Capítulo CXXXVIII

Un hombre se había paseado todo el día en el arrabal de San Antonio, vistiendo el uniforme de general, montado en un gran caballo flamenco, estrechando manos a derecha e izquierda, abrazando a las jóvenes y convidando a beber a los mozos.

Era uno de los seis herederos del señor de Lafayette, era el jefe de batallón Santerre.

Cerca de él, como un ayudante de campo junto a su general, cabalgaba en un vigoroso caballo un hombre, que por su traje parecía ser un patriota campesino.

Una profunda cicatriz cruzaba su frente, y su aire taciturno y amenazador aspecto contrastaban con la franca sonrisa y alegre fisonomía del comandante.

—Estad preparados, mis buenos amigos, y velad por la nación; los traidores conspiran contra ella; pero aquí estamos nosotros —decía Santerre.

—¿Qué hay que hacer, señor Santerre? —preguntaban los del arrabal—; ya sabéis que estamos a vuestras órdenes. ¿Dónde se hallan los traidores? Llevadnos allá.

—Esperad que llegue el momento —contestaba Santerre.

—Pero ¿llegará?

Santerre no lo sabía; pero a todo evento contestaba:

—Sí, sí, descuidad; ya os avisaremos. El hombre que seguía a Santerre se inclinada sobre el cuello de su caballo, hablaba con ciertos hombres a quienes reconocía por ciertas señales, y decíales: —¡El 20 de junio, el 20 de junio!

Los hombres se marchaban, y en medio del grupo que se formaban en derredor de ellos, veinte pasos más allá, repetíase:

«¡El 20 de junio!».

¿Qué iba a suceder en ese día? Se ignoraba aún, pero sabíase que sucedería algo.

Entre los adeptos a quienes se acababa de comunicar esta fecha, se podían reconocer algunos hombres que no eran extraños a los acontecimientos que hemos referido ya Saint-Huruge, a quien hemos visto salir del palacio real en la mañana del 5 de octubre, conduciendo a Versalles la primera turba; marido engañado por su mujer antes de 1789, fue encerrado en la Bastilla; obtuvo la libertad el 14 de julio, y se vengaba en la nobleza y en la monarquía de sus desgracias conyugales y de su encarcelamiento ilegal.

Verriere, a quien ya conocemos. Dos veces hemos visto a este jorobado de Apocalipsis, tan deforme y repugnante; una en la taberna del puente de Sevres, con Marat y el duque de Aiguillon disfrazado de mujer, y otra en el Campo de Marte, momentos antes de romperse el fuego.

Fournier el americano, que a través de las ruedas de un coche hizo fuego contra Lafayette, y cuyo fusil falló. En esta ocasión se propone herir a más alto personaje que al comandante de la guardia nacional, y para que el fusil no le falle, piensa servirse de la espada.

El señor de Beausire, que no ha sabido aprovechar el tiempo en que le dejamos a la sombra para enmendarse, y que ha vuelto a recoger a Oliva de manos de Mirabeau moribundo, como el caballero des Grieux tomaba de nuevo a Manon Lescaut de manos de aquel que, después de haberla sacado un instante del lodo, la dejaba caer otra vez en el fango.

Mouchy, hombrecillo raquítico, cojo, oculto casi bajo una desmesurada faja tricolor, y que había sido concejal, juez de paz… ¡qué sé yo!

Gouchon, el Mirabeau del pueblo, que pareció a Pitou más feo aún que el Mirabeau de la nobleza; Gouchon, que desaparecía en el motín como el demonio desaparece en una comedia de magia para presentarse después y siempre más rencoroso, más terrible, más furibundo, aunque el autor no le necesita sino momentáneamente.

En medio de aquella multitud reunida en torno de las ruinas de la Bastilla, como en otro monte Aventino, pasaba y repasaba un joven delgado, pálido, de cabellos lisos y ojos brillantes, solitario como el águila, que debía tomar más tarde por emblema, sin conocer a nadie y desconocido de todos.

Era el teniente de artillería Bonaparte, que se hallaba casualmente con licencia en París, y de quien Cagliostro había hecho a Gilberto tan extraña predicción el primer día que se presentó en los Jacobinos.

¿Quién movía, excitaba y dirigía aquella turba? Un hombre de cuello vigoroso, con melena de león, de voz bronca, y que Santerre debía encontrar en su casa, al volver, esperándole en la trastienda: Danton.

Esta es la hora en que el terrible revolucionario —que sólo es conocido aún por el ruido que ha hecho en la platea del teatro Francés, en las representaciones de Carlos IX, de Chénier, y por su contundente elocuencia en la tribuna de los Franciscanos—, hace su verdadera aparición en la escena política, donde extenderá sus brazos de gigante.

¿De dónde proviene el poder de ese hombre que ha de ser fatal a la monarquía? ¡De la reina misma!

La rencorosa austríaca no ha querido a Lafayette para la alcaldía de París y ha preferido a Pétion, el hombre del viaje de Varennes, el cual, apenas ocupó su destino, se puso en lucha con el rey, dando orden de vigilar las Tullerías.

Pétion tenía dos amigos, que llevaba a su lado cuando fue a tomar posesión de su nuevo cargo: Manuel iba a su derecha, Danton a su izquierda.

Al primero le nombró síndico del ayuntamiento, y al segundo substituto suyo.

Vergniaud había dicho en la tribuna, señalando las Tullerías:

«El terror ha salido con frecuencia de ese palacio funesto en nombre de la dignidad real; que entre en él en nombre de la ley».

Pues bien; llegado el momento de que un acto material tradujese la bella y terrible imagen del orador de la Gironda, era necesario buscar el terror en el arrabal de San Antonio, e impulsarlo despavorido con sus siniestros gritos y sus torcidos brazos hacia el palacio de Catalina Mediéis.

¿Quién podía evocarle mejor que aquel terrible mágico revolucionario que se llamaba Danton?

Danton, el hombre de anchos hombros, de poderosa mano y atlético pecho, donde latía un corazón fuerte; Danton, el címbalo de las revoluciones, en quien el impulso más pequeño se convertía en fuerte vibración y se extendía por la multitud embriagándola; Danton, que tocaba con una mano el pueblo, por Hebert, y con la otra el trono, por el duque de Orleáns; Danton, colocado entre el vendedor de contraseñas de la esquina del teatro y el príncipe de regia estirpe, tenía ante sí un inmenso clavicordio, cada una de cuyas teclas correspondía a una fibra social.

Véase la siguiente gama: recorre dos octavos y está en armonía con la poderosa voz de Danton.

Hebert, Legendre, Gouchon, Rossignol, Momoro, Bruñe, Huguenin, Rotondo, Santerre, Fabre d’Eglantine, Camilo Desmoulins, Dugazon, Lazouski, Sillery, Genlis y el duque de Orleáns.

Y después obsérvese bien que no ponemos aquí más que límites visibles. ¿Quién nos dirá ahora hasta dónde baja o se eleva esa fuerza más allá de los límites en que nuestra vida se pierde?

Ese era el poder, esa la fuerza que removía el arrabal de San Antonio.

El día 16, un hombre fiel a Danton, el polaco Lazouski, individuo del ayuntamiento, expone el plan.

Anuncia a la corporación municipal que el 20 de junio, los arrabales de San Antonio y San Marcial presentarán peticiones a la Asamblea y al rey, con motivo del veto referente al campamento de los veinte mil hombres y a los eclesiásticos; y al mismo tiempo plantarán en el terrado de los Fuldenses un árbol de la libertad, en recuerdo del Juego de Pelota del 20 de junio de 1789.

La corporación municipal se niega a dar su aprobación.

—Se hará sin ella —dijo Danton en voz baja a Lazouski.

Y Lazouski repitió en voz alta:

—¡Se hará sin ella!

La fecha del 20 de junio tenía, pues, una significación visible y otra oculta.

La una era el pretexto: presentar una petición al rey y plantar un árbol de la libertad.

La otra era el objeto, conocido tan sólo de algunos adeptos. Salvar la Francia de Lafayette y de los Fuldenses, y advertir al incorregible rey, al rey del antiguo régimen, que hay tempestades políticas tales que un monarca puede perecer en ellas con su trono, su corona y su familia, como se hunde un buque con todo cuanto encierra en los insondables abismos del Océano.

Danton, como hemos dicho, esperaba a Santerre en la trastienda, y el día anterior le había dicho, por conducto de Legendre, que para el siguiente era necesario un principio de motín en el arrabal de San Antonio.

Aquella mañana Billot se presentó en su casa, y después de haber hecho una señal, dándose a conocer, le anunció que el comité le agregaba a su persona por todo el día.

He aquí como Billot, bajo la apariencia de ayudante de campo de Santerre, sabía más que este en el negocio.

Danton venía a dar a Santerre cita para la noche del siguiente día en una casita de Charenton, situada en la orilla derecha del Mame, en la extremidad del puente.

Aquí debían reunirse todos aquellos hombres de existencia extraña y desconocida que dirigen siempre el impulso de los motines.

Ninguno faltó a la cita. Las pasiones de todos aquellos hombres eran diferentes. Decir de dónde procedían sería escribir una historia lúgubre de las perversidades de la humanidad. Algunos obraban por amor a la libertad; muchos, como Billot, por venganza de insultos recibidos, y los más por odio, por miseria, por malos instintos.

En el primer piso de aquella casa había una sala, en que solamente los jefes tenían derecho para entrar; de ella salían a tomar instrucciones precisas, terminantes y supremas, como de un tabernáculo en el cual un dios desconocido diera sus decretos.

Sobre una mesa veíase un gran plano de París.

El dedo de Danton señalaba en este plano el nacimiento, el curso, la afluencia e intersección de todos aquellos arroyos, ríos y torrentes de hombres que debían inundar París al siguiente día.

La plaza de la Bastilla, en la que se desemboca por las calles del arrabal de San Antonio, del barrio del Arsenal y del arrabal de San Marcial, fue señalada para punto de reunión; la Asamblea como pretexto, las Tullerías como objeto.

El bulevar era el camino ancho, seguro, por el cual debía precipitarse con fragor la espantosa catarata.

Después de señalar a cada uno su puesto, y de haberse comprometido todos a ocuparle, la reunión se disolvió.

La contraseña general era: «Acabar con el palacio».

¿De qué modo se acabaría con él?

Esto no se sabía aún.

El área de lo que fue la Bastilla y los alrededores del Arsenal, en el arrabal de San Antonio, estuvieron durante todo el día 19 ocupados por numerosos grupos.

De improviso apareció en medio de ellos una atrevida y terrible amazona, vestida de encarnado, armada de pistolas y de aquel sable que, después de inferir dieciocho heridas, debía buscar y encontrar el corazón de Suleau.

Era la bella Theroigne de Mericourt, natural de Lieja.

Ya la vimos el 5 de octubre en el camino de Versalles. ¿Qué ha sido de ella desde entonces?

Lieja se insurreccionó; la joven quiso acudir en socorro de su patria, pero los agentes de Leopoldo la detuvieron en el camino, y estuvo encerrada dieciocho meses en las prisiones de Austria.

¿Huyó? ¿La dejaron escapar? ¿Pudo limar los hierros de su prisión, o sobornó al carcelero? Todo esto es misterioso como el principio de su vida, y terrible como su fin. Pero de todos modos, el resultado es que ha vuelto; de cortesana de la aristocracia, ha llegado a ser prostituta del pueblo; la nobleza la ha dado oro, y con él comprará los aceros bien templados, las pistolas embutidas de plata con que herirá a sus enemigos.

Por eso el pueblo la reconoce y la recibe con entusiasmo.

¡Con qué oportunidad llega vestida de encarnado para la fiesta del día siguiente!

La reina la vio galopar, en la noche de aquel mismo día, por delante del terrado de los Fuldenses, dirigirse desde la plaza de la Bastilla a los Campos Elíseos, y desde la reunión popular al banquete patriótico.

Asomada a la ventana de una buhardilla de las Tullerías, adonde la reina subió, atraída por los gritos que habían llegado a sus oídos, pudo ver las mesas del banquete. El vino circulaba, los cantos patrióticos eran ruidosos, y a cada brindis a la Asamblea, a la Gironda y a la libertad, los convidados amenazaban con el puño a las Tullerías.

El cómico Dugazon canta coplas contra el rey y la reina, y estos pueden oír desde el palacio los aplausos que siguen a cada estrofa.

¿Quiénes son los convidados?

Los confederados de Marsella, a las órdenes de Barbaroux; habían llegado la víspera.

El día 18 de junio y el 10 de agosto habían hecho su entrada en París.