En el mes de junio amanece muy temprano.
A las cinco de la mañana los batallones estaban ya formados.
Esta vez el motín se había regularizado y tenía el aspecto de una invasión.
La multitud obedecía a los jefes, sometíase a una disciplina y tenía señalados su puesto y su bandera.
Santerre estaba a caballo, rodeado de un estado mayor de hombres del arrabal.
Billot no le abandonaba un momento, y habríase dicho que estaba encargado por algún poder oculto de velar sobre su conducta.
Los amotinados se hallaban divididos en tres cuerpos de ejército.
Santerre mandaba el primero.
Saint-Huruge el segundo.
Theroigne de Mericourt el tercero.
A eso de las once de la mañana, y a consecuencia de una orden traída por un hombre desconocido, la multitud inmensa se puso en movimiento.
Veinte mil hombres, poco más o menos, la componían al salir de la Bastilla.
Aquella muchedumbre presentaba un aspecto salvaje, extraño, terrible.
El batallón capitaneado por Santerre era el más regular; tenía bastante número de uniformes y no pocos fusiles y bayonetas.
¡Pero los otros dos eran el ejército del pueblo: ejército harapiento, lívido, enflaquecido por cuatro años de escasez y carestía de pan, y de ellos tres de revoluciones!
Este era el abismo de donde salía aquel ejército.
Ni uniformes, ni fusiles; chaquetas hechas jirones, blusas rasgadas, armas ridículas tomadas en el primer movimiento de cólera o de defensa; picas, asadores lanzas despuntadas, sables sin empuñadura, cuchillos atados a la extremidad de largos palos, hachas de carpintero, martillos de albañil y tranchetes de zapatero.
Por estandartes, una horca con una muñeca, que se balanceaba pendiente de una cuerda, y que representaba a la reina; una cabeza de buey con sus cuernos, en los cuales había entrelazado una obscena divisa, y un corazón de ternera clavados en la punta de un asador, con el lema: ¡Corazón de aristócrata!
Además, banderas con las inscripciones siguientes:
¡La sanción o la muerte!
¡Reposición de los ministros patriotas!
¡Tiembla, tirano; tu hora ha llegado!
La turba se había dividido en el ángulo de la calle de San Antonio.
Santerre, que vestía su uniforme de comandante, había seguido el bulevar con su guardia nacional. Saint-Huruge, en traje de cargador del mercado, montaba un caballo con ricos arneses, regalo de un desconocido, y la bella joven de Mericourt iba recostada en un cañón, arrastrado por varios hombres con los brazos desnudos. Seguían la calle de San Antonio.
Debían reunirse en los Fuldenses, pasando por la plaza de Vendóme.
Durante tres horas la muchedumbre desfiló, atrayendo tras sí a la población de los barrios que recorría.
Se asemejaba a esos torrentes que engrosando saltan hirvientes y espumosos.
Así, en cada encrucijada, en cada esquina, la multitud era más considerable.
Aquella masa de pueblo marchaba silenciosa; tan sólo a intervalos, de una manera inesperada, rompía el silencio, profiriendo inmensos clamores o cantando el famoso Ca ira de 1790, el cual, modificándose poco a poco, pasaba de canto de excitación a canto de amenaza. En fin, terminaba con gritos de ¡Viva la nación! ¡Vivan los descamisados! ¡Abajo el señor y la señora Veto!
Mucho, antes de divisar las cabezas de las columnas, oíase el rumor de los pasos de aquella muchedumbre, como se oye el rumor de la marea creciente. Luego, de vez en cuando, resonaba el estrépito de sus cantos, de sus murmullos y de sus gritos, como resuena en los aires el fragor de la tempestad.
Llegado a la plaza de Vendóme el cuerpo de ejército de Santerre, portador del álamo que se debía plantar en el terrado de los Fuldenses, encontró un puesto de guardias nacionales que le cerró el paso. Nada era más fácil para aquella masa que arrollar el obstáculo; pero el pueblo se había propuesto hacer una fiesta y quería reír y divertirse, atemorizar al señor y a la señora Veto, no matar. Los que llevaban el árbol desistieron de su proyecto de plantarlo en el vecino patio de las Capuchinas.
Cerca de una hora hacía ya que la Asamblea oía todo aquel estruendo, cuando los comisionados de la multitud le pidieron, en nombre de aquellos a quienes representaban, permiso para desfilar ante ella.
Vergniaud pidió que se concediese el permiso, pero que al mismo tiempo se enviasen sesenta diputados para proteger el palacio.
También los girondinos querían atemorizar al rey y a la reina, pero no que se les hiciese daño.
Un feuillant se opuso a ello, diciendo que esta precaución sería injuriosa para el pueblo de París.
Bajo esta aparente seguridad, ¿no se ocultaba la esperanza de un crimen?
Se accedió a la admisión; el pueblo de los arrabales desfilará armado por la sala.
Las puertas se abren inmediatamente y dan paso a los treinta mil peticionarios. El desfile comienza a medio día y concluye a las tres de la tarde.
La turba ha obtenido la primera parte de lo que pedía; ha desfilado por delante de la Asamblea, ha leído su petición, y ahora necesita pedir la sanción al rey.
Habiendo recibido la Asamblea a la diputación, ¿cómo dejaría de recibirla el rey? No era él más gran señor que el presidente, puesto que cuando iba a verle ocupaba un sillón como el de aquel, y lo que es más, estaba a la izquierda.
Por eso el rey había dicho que recibiría la petición presentada por veinte personas.
El pueblo no había creído nunca entrar en las Tullerías, y esperaba que sus diputados lo hiciesen mientras que él desfilaba por delante de las ventanas.
Haría ver al rey y a la reina, pues, aquellas banderas de amenazadoras divisas, aquellos funestos emblemas.
Todas las puertas que daban al palacio estaban cerradas. El patio y el jardín de las Tullerías hallábanse ocupados por tres regimientos de línea, dos escuadrones de gendarmería, varios batallones de la guardia nacional y cuatro cañones.
La familia real, que veía desde las ventanas esta aparente protección, parecía hallarse bastante serena.
La turba, siempre sin mala intención, pidió que se abriese la verja que daba al terrado de los Fuldenses.
Los oficiales que la custodiaban rehusaron hacerlo sin orden del rey, y entonces tres concejales solicitaron que se les dejara pasar para ir a pedirla.
Se les permitió pasar.
Estos tres concejales, cuyos nombres ha conservado Montjoie, autor de la Historia de María Antonieta, eran:
Bouchet-René, Bouché-Saint-Sauveur y Mouchet; este último, el mísero juez de paz del Marais, raquítico, contrahecho y enano, luciendo su enorme faja tricolor.
Llegados a palacio, fueron introducidos a presencia del rey.
Mouchet tomó la palabra.
—Señor —dijo—, ciudadanos pacíficos se han reunido para hacer una petición a la Asamblea, y quieren celebrar una fiesta cívica con motivo del juramento pronunciado en el Juego de Pelota en 1789. Marchan bajo la égida de la ley y no deben infundir temor. Esos ciudadanos desean pasar por la explanada de los Fuldenses, cuya verja está cerrada y cuyo paso está defendido por un cañón en batería. Venimos, señor, a pediros que se abra esa verja y se les permita pasar libremente.
—Veo, por vuestra faja —contestó el rey—, que sois concejal y os toca hacer cumplir la ley; si lo juzgáis necesario para que la Asamblea quede complacida, haced que abran esa verja de los Fuldenses; que los ciudadanos desfilen por ella y salgan por la puerta de las caballerizas. Avistaos, al efecto, con el señor comandante general de la guardia, y sobre todo, cuidad de que no se altere la tranquilidad pública.
Los tres concejales saludaron y salieron acompañados de un oficial encargado de hacer constar que el rey había dado, en efecto, la orden de abrir la verja. Abierta que fue, todos quisieron entrar. La muchedumbre se agolpó, se estrechó, y la verja de los Fuldenses saltó en pedazos como un cañizo de mimbres.
La multitud respiró y diseminóse alegre por el jardín. Se había descuidado abrir la puerta de las caballerizas. Al verla cerrada, la muchedumbre desfiló por delante de los guardias nacionales, alineados en la fachada del palacio.
Salió por la puerta del muelle, y como de todos modos le era necesario volver a su arrabal, quiso pasar por los postigos del Carrousel.
Pero estaban cerrados y con guardia. Entonces la multitud, oprimida y magullada, sin poder moverse, comenzó a irritarse.
Las puertas de los postigos se abren y la multitud se disemina por la plaza.
Allí se acuerda que el objeto primordial de la jornada es la petición al rey para que retire su veto.
De esto resulta que en vez de continuar su camino, se detiene en el Carrousel.
Al cabo de una hora de esperar se impacienta.
De buena gana se hubiera ido; pero esto no convenía a los agitadores.
Había allí personas que iban de grupo en grupo diciendo:
—Pero ¿adónde vais? Esperad, el rey dará su sanción; si nos vamos a nuestras casas sin haberla obtenido, se deberá volver a empezar.
La muchedumbre consideraba muy razonable lo que aquellos hombres decían; mas al mismo tiempo creía también que la famosa sanción se hacía esperar demasiado.
¡Tenían hambre! Tal era el grito general.
La carestía del pan había cesado; pero no había trabajo, ni dinero tampoco, y por barato que estuviera, al fin y al cabo no lo daban de balde.
Toda aquella población se había levantado a las cinco de la mañana, y los más se habían echado en un jergón, la víspera, sin haberse desayunado. Obreros con sus mujeres, madres con sus hijos, todos se habían puesto en camino con la vaga esperanza de que el rey sancionaría el decreto y que todo marcharía bien.
Pero el rey no parecía hallarse muy dispuesto a sancionarlo.
Hacía calor y todos tenían sed.
El hambre, la sed y el calor, producen la hidrofobia en los perros.
El pueblo esperaba y tenía paciencia.
Pero al fin se comienza a sacudir las verjas del palacio.
Un concejal aparece en el patio de las Tullerías y arenga al pueblo.
—¡Ciudadanos —dice— este es el domicilio del rey, y sería violarle entrar en él armados! ¡Consiente en recibir vuestra petición, pero presentada tan sólo por veinte diputados!
Así, los diputados que espera, y a quienes se cree hace una hora en presencia, del rey, no han sido aún introducidos.
De repente se oyen grandes gritos por la parte del muelle.
Eran Santerre y Saint-Huruge montados en sus caballos, y Théroigne sobre su cañón.
—¿Qué hacéis ahí delante de esa verja? —grita Saint-Huruge—. ¿Por qué no entráis?
—¡Verdad es! ¿Por qué no entramos? —dijeron algunos hombres del pueblo.
—¡Pero si la puerta está cerrada! —objetaron otros.
Théroigne, saltando de su cañón al suelo, dijo:
—Cargado está; hacedla saltar con la bala.
Y se colocó el cañón en batería ante la puerta.
—¡Esperad, esperad! —gritan dos municipales— la violencia es inútil, se abrirá la puerta.
Ambos, en efecto, hacen girar la báscula que cierra las dos hojas, y la puerta se abre.
El torrente se precipita; arrastra entre sus oleadas el cañón, atraviesa con este el patio y con él sube la escalera, en cuyo extremo hay dos concejales.
—¿Qué pensáis hacer con ese cañón? —preguntan—. ¿Creéis obtener algo con semejante atentado?
—Es verdad —responden aquellos hombres, admirados de que el cañón se halle en tal sitio.
Lo vuelven y quieren bajarlo al patio.
El eje se engancha en una puerta y la boca del cañón se vuelve hacia la turba.
—¡Bueno, bien! ¡Hasta en la habitación del rey hay artillería! —exclaman los que llegan después, y que ignorando cómo aquella pieza se encuentra allí, no reconocen el cañón de Théroigne, y creen que ha sido llevado contra ellos.
Entretanto, y por orden de Mouchet, dos hombres provistos de hachas, cortan, tajan, destrozan las jambas de la puerta y abren paso para el cañón, que vuelven a bajar al vestíbulo. Esta operación hace creer que rompen las puertas a hachazos.
Doscientos nobles acuden al palacio, no con la esperanza de defenderlo, sino porque creen que se conspira contra la vida del rey.
Llegan además el anciano mariscal de Mouchy; el señor de Hervilly, comandante de la guardia constitucional licenciada; Acloque, comandante del batallón de la guardia nacional del arrabal de San Marcelo; tres granaderos del batallón del arrabal de San Martín, que habían quedado solos en su cuerpo de guardia, los señores Lecrosnier, Bridaut y Gossé.
Un hombre vestido de negro, que había acudido otra vez a presentar su pecho a la bala de los asesinos, y cuyos consejos se han desatendido cuando en el día del peligro trató de conjurarlos, llega como último defensor para ponerse entre el peligro y el rey: es Gilberto.
El rey y la reina, muy inquietos al principio por el espantoso ruido de toda aquella multitud, se habían acostumbrado al fin a oírle.
Eran ya las tres de la tarde y esperaban que el día acabara como había comenzado.
La familia real se hallaba reunida en la habitación del rey.
De repente el ruido de las hachas resuena hasta en la cámara, dominado por esas ráfagas de clamores semejantes al lejano fragor de la tempestad.
En aquel momento, un hombre se precipita en la alcoba del rey, gritando:
—¡No os separéis de mí, señor! ¡Yo respondo de todo!