Capítulo CXXXV

Cuando la tapicería acababa de bajar, abríase la puerta de nuevo.

—Señor —exclamó Dumouriez— a propuesta de Vergniaud, el decreto sobre los sacerdotes se acaba de aprobar.

—¡Oh! —exclamó el rey levantándose— es una conspiración. Y ¿cómo está concebido el decreto?

—Hele aquí, señor: Duranthon os le traía, y he pensado que Vuestra Majestad me haría el honor de manifestar particularmente cuál es su parecer, antes de hablar en el consejo.

—Tenéis razón; dadme ese papel.

Y con voz temblorosa por la agitación, el rey leyó el decreto cuyo texto hemos dado.

Cuando hubo concluido, estrujó el papel entre sus manos y le arrojó lejos de sí.

—¡Yo no sancionaré jamás semejante decreto! —exclamó.

—Dispensad, señor —dijo Dumouriez—, que por segunda vez sea de opinión contraria a la de Vuestra Majestad.

—¡Caballero —repuso el rey—, yo puedo vacilar en materia de política, pero nunca en materia religiosa! En la primera, juzgo con mi pensamiento, y puedo engañarme; en la segunda juzgo con mi conciencia, y esta es infalible.

—Señor —contestó Dumouriez—, un año hace que habéis sancionado el decreto sobre el juramento de los sacerdotes.

—¡Oh!, caballero —exclamó el rey— entonces firmé por fuerza.

—Señor, entonces era cuando debíais oponer vuestro veto; el decreto de ahora no es más que una consecuencia de aquel; el primero produjo todos los males de Francia; el segundo tiene por objeto remediarlos; es duro pero no cruel. El primero era una ley religiosa, y atacaba la libertad de pensamiento en materia de culto; el de ahora es una ley política que no concierne más que a la tranquilidad y seguridad del reino; es la seguridad de los sacerdotes no juramentados contra la persecución. Lejos de salvarlos por vuestro veto, les priváis del socorro de una ley, exponiéndolos a ser asesinados, a la vez que impulsáis a los franceses a convertirse en sus verdugos. Por eso, señor, y dispensad la franqueza de un soldado, mi parecer es que, habiendo cometido la falta de sancionar el decreto sobre el juramento de los sacerdotes, vuestro veto aplicado al que se acaba de aprobar no podrá detener el diluvio de sangre que está a punto de correr; vuestro veto, señor, hará recaer sobre vuestra conciencia todos los crímenes que el pueblo cometa.

—Pero ¿a qué crímenes queréis que se entregue, caballero, a qué crímenes mayores que los que han perpetrado ya? —preguntó una voz que llegaba del fondo de la habitación.

Dumouriez se estremeció al oír aquella voz vibrante, pues había reconocido el timbre metálico y el acento de la reina.

—¡Ah!, señora —dijo—, hubiera preferido terminarlo todo con el rey.

—Caballero —replicó la reina, con una sonrisa amarga para Dumouriez y una mirada casi desdeñosa para el rey—, tan sólo tengo que haceros una pregunta.

—¿Cuál, señora?

—¿Creéis que el rey debe soportar más tiempo las amenazas de Roland, las insolencias de Clavières y las pilladas de Servan?

—No, señora —contestó Dumouriez—; estoy indignado como vos; admiro la paciencia del rey; y si abordamos este punto, me atreveré a suplicar a Vuestra Majestad que cambie completamente su ministerio.

—¿Completamente? —preguntó el rey.

—Sí; que Vuestra Majestad nos despida a todos seis, y que vea después si puede encontrar hombres que no sean de ningún partido.

—No, no —contestó el rey—; vos, el buen Lacoste, y también Duranthon; pero libradme de esos tres facciosos, insolentes, porque os juro, caballero, que ya se me apura la paciencia…

—Eso es peligroso, señor.

—Y ¿retrocedéis ante el peligro? —preguntó la reina.

—No, señora —replicó Dumouriez—; pero pondré mis condiciones.

—¿Vuestras condiciones? —preguntó la reina con altivez.

Dumouriez se inclinó.

—Decid, caballero —añadió el rey.

—Señor, estoy en lucha contra los tres facciosos que dividen a París; los Girondinos, los Fuldenses y los Jacobinos, que tiran contra mí a cuál más; estoy completamente despopularizado, y como tan sólo por la opinión pública se pueden retener algunos hilos del gobierno, no puedo en realidad seros útil sino con una condición.

—¿Cuál?

—Que se diga bien alto, señor, que yo no me he quedado con mis dos colegas sino para sancionar los dos decretos que acaban de aprobarse.

—Esto no puede ser —contestó el rey.

—¡Imposible, imposible! —añadió la reina.

—¿Rehusáis?

—Mi más cruel enemigo, caballero —dijo el rey—, no me impondría condiciones más duras que las vuestras.

—Señor —dijo Dumouriez— a fe de caballero, y por mi honor de soldado, las creo necesarias para vuestra seguridad.

Y volviéndose hacia la reina, añadió:

—Señora, si no lo hacéis por vos misma; si la intrépida hija de María Teresa, no tan sólo desprecia el peligro, sino que, así como su madre, se presta a marchar a su encuentro, pensad por lo menos que no estáis sola, pensad en el rey y en vuestros hijos, y no les empujéis al abismo, sino ayudadme a retener a Su Majestad al borde del precipicio sobre el cual se inclina el trono. Si he creído necesaria la sanción de los dos decretos antes que Su Majestad manifestara su deseo de verse libre de esos tres facciosos que os molestan, juzgad hasta qué punto la creo indispensable tratándose de despedir a esos tres ministros. Si despacháis a estos sin sancionar los decretos, el pueblo tendrá dos motivos para seros hostil: os considerará como enemigo de la Constitución, y los ministros salientes pasarán a sus ojos por mártires, en cuyo caso, ojalá que de aquí a pocos días no se produzcan los más graves acontecimientos, que quizá pongan a la vez en peligro vuestra corona y vuestra vida. En cuanto a mí, prevengo a Vuestra Majestad, que no puedo, ni aun para serviros, proceder, no diré contra mis principios, pero sí contra mis convicciones. Duranthon y Lacoste piensan como yo; pero yo no estoy encargado de hablar por ellos. En cuanto a mí concierne, por lo tanto, os he dicho, señor, y os lo repito, que no permaneceré en el consejo si Vuestra Majestad no sanciona los dos decretos.

El rey hizo un movimiento de impaciencia.

Dumouriez se inclinó y dirigióse hacia la puerta.

El rey cruzó una mirada con la reina.

—¡Caballero! —dijo esta.

Dumouriez se detuvo.

—¡Pensad hasta qué punto es triste para el rey sancionar un decreto que traerá a París veinte mil pillos que pueden asesinarnos!

—Señora —dijo Dumouriez—, el peligro es grande, ya lo sé; mas por lo mismo es preciso mirarle de frente sin exagerarle. El decreto dice que el poder ejecutivo indicará el punto de concentración de esos veinte mil hombres, que no son todos pillos; y previene también que el ministro de la guerra se encargará de darles oficiales y cierta organización.

—¡Pero, caballero, el ministro de la guerra es Servan!

—No, señor, el ministro de la guerra, desde el momento en que Servan se retire, seré yo.

—¡Ah!, sí, ¿seréis vos? —preguntó el rey.

—Y ¿os encargaréis del ministro de la guerra? —preguntó la reina.

—Sí, señora, y espero volver contra vuestros enemigos la espada suspendida sobre vuestra cabeza.

Él rey y la reina se miraron de nuevo como para consultarse.

—Suponed, —continuó Dumouriez— que indico Soissons como lugar del campamento, y que elijo allí como comandante un teniente general enérgico y juicioso, con dos buenos mariscales de campo; después se formarán batallones, y cuando haya cuatro o cinco reunidos y armados, el ministro se aprovechará de las demandas de los generales para enviar esas fuerzas a la frontera. Entonces, bien podéis verlo, señor, ese decreto, propuesto con mala intención, lejos de ser perjudicial, resultará útil.

—Pero —dijo el rey—, ¿estáis seguro de obtener permiso para establecer el campamento en Soissons?

—Respondo de ello.

—En tal caso —dijo el rey— encargaos del ministerio de la guerra.

—Señor —contestó Dumouriez—, en el ministerio de Negocios extranjeros no tengo más que una responsabilidad ligera e indirecta; pero es muy diferente en el de la guerra, porque vuestros generales son mis enemigos; acabáis de ver su debilidad, y yo respondería de sus faltas; pero se trata de la vida del rey, de la seguridad de la reina y de la de sus augustos hijos, del mantenimiento de la Constitución; y por lo tanto; acepto. ¿Conque estamos de acuerdo, señor, sobre la sanción del decreto de los veinte mil hombres?

—Si sois ministro de la guerra, caballero, me fío completamente de vos.

—Pues veamos el decreto de los sacerdotes.

—En cuanto a este, caballero, ya os he dicho que no le sancionaré jamás.

—Señor, vos mismo os habéis puesto en la necesidad de sancionar el segundo al hacerlo con el primero.

—He cometido la primera falta, y me arrepiento; pero no es una razón para incurrir en la segunda.

—¡Señor, si no sancionáis ese decreto, la segunda falta será mucho más grave que la primera!

—¡Señor! —exclamó la reina.

El rey se volvió hacia María Antonieta.

—Y ¿vos también, señora? —preguntó el rey.

—Señor, debo confesar que en este punto, y atendidas las explicaciones que acaban de darnos, soy del parecer del señor Dumouriez.

—Pues bien, entonces… —dijo el rey.

—¿Entonces, señor?… —repitió Dumouriez.

—Consiento; pero con la condición de que me libraréis cuanto antes de esos tres facciosos.

—Creed, señor —contestó Dumouriez—, que aprovecharé la primera oportunidad, y estoy seguro de que no se hará esperar.

Y saludando al rey y a la reina, Dumouriez se retiró. Los dos siguieron con los ojos al nuevo ministro de la guerra, hasta que la puerta se hubo cerrado.

—Me habéis hecho seña de aceptar —dijo el rey—. ¿Tenéis algo que decirme ahora?

—Aceptar por lo pronto el decreto de los veinte mil hombres —contestó la reina—; dejadle formar su campamento en Soissons y dispersar luego sus hombres… Después veremos lo que se ha de hacer en cuanto al decreto sobre los sacerdotes.

—¡Pero me recordará mi palabra, señora!

—¡Bah!, estará comprometido y le tendréis en vuestro poder.

—Muy por el contrario, señora, él me tendrá a mí, puesto que le he dado mi palabra.

—¡Vamos! —replicó la reina— siempre hay remedio para esto cuando uno es discípulo del señor de la Vauguyon.

Y tomando el brazo del rey, le condujo a la habitación inmediata.