. ¿Quiénes son esas personas? ¿Cómo ha podido deliberar ese ejército? Pero ante todo, que nos muestre el señor Lafayette su licencia.
Al oír estas palabras, la Gironda comprende que la discusión tomará para ella un giro favorable; y en efecto, apenas pronunciadas, resuenan estrepitosos aplausos. Un diputado se levanta y dice desde su sitio:
—¡Señores, no olvidéis a quien habláis; no olvidéis, sobre todo, quién es Lafayette! ¡Tened presente que es el hijo primogénito de la libertad francesa, y que ha sacrificado a la Revolución su fortuna, su nobleza y su vida!
—¡Hola! —grita una voz— diríase que hacéis su elogio fúnebre.
—Señores —dijo Ducos—, la libertad de discusión está oprimida por la presencia en este recinto de un general extraño a la Asamblea.
—Y no es eso todo —grita Vergniaud—; este general ha abandonado su puesto ante el enemigo; a él, y no al simple mariscal de campo que ha dejado en su lugar, se confió el cuerpo de ejército que manda; y es preciso saber si ha venido sin licencia, en cuyo caso se le debe arrestar para juzgarle como desertor.
—Es el objeto de mi pregunta —dice Guadet—, y apoyo la proposición de Vergniaud.
—¡Apoyada, apoyada! —grita toda la Gironda.
—¡A la votación nominal! —dice Gensonné.
Esta votación da una mayoría de diez sufragios a los amigos de Lafayette.
Así como el pueblo el 2 de junio, el general se ha excedido o ha hecho demasiado poco, y su victoria es una de aquellas de las cuales se quejaba Pirro, que había perdido la mitad de su ejército: «¡Otra victoria como esta —se decía—, y todo concluyó para mí!».
Así como Pétion, al salir de la Asamblea, Lafayette se dirigió a ver al rey.
Fue recibido con una expresión más benigna, pero con un corazón no menos ulcerado.
Lafayette acababa de sacrificar en favor del rey y de la reina más que su vida, había sacrificado su popularidad.
Era la tercera vez que hacía aquel donativo, más precioso que ninguno de los que los reyes puedan hacer; la primera fue en Versalles, el 6 de octubre; la segunda en el Campo de Marte, el 17 de julio, y la tercera aquel mismo día.
Lafayette tenía una última esperanza, la cual acababa de comunicar a sus soberanos: al día siguiente pasaría revista a la guardia nacional acompañado del rey, y no debía dudarse del entusiasmo que produciría su presencia y la del antiguo comandante general; Lafayette se aprovecharía de esta influencia, marcharía sobre la Asamblea, a fin de apoderarse de la Gironda, y durante el tumulto el rey podría marchar al campamento de Maubeuge.
Era un golpe atrevido; pero dada la situación de los ánimos, parecía casi seguro.
Por desgracia, a las tres de la madrugada, Danton entraba en casa de Pétion para darle aviso de la trama.
Al rayar el día, Pétion daba contraorden respecto a la revista.
¿Quién había descubierto al rey y a Lafayette?
¡La reina!
¿No había dicho que prefería morir por causa de otro, que no ser salvada por Lafayette?
¡Se cumpliría su deseo; iba a perecer por Danton!
A la hora en que debía efectuarse la revista, Lafayette salía de París para reunirse con su ejército.
Y sin embargo, aún no había perdido toda esperanza de salvar al rey.