Capítulo CXXXVII

En el momento que la Asamblea votaba, por aclamación, que se diesen gracias a los tres ministros salientes, decretando la impresión y el envío de la carta de Roland a los departamentos, Dumouriez se presentó en la puerta de la Asamblea.

Sabíase que era intrépido; pero ignorábase que fuese audaz.

Había sabido lo que ocurría y se presentaba atrevidamente para coger el toro por las astas.

El pretexto de su llegada a la Asamblea era una memoria notable sobre el estado de nuestras fuerzas militares; ministro de la guerra desde la víspera, había hecho este trabajo durante la noche, con ayuda de sus auxiliares; era una acusación contra Servan, que en realidad recaía sobre Grave, y sobre todo sobre Narbona, su predecesor.

Servan no había sido ministro más que diez o doce días.

Dumouriez llegaba muy fuerte; acababa de separarse del rey, conjurándole a ser fiel a la doble palabra dada respecto a la sanción de los dos decretos, y el rey le había contestado, no solamente renovando su promesa, sino afirmándole que los eclesiásticos a quienes había consultado para poner a cubierto su conciencia, habían sido todos del mismo parecer de Dumouriez.

Por eso el ministro de la guerra avanzó directamente hasta la tribuna y subió a ella en medio de gritos confusos y de vociferaciones feroces.

Llegado allí pidió fríamente la palabra, que se le concedió en medio de un espantoso tumulto.

Por fin se calmó, gracias a la curiosidad que se tenía por oír lo que Dumouriez diría.

—Señores —exclamó—, el general Gouvion acaba de ser muerto; Dios ha recompensado su valor, pues ha sucumbido combatiendo a los enemigos de Francia; ha sido muy feliz, porque así no presenciará nuestras espantosas discordias, y yo envidio su suerte.

Estas pocas palabras, dichas en voz muy alta y con profunda melancolía, produjeron impresión en la Asamblea; además, aquella muerte distraía de los primeros sentimientos, y se deliberó sobre lo que la Asamblea debía hacer para significar su dolor a la familia del general, acordándose que el presidente escribiera una carta.

Entonces Dumouriez volvió a pedir la palabra y le fue concedida.

Sacó de su bolsillo una memoria; mas apenas hubo leído el título, Memoria sobre el ministerio de la guerra, cuando Girondinos y Jacobinos comenzaron a gritar para que no se permitiera la lectura.

Pero en medio del ruido, el ministro leyó el exordio con voz tan alta y clara, que se oyó que aquel exordio iba dirigido contra las facciones, refiriéndose al respeto que se debía tener a un ministro.

Semejante aplomo era el más propio para exasperar a los oyentes de Dumouriez, aunque se hubieran hallado en una disposición de ánimo menos irritable.

—¿Le oís? —gritó Gaudet—. ¡Se cree ya tan seguro del poder, que osa darnos consejos!

—¿Por qué no? —contestó tranquilamente Dumouriez, volviéndose hacia el que preguntaba.

Ya hemos dicho, hace mucho tiempo, que lo más prudente en Francia es el valor; el de Dumouriez impuso a sus adversarios, y todos callaron.

La memoria era sabia, luminosa, hábil, y por mucha prevención que hubiera contra el ministro, en dos párrafos se aplaudió.

Lacuse, que era individuo de la junta militar, subió a la tribuna para contestar a Dumouriez, y este último arrolló entonces su memoria y la guardó tranquilamente en su bolsillo.

Los Girondinos vieron el movimiento, y uno de ellos gritó:

—¿Veis qué traidor? Se guarda su memoria y quiere huir con ella… ¡Impidámoslo, porque ese documento servirá para confundirle!

Pero al oír estos gritos, Dumouriez, que no había dado un solo paso hacia la puerta, sacó la memoria del bolsillo y se la entregó al ujier.

Un secretario alargó al punto la mano, y habiendo recibido el documento buscó la firma.

—¡Señores —dijo el secretario—, la memoria no está firmada!

—¡Que la firme, que la firme! —gritaron por todas partes.

—Tal era mi intención —dijo Dumouriez—, y el trabajo es bastante concienzudo para que yo no vacile en firmarle. Dadme tinta y pluma.

Se le dio esta última mojada ya en tinta.

Y poniendo un pie en los escalones de la tribuna, firmó la memoria sobre sus rodillas.

Entonces el ujier quiso tomarla; pero Dumouriez le desvió el brazo y fue a dejar el escrito sobre la mesa; después, lentamente, y deteniéndose a cada paso, atravesó la sala y salió por la puerta situada bajo los bancos de la izquierda.

Muy al contrario de la entrada, que se efectuó entre gritos y silbidos, la salida fue acompañada del más profundo silencio, y los espectadores de las tribunas se precipitaron en los pasillos para ver al hombre que acababa de arrostrar las iras de toda una Asamblea. En la puerta de los Fuldenses le rodearon trescientas o cuatrocientas personas, que se oprimían en torno suyo con más curiosidad que odio, como si hubiesen podido prever que tres años más tarde salvaría la Francia en Valmy.

Algunos diputados realistas salieron de la cámara unos después de otros y precipitáronse hacia Dumouriez; para ellos no quedaba duda, el general era de los suyos. Dumouriez había previsto precisamente esto, y he aquí por qué había hecho prometer al rey la sanción de los dos decretos.

—¡Hola, general —le dijo uno de ellos—, están haciendo diabluras por ahí dentro!

—Propio sería de ellos —contestó Dumouriez—; mas creo que solamente el diablo pueda hacerlas.

—No sabéis una cosa —dijo otro—; se trata en la Asamblea de enviaros a Orleáns para que os procesen allí.

—¡Bueno! —contestó Dumouriez— me conviene las vacaciones, porque así tomaré baños y descansaré.

—General —gritó un tercero—, acaban de decretar la impresión de vuestra memoria.

—¡Tanto mejor!, es una torpeza que me atraerá a los imparciales.

En medio de aquella reunión y de aquellos consejos, Dumouriez llegó al palacio: El nuevo consejo estaba reunido.

Al despachar a Servan, a Roland y Clavières, Dumouriez se vio precisado a substituirlos.

Como ministro del Interior había propuesto a Mourgues de Montpellier, protestante, individuo de varias academias y antiguo feuillant que se había retirado del club.

El rey le aceptó.

Para ministro de Negocios extranjeros, Dumouriez propuso a Maulde, Semonville o Naillac.

El rey optó por Naillac.

Para ministro de Hacienda había propuesto a Vergennes, sobrino del antiguo ministro.

Vergennes había convenido en un todo al rey, que en el acto dio orden de llamarle; pero el favorecido, manifestando profundo afecto al rey, había rehusado.

Se convino entonces en que el ministro del Interior se encargara interinamente de la cartera de Hacienda, y que Dumouriez despachase Negocios extranjeros, también con carácter interino, hasta que llegase Naillac, ausente de París.

Pero los cuatro ministros que no se ocultaban la gravedad de la situación, habían convenido en que si el rey, después de salir Servan, Clavières y Roland, no cumplía la promesa por la cual se decretó su cesantía, presentarían su dimisión.

El nuevo consejo, pues, estaba reunido ya.

El rey sabía lo ocurrido en la Asamblea; felicitó a Dumouriez por su actitud y sancionó inmediatamente el decreto sobre el campamento de los veinte mil hombres, pero aplazando hasta el día siguiente la sanción del decreto acerca de los sacerdotes.

Objetaba un escrúpulo de conciencia que, según dijo, debía desvanecer su confesor.

Los ministros se miraron, y en ellos se despertó la primera duda.

Pero bien mirado, la conciencia timorata del rey podía necesitar aquella dilación para tranquilizarse.

Al día siguiente, los ministros volvieron a tratar la cuestión de la víspera.

Pero la noche había traído consejo; la voluntad, si no la conciencia del rey, se había confirmado, y declaró que opondría su veto al decreto.

Los cuatro ministros, uno después de otro, y Dumouriez el primero, hablaron al rey con respeto, pero con energía.

El rey los escuchó cerrando los ojos, en la actitud de un hombre que ha tomado su resolución.

En efecto, cuando hubieron concluido, contestó:

—Señores, he escrito una carta al presidente de la Asamblea, y vosotros la llevaréis juntos.

Era una orden que estaba del todo acorde con el antiguo régimen; pero sonaba mal a los oídos de ministros constitucionales, y de consiguiente responsables.

—Señor —dijo Dumouriez después de consultar con la mirada a sus colegas—, ¿no tenéis nada más que ordenarnos?

—No —contestó el rey.

Y se retiró.

Los ministros se quedaron, y acto continuo resolvieron pedir una audiencia para el día siguiente.

Habían convenido en presentar sus dimisiones sin dar una explicación.

Dumouriez volvió a su casa. El rey había conseguido casi burlarle, a él que era sagaz político, astuto diplomático y general que manejaba la intriga.

Encontró en su domicilio tres billetes de personas distintas que le anunciaban la formación de grupos en el arrabal de San Antonio, añadiendo que había conciliábulos en casa de Santerre.

Dumouriez escribió al rey al punto para prevenirle de lo que le anunciaban.

Una hora después recibía un billete, sin la firma del rey, pero escrito de su puño y letra; decía así:

«No creáis, caballero, que se consigue intimidarme con amenazas; mi resolución está tomada».

Dumouriez cogió una pluma y escribió al punto la contestación:

«Señor: mal me juzgáis si me habéis creído capaz de emplear semejante medio. Mis colegas y yo hemos tenido el honor de escribir a Vuestra Majestad para que nos conceda la gracia de recibirnos mañana a las diez de la misma, y entretanto, suplico a Vuestra Majestad que tenga a bien elegirme un sucesor que pueda substituirme dentro de veinticuatro horas, atendida la urgencia de los departamentos de la guerra aceptando mi dimisión».

Dumouriez entregó esta carta a su secretario para que la entregase, a fin de asegurarse de la contestación.

El secretario esperó hasta las doce y media de la noche, y volvió con la siguiente respuesta:

«Veré mañana a mis ministros a las diez, y hablaremos sobre lo que me escribís».

Era evidente que la contrarrevolución se tramaba en el castillo.

En efecto, se tenían fuerzas con las cuales se podía contar:

Una guardia constitucional de seis mil hombres, licenciada ya, pero dispuesta a reunirse al primer llamamiento.

Siete u ocho mil caballeros de San Luis, cuya cinta roja era la señal de reunión.

Tres batallones suizos de mil seiscientos hombres cada uno, tropa escogida e inquebrantable como las antiguas rocas helvéticas.

Y además, lo mejor de todo, una carta de Lafayette, en la cual se encontraba esta frase:

«¡Persistid, señor; fuerte con la autoridad que la Asamblea nacional os ha delegado, tendréis a todos los buenos franceses alineados alrededor del trono!».

He aquí lo que se podía hacer y lo que se proyectaba.

Al resonar un silbido se reunirían la guardia constitucional, los caballeros de San Luis y los suizos.

El mismo día y a igual hora, apoderarse de la artillería de las secciones, cerrar el club de los Jacobinos y la Asamblea, reunir a todos los realistas de la guardia nacional, los cuales formaban un contingente de unos quince mil hombres, y esperar a Lafayette, que en tres días de marcha forzada podría llegar de las Ardenas.

Por desgracia, la reina no quería oír hablar de Lafayette.

Este último era la revolución moderada, y en concepto de la reina, semejante revolución podría persistir y mantenerse; mientras que la de los Jacobinos, por el contrario, cansaría al pueblo muy pronto y no podría tener ninguna consistencia.

¡Oh, si Charny hubiera estado allí! Pero ignorábase dónde se hallaba, y aunque se hubiese sabido era demasiada humillación para la reina, o cuando menos para la mujer, apelar al conde.

La noche se pasó en el palacio muy tumultuosa y en deliberaciones; se tenían los medios defensivos y hasta el plan de ataque; pero no había una mano bastante fuerte para reunidos y dirigir.

A las diez de la mañana, los ministros estaban en palacio.

Era el 16 de junio.

El rey los recibió en su habitación, y Duranthon tomó la palabra.

En nombre de todos, y con el más profundo respeto, presentó las dimisiones de sus colegas y la suya.

—¡Sí —dijo el rey—, ya comprendo, la responsabilidad!

—¡Señor —replicó Lacoste—, la responsabilidad real, sí; en cuanto a nosotros, creedlo bien, estamos dispuestos a morir por Vuestra Majestad; pero al morir por el clero, no haríamos más que apresurar la caída del trono!

Luis XVI se volvió hacia Dumouriez.

—Caballero —le dijo—, ¿persistís en los sentimientos que expresaba vuestra carta de ayer?

—Sí, señor —contestó Dumouriez—, a menos que Vuestra Majestad se deje vencer por nuestra fidelidad y adhesión.

—Pues bien —dijo el rey con expresión sombría—, puesto que habéis tomado vuestra resolución, acepto vuestras dimisiones y proveeré.

Todos cuatro saludaron; Mourgues llevaba ya su dimisión escrita y se la entregó al rey.

Los otros tres la dieron verbalmente.

Los cortesanos esperaban en la antecámara; vieron salir a los cuatro ministros y comprendieron por su aire que todo había concluido.

Los unos se regocijaron; los otros temieron.

La atmósfera se hacía más pesada, como en los días cálidos de verano, y adivinábase que se acercaba la tempestad.

En la puerta de las Tullerías, Dumouriez encontró al comandante de la guardia nacional, señor de Romainvilliers.

Acababa de llegar apresuradamente.

—Señor ministro —dijo— acudo a recibir vuestras órdenes.

—Ya no soy ministro —contestó Dumouriez.

—Pero hay grupos en los arrabales.

—Id a tomar las órdenes del rey.

—¡La cosa urge!

—¡Pues apresuraos! El rey acaba de aceptar mi dimisión.

El señor de Romainvilliers se precipitó por la escalera.

En la mañana del 17, Dumouriez vio entrar en su casa a los señores Chambonas y Lajard; ambos se presentaban de parte del rey; el primero para recibir la cartera de relaciones exteriores, y el segundo la de guerra.

El rey esperaba a Dumouriez a la mañana siguiente, el 18, para terminar con él su último trabajo de contabilidad y gastos secretos.

Al verle de nuevo en palacio se creyó que recobraba su puesto, y agrupáronse en torno suyo para felicitarle.

—¡Señores —dijo Dumouriez— tened cuidado, pues no habláis con un hombre que vuelve a ocupar su cargo, sino con un ministro saliente; vengo a rendir cuentas!

Al oír esto se formó un vacío en torno suyo.

En aquel instante un ujier anunció que el rey esperaba al señor Dumouriez en su habitación.

El rey había recobrado toda su serenidad.

¿Era aquello fuerza de alma, o seguridad engañosa?

Dumouriez rindió sus cuentas.

Y concluido el trabajo se levantó.

—¿Conque así —le dijo el rey recostándose en su canapé— vais a reuniros con el ejército de Luckner?

—Sí, señor; salgo con gusto de esta espantosa ciudad, y sólo tengo el sentimiento de separarme de vos en el peligro.

—En efecto —dijo el rey—, ya sé que me amenaza.

—Señor —añadió Dumouriez—, debéis comprender que ahora no os hablo por interés personal; una vez alejado del consejo, me separo de vos para siempre; de modo que, por fidelidad, en nombre del afecto más puro, por amor a la patria, por vuestra salvación, la de la reina y vuestros hijos, y en nombre de todo cuanto es caro y sagrado para el corazón del hombre, suplico a Vuestra Majestad que no persista en oponer su veto: esa obstinación no servirá de nada y vos perderíais, señor.

—No me habléis más —dijo el rey con impaciencia—, ya he tomado mi resolución.

—¡Señor, señor!, me habéis dicho la misma cosa aquí, en esta habitación, delante de la reina, cuando me prometisteis sancionar los decretos.

—Hice mal en prometéroslo, caballero, y me arrepiento de ello.

—Señor, os lo repito; es la última vez que tengo el honor de veros, y por lo tanto, dispensadme mi franqueza, tengo cincuenta y tres años y bastante experiencia, y no incurristeis en error cuando me prometíais sancionar los decretos, sino hoy mismo, al rehusar cumplir con Vuestra promesa… ¡Os engañan, señor, os conducen a la guerra civil; como estáis sin fuerzas, sucumbiréis, y la historia, compadeciéndoos, dirá que fuisteis la causa de las desgracias de Francia!

—Y ¿suponéis, caballero —dijo Luis XVI—, que a mí es a quien se atribuirán las desgracias de Francia?

—Sí, señor.

—¡Dios me es testigo, sin embargo, de que tanto deseo su felicidad!

—No lo dudo, señor; pero debéis cuenta a Dios, no tan sólo de la pureza de vuestras intenciones, sino de su ilustrada aplicación. Creéis salvar la fe religiosa y la destruís; vuestros sacerdotes serán asesinados y vuestra corona, rota, rodará en vuestra sangre, en la de la reina y en la de vuestros hijos. ¡Oh, rey mío, oh, rey mío!

Y Dumouriez, sofocado, aplicó sus labios sobre la mano que le ofrecía Luis XVI.

Entonces el rey, completamente sereno, y con una majestad de que se le hubiera creído incapaz, repuso:

—Tenéis razón, caballero, espero la muerte y la perdono de antemano a mis asesinos; en cuanto a vos, me habéis servido bien, os aprecio y agradezco vuestra sensibilidad… ¡Adiós, caballero!

Y levantándose con viveza, se acercó a una ventana. Dumouriez recogió lentamente sus papeles para tener tiempo de componer su rostro y dejar al rey el necesario para llamarle de nuevo; después se dirigió muy despacio hacia la puerta, dispuesto a volver a la primera palabra que Luis XVI le dirigiera; pero esta primera palabra fue al mismo tiempo la última.

—¡Adiós, caballero, sed feliz!

Pronunciadas estas palabras, no había medio de permanecer un instante más.

Y Dumouriez salió.

La monarquía acababa de romper con su último sostén; el rey acababa de quitarse la máscara.

Ahora estaba con el rostro descubierto ante el pueblo. Veamos lo que por su parte hacía aquel pueblo.