Capítulo CXL

Aquel hombre era el doctor Gilberto.

Sólo se le veía a intervalos casi periódicos, y en todas las grandes peripecias del inmenso drama que se iba desarrollando.

—¡Ah!, ¡bien venido, doctor! ¿Qué sucede? —exclamaron a un tiempo el rey y la reina.

—Sucede, señor —dijo Gilberto—, que el palacio está invadido por el pueblo, y que él es quien produce ese ruido, solicitando veros.

—¡Oh! —exclamaron a la vez la reina y madame Isabel—, ¡no nos separaremos de vos, señor!

—¿Quiere Vuestra Majestad —preguntó Gilberto— concederme por una hora el poder que un capitán de buque tiene en este durante la tempestad?

—Os lo concedo —dijo el rey.

Acloque, comandante de la guardia nacional, se presentó en aquel momento en la puerta, pálido, pero decidido a defender al rey.

—¡Caballero —exclamó Gilberto—, he aquí a Su Majestad, que está pronto a seguiros!

Y añadió, volviéndose al rey:

—No os detengáis, señor.

—¡Pero yo —exclamó la reina—, yo quiero seguir a mi esposo!

—Y yo a mi hermano —dijo madame Isabel.

—Seguidle, señora —contestó Gilberto a madame Isabel—; pero vos, quedaos —dijo a la reina.

—¡Caballero! —exclamó María Antonieta.

—¡Señor, señor! —gritó Gilberto—, rogad a Su Majestad la reina que confíe en mí, o de nada respondo.

—Señora —dijo el rey—, seguid los consejos del señor Gilberto, y si necesario es, ejecutad lo que ordene.

Y volviéndose a Gilberto, añadió:

—¡Vos me respondéis de la reina y del delfín, caballero!

—Se salvarán o moriré con ellos; es cuanto un piloto puede decir durante la tormenta.

La reina quiso hacer el último esfuerzo, paro Gilberto extendió los brazos para cerrarle el paso.

—Vos sois la única que peligra, señora, y no el rey; con razón o sin ella se os acusa de la resistencia de Su Majestad, y vuestra presencia le expondría, en vez de protegerle; conjurad la tormenta y haced que el rayo cambie de dirección.

—Entonces, caballero, que el rayo caiga sobre mí y perdone a mis hijos.

—De ellos y de vos he respondido a Su Majestad; seguidme, señora.

Y dirigiéndose a madame de Lamballe, llegada un mes hacía de Inglaterra, y hacia las otras damas de la reina, añadió:

—Venid, señoras.

Las otras damas de la reina eran: la princesa de Tarento, la princesa de la Tremouille, y las señoras de Tourzel, de Mackau y de Laroche-Aymon.

Gilberto conocía el interior de palacio y trató de orientarse.

Buscaba un salón grande donde todo el mundo pudiese ver y oír; una barrera que pudiese servir de defensa, a fin de colocar detrás a la reina, a sus hijos y a sus damas, y situarse él delante.

Pensó en el salón del consejo, que por fortuna no habían invadido aún.

Hizo entrar a la reina, a los príncipes y a madame de Lamballe, y los colocó en el alféizar de una ventana. El tiempo era precioso, pues golpeaban ya las puertas y no se podía perder un momento.

Arrastró la pesada mesa del consejo, la colocó delante de la ventana, y de este modo quedó formado el parapeto.

Madame Royale se puso en pie sobre la mesa, al lado de su hermano.

La reina detrás de ellos; la inocencia defendía a la impopularidad.

Por el contrario, la reina quería colocarse delante de sus hijos.

—¡Así está bien todo —exclamó Gilberto, con la inflexión de voz de un general que ordena una evolución decisiva—; no hay que moverse!

Y al ver que la puerta cedía, y que entre aquella multitud furiosa había una oleada de mujeres, exclamó, descorriendo el cerrojo:

—¡Entrad, ciudadanas; la reina y sus hijos os esperan!

La oleada penetró por la puerta como a través de un dique roto.

—¿Dónde está la austríaca? ¿Dónde está madame Veto? —gritaron quinientas voces a un mismo tiempo.

Aquel era el momento terrible, supremo, en que todo poder se escapa de manos del hombre y se reconcentra en las de Dios sólo.

—¡Calma, señora —dijo Gilberto a la reina—; no necesito recomendaros la bondad!

Una mujer con los cabellos sueltos, blandiendo un sable, bella de furor, precedía a las demás.

—¿Dónde está la austríaca? ¡Morirá sólo por mi mano! —gritaba.

Gilberto, cogiéndola del brazo, la condujo delante de la reina.

—¡Ahí la tienes! —la dijo.

La reina, con una dulce modulación de voz, la preguntó:

—¿Os he hecho algún daño personalmente, hija mía?

—Ninguno, señora —contestó la mujer, admirada de la dulzura y de la majestad de María Antonieta.

—Pues entonces, ¿por qué queríais matarme?

—¿Yo? —replicó la mujer, confusa y bajando hacia el suelo la punta de su sable—. ¡Me han dicho que erais vos quién perdía a la nación!…

—Os han engañado, hija mía. Esposa del rey de Francia y madre del delfín, de este niño que aquí veis, soy francesa; no volveré a ver nunca mi país, y sólo en Francia puedo ser feliz o desgraciada. ¡Ah!, ¡era tan dichosa cuando me amabais todos!

La reina exhaló un suspiro.

La mujer dejó caer el sable y rompió a llorar.

—¡Ah!, señora —dijo sollozando—, no os conocía, perdonadme; ahora creo que sois buena.

—Si continuáis así, señora —la dijo en voz baja Gilberto—, no sólo os salváis, sino que antes de un cuarto de hora, todo ese pueblo caerá de rodillas ante Vuestra Majestad.

Y confiando la custodia de la reina a dos o tres guardias nacionales que habían acudido, y al ministro de la guerra Lajard, que acababa de entrar, corrió hacia el sitio en que se hallaba el rey, con el cual había ocurrido una escena casi análoga.

Luis XVI había acudido al oír el estrépito. En el momento de entrar en la cámara, los tableros de la puerta caían hechos pedazos y daban paso a las puntas de las bayonetas, los hierros de las lanzas y los filos de las hachas.

—¡Abrid —gritó el rey—, abrid!

—¡Ciudadanos —dijo en voz alta el señor de Hervilly—, es inútil echar abajo la puerta, pues el rey quiere que se abra!

Y al mismo tiempo descorrió el cerrojo, dio vuelta a la llave, y la puerta, casi desquiciada, giró sobre sus goznes.

El señor Acloque y el duque de Mouchy tuvieron tiempo de empujar al rey hacia el hueco de una ventana, en tanto que algunos granaderos que se hallaban allí se dieron prisa a amontonar ante él las banquetas y sitiales.

Al ver a la turba invadir el salón con gritos e imprecaciones, Luis XVI no pudo contenerse:

—¡A mi lado, caballeros! —gritó.

Cuatro granaderos tiraron inmediatamente de sus sables y se colocaron a la par del rey.

—Envainad esos sables —dijo este—, sólo quiero que os pongáis junto a mí.

Y, en efecto, poco faltó para que no hubiese sido demasiado tarde. El brillo de los sables se había tomado por una provocación.

Un hombre andrajoso, con los brazos desnudos y la boca cubierta de espuma, se lanza hacia el rey.

—¡Ah!, ¿estás ahí, Veto? —exclama, tratando de herirle con la hoja de un cuchillo puesta en la punta de un palo.

Uno de los granaderos que, no obstante la orden del rey, tenía aún el sable en la mano, paró el golpe.

El rey entonces, repuesto completamente, separa con la mano al granadero, diciendo:

—¡Dejadme! ¿Qué puedo temer hallándome en medio de mi pueblo?

Y dando un paso hacia delante, Luis XVI, con la majestad de que se revestía en los momentos supremos, y con un valor que hasta entonces no había mostrado, presentó su pecho a las armas de todas clases contra él dirigidas.

—¡Silencio! —dijo una voz robusta en medio de aquel espantoso tumulto—, ¡silencio, quiero hablar!

El estruendo del cañón hubiera tratado en vano de hacerse oír en medio de aquellos clamores y aquellos alaridos; y sin embargo, al sonido de esta voz, alaridos y clamores cesaron.

Era la voz del carnicero Legendre.

Se había acercado al rey casi hasta tocarle.

En su derredor habían formado círculo.

En aquel momento un hombre apareció en la extremidad del círculo, y detrás de la terrible figura de Danton, el rey reconoció el rostro pálido de Gilberto.

Una mirada le preguntó: «¿Qué ha sido de la reina, caballero?».

Y una sonrisa le contestó: «Está en seguridad».

El rey dio gracias a Gilberto con una seña.

—¡Señor! —dijo Legendre, dirigiéndose al rey.

Al oír la palabra señor, que parecía indicar caducidad de sus derechos y de su personalidad, el rey se volvió como si le hubiera mordido una serpiente.

—Sí, señor… señor Veto, con vos hablo —dijo Legendre—. Escuchadnos, porque esa es vuestra obligación. Sois un pérfido; siempre nos habéis engañado y nos engañáis aún; pero tened cuidado, porque se colmó la medida, y el pueblo está harto ya de ser vuestro juguete y vuestra víctima.

—Está bien, os escucho —dijo el rey.

—¡Más vale así! Ya sabéis lo que hemos venido a hacer aquí. Queremos la sanción del decreto y la reposición de los ministros… Esta es nuestra petición.

Y sacando de su bolsillo un papel, lo desdobló y leyó la amenazadora petición leída antes en la Asamblea.

El rey escuchó con los ojos fijos en Legendre; cuando este hubo concluido la lectura, Luis XVI, sin la menor emoción, en la apariencia al menor, dijo:

—Haré lo que las leyes y la Constitución me mandan hacer.

—Sí, sí —dijo una voz—, ese es tu gran caballo de batalla, ¡la Constitución!, la Constitución del 91, que te permite paralizar la máquina, atar la Francia a un poste y esperar a que los austríacos vengan a degollarnos.

El rey se volvió hacia a aquella nueva voz, comprendiendo que por este lado se le dirigía un ataque más grave.

Gilberto hizo también un movimiento y fue a poner su mano sobre el hombre del que acababa de gritar.

—Yo os he visto ya, amigo mío, ¿quién sois? —preguntó el rey.

Y le miraba con más curiosidad que terror, aunque la fisonomía de aquel hombre expresaba una energía terrible.

—Sí, ya me habéis visto tres veces, señor; una al volver de Versalles, el 16 de julio; otra en Varennes, y la tercera ahora. Acordaos de mi nombre, señor, porque es de funesto presagio: me llamo Billot.

Los gritos redoblaron en aquel momento. Un hombre armado de una pica trató de dar un golpe al rey.

Pero Billot, arrancando el arma de manos del asesino, la rompió sobre su rodilla.

—¡Nada de asesinato! —exclamó—. Tan sólo el hierro de la ley tiene derecho de tocar a ese hombre. Dicen que hubo un rey en Inglaterra cuya cabeza fue cortada por sentencia del pueblo, a quien había hecho traición; tú debes saberlo, Luis, y no lo eches en olvido.

—¡Billot! —murmuró Gilberto.

—¡Oh!, por más que hagáis —dijo Billot moviendo la cabeza—, ese hombre será juzgado y condenado por traidor.

—¡Sí, traidor! —gritaron cien voces—, ¡traidor, traidor!

Gilberto se colocó entre el rey y el pueblo.

—Nada temáis, señor —dijo—, y sobre todo, tratad de dar satisfacción a estos furiosos con alguna demostración material.

El rey tomó la mano del doctor y la puso sobre su corazón.

—Ya veis que estoy tranquilo —dijo—; esta mañana he recibido los sacramentos; que hagan de mí lo que quieran. En cuanto a la prueba material que me invitáis a dar, mirad. ¿Estáis contento?

Y tomando un gorro frigio de la cabeza de uno de aquellos descamisados, le puso en la suya.

La multitud prorrumpió en aplausos, gritando al mismo tiempo:

—¡Viva el rey! ¡Viva la nación!

Un hombre se abrió paso por en medio de la turba, y acercándose al rey, con una botella, le dijo:

—Oye, Veto: si amas al pueblo tanto como dices, pruébaselo bebiendo a su salud.

Y le presentó la botella.

—No bebáis, señor —murmuró madame Isabel—; ese vino estará quizá envenenado.

—Bebed, señor, yo respondo de todo —dijo Gilberto.

El rey tomó la botella.

—¡A la salud del pueblo! —dijo.

Y bebió.

Los gritos de «¡Viva al rey!», resonaron otra vez.

—Ya nada tenéis que temer, señor; permitidme ir a ver a la reina.

—Id —dijo el rey estrechando la mano a Gilberto.

En el momento en que este salía, entraron Isnard y Vergniaud.

Habían dejado la Asamblea y venían a defender al rey con su popularidad, y, si necesario era, a formar con sus cuerpos un escudo.

—¿Dónde está Su Majestad? —preguntaron.

Gilberto les hizo una seña con la mano, y los dos diputados se dirigieron al sitio en que estaba Luis XVI.

Para llegar hasta la estancia de la reina, Gilberto tenía que atravesar varias habitaciones, y entre ellas la alcoba del rey.

El pueblo había entrado en todas partes.

—¡Miren el Veto gordo! —decían los hombres sentándose en el lecho del rey—; a fe mía que tiene una cama mejor que la nuestra.

Nada de esto debía ya causar temor; el primer momento de efervescencia había pasado.

Gilberto volvía, pues, bastante tranquilo al lado de la reina.

Una rápida mirada que al entrar en la sala dirigió hacia la ventana, le tranquilizó completamente.

La reina estaba en el mismo sitio, y el delfín tenía puesto, como su padre, un gorro frigio.

Un gran rumor que se oía en la habitación inmediata, atrajo hacia la puerta las miradas de Gilberto.

Este rumor lo causaba Santerre al acercarse.

El coloso entró en la sala.

—¡Hola, hola! —dijo—, ¿es aquí dónde está la austríaca?

Gilberto se dirigió hacia él, atravesando la estancia diagonalmente.

—¡Señor Santerre! —dijo.

Santerre volvió la cabeza.

—¡Hola! —exclamó alegremente— el doctor Gilberto.

—Que no ha olvidado aún —dijo este— que sois uno de los que le abrieron las puertas de la Bastilla. Permitidme presentaros a la reina, señor Santerre.

—¿A la reina? ¿Presentarme a la reina? —murmuró el cervecero.

—Sí, a la reina; ¿no queréis?

—¿Por qué no? Iba a presentarme yo mismo; pero puesto que estáis aquí, mucho mejor.

—Conozco al señor Santerre —dijo la reina—, y sé que en los momentos de escasez ha alimentado él solo a la mitad del arrabal de San Antonio.

Santerre se detuvo admirado; luego, fijando una mirada en el delfín, y al ver que el sudor inundaba las mejillas del pobre niño, dirigióse a la gente del pueblo y dijo:

—¡Oh!, quitad el gorro a ese niño; ¿no estáis viendo que sofocado está?

Entonces Santerre, inclinándose hacia María Antonieta y apoyándose en la mesa, la dijo a media voz:

—¡Tenéis amigos bien torpes, señora; yo conozco algunos que os servirían mejor!

Una hora después, aquella turba había desaparecido, y el rey, acompañado de su hermana, entraba en su alcoba, donde le esperaban la reina y sus hijos.

Al divisarlo, la esposa se arrodilló a sus pies; los hijos estrecharon sus manos y todos se abrazaron como después de un naufragio.

Entonces fue cuando el rey se apercibió de que tenía aún puesto el gorro frigio.

—¡Ah! —exclamó—, lo había olvidado.

Y lo arrojó lejos de sí con hastío.

Un joven oficial de artillería, de veintidós años apenas, había presenciado toda esta escena apoyado contra un árbol del terrado de la orilla del río; había visto por la ventana los peligros que el rey había corrido, las humillaciones porque había pasado; pero al llegar a lo del gorro frigio, no pudo contenerse:

—¡Oh! —exclamó—, ¡si tuviera yo solamente mil doscientos hombres y dos piezas de artillería, pronto habría librado al pobre rey de esa canalla!

Mas como no tenía los mil doscientos hombres ni las dos piezas, y no podía soportar más tiempo aquel indigno espectáculo, se retiró.

Aquel oficial era Napoleón Bonaparte.