Ya hemos dicho que la verdadera guerra del momento estaba entre la calle de Guénegaud y las Tullerías, entre la reina y madame Roland.
¡Cosa extraña! Las dos mujeres tenían sobre sus esposos una influencia que les conduciría a todos cuatro a la muerte.
Pero cada cual fue por camino opuesto.
Los sucesos que acabamos de referir habían ocurrido el 10 de junio, y en la noche del 11, Servan entró muy alegre en casa de madame Roland.
—¡Felicitadme, amiga mía —dijo—; tengo el honor de que me hayan despedido del consejo!
—¿Cómo así? —preguntó madame Roland.
—He aquí lo que ha pasado: esta mañana fui a ver al rey para hablarle de varios asuntos de mi dependencia, y cuando hube concluido abordé con calor la cuestión del campamento de los veinte mil hombres; pero…
—¿Qué más?
—A la primera palabra que dije, el rey me volvió la espalda de muy mal humor, y esta noche, en nombre de Su Majestad, el señor Dumouriez me ha exigido la devolución de mi cartera.
—¿Dumouriez?
—Sí.
—Triste papel hace; pero no me sorprende; preguntad a Roland lo que le dije acerca de ese hombre el día en que le vi por primera vez… Por lo demás, ya sabemos que conferencia a menudo con la reina.
—¡Es un traidor!
—No, un ambicioso. Id a buscar a Roland y a Clavières.
—¿Dónde está Roland?
—Da sus audiencias en el ministerio del Interior.
—Y ¿qué hacéis entretanto?
—Escribir una carta que os leeré cuando regreséis… Id.
—Sois realmente la célebre diosa Rayón, invocada por los filósofos desde hace tanto tiempo.
—Y que las personas de conciencia han encontrado… No volváis sin Clavières.
—Esta recomendación será probablemente causa de que tarde algo más.
—Yo necesito una hora.
—¡Pues a escribir, y que el Genio de Francia os inspire!
Servan salió.
Y cerrada la puerta, madame Roland escribió la siguiente carta:
Señor:
El estado actual de Francia no puede subsistir largo tiempo; es un estado de crisis cuya violencia alcanza el más alto grado, y es preciso que termine por un desenlace que debe interesar a Vuestra Majestad tanto como le importa todo el imperio.
Honrado con vuestra confianza, y ocupando un lugar en que debo deciros la verdad, me atreveré a manifestárosla, porque es un deber que vos mismo me imponéis. Los franceses se dieron una Constitución que ha hecho muchos descontentos y rebeldes; pero la mayoría del país quiere conservarla; ha jurado defenderla a costa de su sangre y ha visto con alegría la guerra civil, que le ofreció un gran medio para asegurarla. Sin embargo, la minoría, apoyada por esperanzas, ha reunido todos sus esfuerzos para obtener la ventaja, y de aquí esa lucha intestina contra las leyes, esa anarquía de que se quejan los buenos ciudadanos, y de la que los malévolos se aprovechan para calumniar el nuevo régimen; esa división producía en todas partes, porque en ninguna hay indiferencia. Se quiere el triunfo o el cambio de la Constitución, y se trabaja para sostenerla o alterarla. Me abstendré de examinar lo que es en sí misma, para considerar solamente lo que las circunstancias exigen; y haciéndome indiferente a la cosa cuanto me es posible, buscaré lo que se puede esperar y lo que conviene favorecer.
Vuestra Majestad gozaba de grandes prerrogativas que en su concepto correspondían a la corona; y educado bajo la idea de conservarlas, no ha podido ver sin sentimiento que se le despoje de ellas, siendo el deseo de recobrarlas tan natural como el pesar de verlas aniquiladas. Estos sentimientos, propios de la naturaleza del corazón humano, debieron entrar en el cálculo de los enemigos de la Revolución, y han contado con un favor secreto hasta que las circunstancias permitiesen una protección declarada. Estas disposiciones no podían escapar a la nación misma, y han debido inspirarle desconfianza. Vuestra Majestad, pues, ha estado siempre en la alternativa de ceder a sus primeras costumbres, a sus afectos particulares, o de hacer sacrificios dictados por la filosofía, exigidos por la necesidad, y de consiguiente, enardecer a los rebeldes inquietando a la nación, o de tranquilizar a esta uniéndoos con ella. Todo tiene su término, y por fin ha llegado el de la incertidumbre.
¿Puede hoy Vuestra Majestad aliarse abiertamente con aquellos que pretenden reformar la Constitución, o debe consagrarse generosamente, sin reserva, a su triunfo? Tal es la verdadera cuestión, cuyo estado actual de cosas conduce a una solución inevitable.
En cuanto a la parte muy metafísica sobre saber si los franceses están maduros para la libertad, esta discusión no hace nada aquí, pues no se trata de juzgar lo que habremos llegado a ser de aquí a un siglo, sino de ver de qué es capaz la generación presente.
La declaración de los Derechos es ahora un evangelio político, y la constitución francesa una religión por la cual el pueblo está dispuesto a perecer. Por eso se ha dado algunas veces el caso de que substituya a la ley, y cuando esta no era bastante represiva para contener a los perturbadores, los ciudadanos se han permitido castigarlos por sí propios. Así es como propiedades de emigrados o de personas reconocidas por ser de su partido, se vieron expuestas a los destrozos inspirados por la venganza; y he aquí por qué tantos departamentos debieron proceder contra los sacerdotes que la opinión había proscrito, y que pudo convertir en víctimas.
En ese choque de los intereses, todos los sentimientos tomaron un carácter de pasión. La palabra patria no es una palabra que la imaginación se haya complacido en hermosear; es un ser al que se hacen sacrificios, y que se ha creado con grandes esfuerzos; que se eleva en medio de las inquietudes, y al que se ama por lo que cuesta tanto como por lo que de él se espera. Todos los ataques que se le dirigen son medios para inflamar el entusiasmo que produce.
¿A qué punto llegará ese entusiasmo en el momento en que las fuerzas enemigas, reuniéndose fuera, se concierten con las intrigas interiores para descargar los golpes más funestos?
La fermentación es extremada en todas las partes del imperio, y estallará de una manera terrible, a menos que una confianza razonada en las intenciones de Vuestra Majestad no pueda calmarla al fin; pero esta confianza no se inspirará con protestas, ni puede tener más base que los hechos.
Es evidente para la nación francesa que su constitución puede marchar, y que el gobierno tendrá toda la fuerza necesaria desde el momento en que Vuestra Majestad, queriendo realmente el triunfo de aquella, sostenga el cuerpo legislativo con toda la fuerza de la ejecución, suprimiendo de este modo todo pretexto para las inquietudes del pueblo.
Así, por ejemplo, se han expedido dos decretos importantes, y ambos interesan esencialmente a la tranquilidad pública y a la salvación del Estado. La tardanza en sancionarlos inspira recelos; si se prolonga habrá descontentos, y debo decirlo: en la efervescencia actual de los ánimos, aquellos pueden conducir a todo.
Ya no se puede retroceder, ni hay medio para contemporizar. La revolución está hecha en los ánimos y terminará con sangre, cimentándose por ella si la sabiduría no impide desgracias que aún es posible evitar.
Sé que se puede imaginar hacerlo todo, reprimiendo por medidas extremas; pero cuando se hubiera desplegado la fuerza para obligar a la Asamblea, sembrando el espanto en París, la división y el estupor en sus alrededores, toda la Francia se levantaría indignada y desgarrándose a sí propia en los horrores de una guerra civil, desollaría ese sombrío vigor, madre de las virtudes y de los crímenes, siempre funesto para los que le provocaron.
La salvación del Estado y la felicidad de Vuestra Majestad se enlazan íntimamente; ninguna potencia es capaz de separarlas; pero crueles angustias y desgracias seguras rodearán vuestro trono, si no está apoyado por vos mismo bajo las bases de la Constitución, y consolidado en la paz que su mantenimiento debe proporcionarnos.
Así, pues, la disposición de los ánimos, el curso de las cosas, las razones de la política y el interés de Vuestra Majestad, hacen indispensable la obligación de unirse al cuerpo legislativo y responder al voto de la nación; pero la sensibilidad natural de este pueblo afectuoso está dispuesta a encontrar un medio para demostrar su agradecimiento. Se os ha engañado cruelmente, señor, al aconsejaros la separación o la desconfianza para este pueblo, tan fácil de conmover; e inquietándoos de continuo os han inducido a observar una conducta propia para alarmarles; pero si ve que estáis resuelto a seguir adelante con esa constitución de que hace depender su felicidad, muy pronto llegaréis a ser objeto de sus acciones de gracias.
La conducta de los sacerdotes en muchos puntos, y los pretextos que el fanatismo proporcionaba a los descontentos, han inducido a decretar una sabia ley contra los perturbadores. Que Vuestra Majestad la sancione, puesto que la tranquilidad pública la reclama y la salvación de los sacerdotes la solicita, pues si esa ley no se pone en vigor, los departamentos se verán obligados a substituirla, como en todas partes, lo hacen, con medidas violentas, y el pueblo irritado se entregará a los excesos.
Las tentativas de nuestros enemigos; las agitaciones que se han manifestado en la capital; la extremada inquietud que había inspirado la conducta de vuestra guardia, inquietud que persiste aún por las muestras de satisfacción que Vuestra Majestad ha dado en una proclama realmente importuna en estas circunstancias; la situación de París y su proximidad a las fronteras, han hecho comprender la necesidad de establecer un campamento en sus inmediaciones; y esta medida, que por lo acertada y urgente ha llamado la atención de todos los hombres juiciosos, no espera más que la sanción de Vuestra Majestad. ¿Por qué se ha de retardar esta, como si se sintiera darla, cuando la celeridad ganaría todos los corazones? Las tentativas del estado mayor de la guardia nacional parisiense contra esa medida han inducido a pensar ya que se obraba por inspiración superior, y las declaraciones de algunos demagogos resentidos, despiertan los recelos respecto a la seguridad de la Constitución. ¡Una nueva dilación, y el pueblo contristado verá en su rey el cómplice de los conspiradores!
¡Justo cielo! ¿Habréis dejado ciegas a las potencias de la tierra, y no tendrán jamás sino consejos que las conduzcan a su ruina?
Bien sé que el lenguaje austero de la verdad rara vez es acogido cerca del trono, y también que por no ser oído se hacen necesarias las revoluciones. Sé sobre todo que debo usarle con Vuestra Majestad, no tan sólo como ciudadano sumiso a las leyes, sino como ministro honrado con su confianza, y no conozco nada que me impida llenar un deber dictado por mi conciencia.
Con el mismo espíritu reiteraré mis representaciones a Vuestra Majestad sobre la obligación y la conveniencia de ejecutar la ley que prescribe tener un secretario en el consejo, ley que debería ponerse en vigor sin tardanza; pero importa emplear todos los medios para que se conserven en las deliberaciones la gravedad, el juicio y la madurez necesarias, mientras que para los ministros responsables se hace preciso un medio de consignar sus opiniones; si este medio hubiera existido, no dirigiría la presente a Vuestra Majestad.
La vida no es nada para el hombre que respeta sus deberes ante todo; pero después de haberlos llenado, el único bien a que aún es sensible es el de probar que lo ha hecho fielmente, y esto mismo es una obligación para el hombre público.
10 junio 1792, año IV de la libertad.
Concluida la carta escrita de corrido, entraron Servan, Clavières y Roland.
En dos palabras, madame Roland expuso el plan a los tres amigos.
La carta, que se iba a leer ahora, se leería de nuevo, al día siguiente, a los otros tres ministros, Dumouriez, Lacoste y Duranthon.
O la aprobaban, agregando sus firmas a la de Roland, o la rechazarían, y entonces Servan, Clavières y Roland presentarían colectivamente sus dimisiones, motivadas por la negativa de sus colegas a firmar una carta que a ellos les parecía la expresión de la verdadera opinión pública en Francia.
Después se dejaría la carta en la Asamblea nacional, y de este modo Francia no podría dudar ya sobre la causa de la salida de los tres ministros patriotas.
La carta fue leída a los tres amigos, que no encontraron ni una sola palabra que cambiar; madame Roland era un alma común, donde cada cual iba a tomar el elixir del patriotismo.
Pero no sucedió lo mismo al día siguiente, después de la lectura por Roland a Dumouriez, Duranthon y Lacoste.
Los tres aprobaron la idea, pero difiriendo sobre la manera de expresarla; y por último, rehusaron, diciendo que era mejor ir a ver personalmente al rey.
Era una manera de eludir la cuestión.
Aquella misma noche, Roland envió al rey la carta firmada por él solo.
Casi seguidamente, Lacoste entregaba a Roland y a Clavières la orden de cesantía[50]; según lo había dicho Dumouriez, no se hizo esperar la oportunidad, y el rey no dejó de aprovecharla.
Al día siguiente, conforme a lo convenido, la carta de Roland se leía en la tribuna, anunciándose al propio tiempo su cesantía y la de sus colegas Clavières y Servan.
La Asamblea declaró por una inmensa mayoría que los tres ministros cesantes habían merecido bien de la patria.
De este modo quedaba declarada la guerra, así en el interior como en el exterior.
Para descargar sus primeros golpes, la Asamblea no esperó más que saber lo que el rey haría con los dos decretos.