Ya se recordará la dimisión presentada por de Grave; el rey la rehusó casi, y Dumouriez la rechazó completamente.
Este último había tenido empeño en conservar a de Grave, que era su hombre, y le conservó, en efecto; pero al recibirse la noticia del doble descalabro de que hemos hablado, debió sacrificar a su ministro de la guerra.
Y le abandonó, como pastel arrojado al Cerbero de los Jacobinos para que dejase de ladrar.
En su lugar puso al coronel Servan, exdirector de los pajes, después de proponerlo al rey.
Sin duda ignoraba qué hombre comenzaba a ser su colega, y qué golpe iba a dirigir a la monarquía.
Mientras que la reina vigilaba en las buhardillas del palacio, mirando el horizonte con la esperanza de ver aquellos austriacos tan esperados, otra mujer velaba en su saloncito de la calle Guénegaud.
La una era la contrarrevolución; la otra la revolución.
Ya se comprenderá que de madame Roland es de quien hablamos.
Ella era la que había empujado a Servan hacia el ministerio, así como madame de Stael empujó a Narbona.
La mano de las mujeres está por todas partes en los tres terribles años del 91, 92 y 93.
Servan no salía del salón de madame Roland; así como todos los Girondinos, de los cuales eran el aliento, la luz, la Egeria[49], inspirábase en aquella alma valerosa que ardía de continuo sin consumirse nunca.
Decíase que era la querida de Servan; pero ella, tranquilizada por su conciencia, sonreía a la calumnia.
Diariamente veía a su esposo fatigado de la lucha; Roland se veía arrastrado hacia el abismo con su colega Clavières, y sin embargo, nada era visible, todo se podía negar.
La noche en que Dumouriez fue a ofrecerle la cartera del Interior, había impuesto sus condiciones.
—No tengo más fortuna que mi honor —había dicho—, y quiero que este salga intacto del ministerio. Un secretario asistirá a todas las deliberaciones del consejo, para consignar los pareceres de cada uno, y así se verá si falto alguna vez al patriotismo y a la libertad.
Dumouriez consintió, comprendiendo que era necesario cubrir su impopularidad bajo el manto girondino; era uno de esos hombres que prometen siempre, a riesgo de no cumplir sino lo que permiten las conveniencias.
Como Dumouriez no cumplió, Roland había pedido inútilmente su secretario.
Y no pudiendo obtener su archivo secreto, apeló a la publicidad.
Había fundado un diario, El Termómetro; pero no se le ocultaba a él mismo que la revelación inmediata de lo que se tratara en tal o cual sesión del consejo, hubiera sido una traición en favor del enemigo.
El nombramiento de Servan venía en su auxilio.
Mas no era suficiente; neutralizado por Dumouriez, el consejo no avanzaba nada.
La Asamblea acababa de dar un golpe al licenciar la guardia constitucional, reduciendo después a prisión al duque de Brissac.
Roland, al volver a reunirse con Servan en la noche del 29 de mayo, llevó la noticia a su casa.
—¿Qué se ha hecho de los guardias licenciados? —preguntó madame Roland.
—Nada.
—¿Es decir que están libres?
—Sí; pero han debido dejar el uniforme azul.
—Mañana tomarán el encarnado y se pasearán como suizos.
Al día siguiente, en efecto, se veían uniformes suizos en las calles de París.
Los guardias licenciados habían vestido otro uniforme, y esto era todo.
Estaban allí, en la capital, alargando la mano al extranjero, haciéndole señas para que viniese, y dispuestos a facilitarles la entrada por las barreras.
Roland y Servan no veían remedio alguno para esto.
Madame Roland cogió una hoja de papel, puso una pluma en manos de Servan, y le dijo:
—¡Escribid! «Proposición para establecer en París, con motivo de la fiesta del 14 de julio, un campamento de veinte mil voluntarios…».
Servan dejó caer la pluma antes de terminada la frase.
—¡Jamás consentirá el rey! —exclamó.
—Pero no es al rey a quien se debe proponer esta medida, sino a la Asamblea, y no se ha de reclamar como ministro, sino como ciudadano.
Al resplandor de un relámpago, Servan y Roland acababan de entrever un inmenso horizonte.
—¡Oh! —exclamó Servan—, tenéis razón; con eso y un decreto sobre los sacerdotes, el rey es nuestro.
—¿Comprendéis bien, no es verdad? Los sacerdotes son la contrarrevolución en la sociedad y en la familia, y han hecho agregar esta frase al Credo: «¡Los que pagan el impuesto se condenarán!». Cincuenta sacerdotes juramentados han sido víctimas de los asesinos; sus casas fueron saqueadas y sus campos devastados desde hace seis meses. La Asamblea debe expedir un decreto urgente contra los sacerdotes rebeldes. Acabad de escribid, Servan, y Roland redactará el decreto.
Servan terminó su frase.
Roland escribía entretanto:
«La deportación del sacerdote rebelde fuera del reino se efectuará en el término de un mes, si la piden veinte ciudadanos activos, debiendo ser aprobada por el distrito y dictada por el gobierno; el deportado recibirá tres libras diarias para gastos de viaje hasta la frontera».
Servan leyó su proposición sobre el campamentos de veinte mil voluntarios.
Roland leyó su proyecto de decreto sobre la deportación de los sacerdotes.
Toda la cuestión estaba en esto.
¿Procedía el rey francamente, o hacía traición?
Si era verdaderamente constitucional, sancionaría los dos decretos.
De lo contrario, opondría su veto.
—Yo firmaré la proposición sobre el campamento como ciudadano —dijo Servan.
—Y Vergniaud propondrá el decreto sobre los sacerdotes —dijeron a la vez el marido y su esposa.
Al día siguiente, Servan hizo su demanda a la Asamblea.
Vergniaud guardó el decreto en su bolsillo, prometiendo presentarle cuando fuera oportuno.
La noche en que se envió la proposición a la Asamblea, Servan entró en el consejo como de costumbre.
Se sabía ya lo que acababa de hacer: Roland y Clavières le sostenían contra Dumouriez, Lacoste y Duranthon.
—¡Oh!, acercaos, caballero —exclamó Dumouriez—, y dad cuenta de vuestra conducta.
—¿A quién?, si os place —replicó Servan.
—¡Pues al rey, a la nación, a mí!
Servan sonrió.
—Caballero —añadió Dumouriez—, hoy habéis dado un paso importante.
—Sí —contestó Servan—, ya sé, caballero, que es de la más alta importancia.
—¿Habéis tomado las órdenes del rey para proceder así?
—No, caballero, lo confieso.
—¿Habéis pedido parecer a vuestros colegas?
—Tampoco; lo confieso igualmente.
—Pues entonces, ¿por qué habéis procedido así?
—Porque, era mi derecho como particular y como ciudadano.
—Y ¿en calidad de tal habéis presentado esa proposición incendiaria?
—Sí.
—Y ¿por qué habéis unido a vuestra firma el título de ministro de la guerra?
—Porque deseaba probar a la Asamblea que estaba dispuesto a prestar mi apoyo como ministro a lo que pedía como ciudadano.
—Caballero —replicó Durmouriez, lo que habéis hecho es a la vez propio de un mal ciudadano y de un mal ministro.
—Permitidme —contestó Servan—, que yo sólo sea juez de las cosas que se relacionan con mi conciencia; si debiera buscar alguno en cuestión tan delicada, trataría de que no se llamara a Dumouriez.
Este último palideció y dio un paso hacia Servan.
El ministro acercó la mano a la empuñadura de su espada; Durmouriez hizo lo mismo.
En aquel momento entró el rey.
No conocía aún la proposición de Servan, y todos guardaron silencio.
Al día siguiente se discutió en la Asamblea el decreto en que se pedía la reunión de veinte mil federados en París.
El rey quedó consternado al recibir esta noticia, y mandó llamar a Dumouriez.
—Sois un fiel servidor, caballero —le dijo—, y sé de qué modo habéis mirado por los intereses de la monarquía, respecto a ese miserable Servan.
—Gracias, señor —contestó Dumouriez.
Y añadió, después de una pausa:
—¿Sabe el rey que el decreto está aprobado?
—No; pero poco me importa, porque en esta circunstancia usaré mi derecho de veto.
Dumouriez movió la cabeza.
—¿No es de vuestro parecer, caballero? —preguntó el rey.
—Señor —contestó Dumouriez—, sin ninguna fuerza de resistencia, en lucha como estáis contra las sospechas de la mayor parte de la nación, contra la ira de los Jacobinos y la profunda política del partido republicano, semejante resolución de vuestra parte sería una declaración de guerra.
—¡Pues bien, venga la guerra! Si la hago a mis amigos, bien puedo hacerla a mis enemigos.
—¡Señor en la una tenéis diez probabilidades de victoria, y en la otra diez de ser derrotado!
—Pero ¿no sabéis con qué objeto se piden esos veinte mil hombres?
—Si Vuestra Majestad me permite hablar libremente cinco minutos, espero probar, no solamente que sé lo que se desea, sino también que adivino lo que sucederá.
—Hablad, caballero —dijo el rey—, ya escucho.
En efecto, con el codo apoyado en el brazo de su sillón y la cabeza en la mano, Luis XVI escuchó.
—Señor —dijo Dumouriez—, los que han solicitado ese decreto son tan enemigos de la patria como enemigos del rey.
—¡Bien lo veis —interrumpió Luis XVI—, vos mismo lo confesáis!
—Aún diré más, su realización puede producir grandes desgracias.
—¿Entonces?
—Permitid, señor…
—¡Sí, seguid, seguid!
—El ministro de la guerra es muy culpable por haber solicitado una reunión de veinte mil hombres cerca de París, mientras que nuestros ejércitos están débiles, nuestras fronteras sin guarniciones y nuestras cajas vacías.
—¡Oh! —exclamó el rey—, ya lo creo que es culpable.
—No tan sólo culpable, señor, sino también imprudente, por haber propuesto a la Asamblea la reunión de tropa sin disciplina, llamada bajo un hombre que exagerará su patriotismo, y del que el primer ambicioso podrá apoderarse.
—¡Oh!, es la Gironda que habla por la voz de Servan.
—Sí —contestó Dumouriez—, pero no es la Gironda la que se aprovechará, señor.
—¿Serán tal vez los Fuldenses los que se aprovechen?
—Ni la una ni los otros; serán los Jacobinos, cuyas filiaciones se extienden por todo el reino, y que entre veinte mil federados tendrá tal vez diecinueve mil adeptos. En su consecuencia, creedlo bien, señor, los promovedores del decreto serán derribados por este mismo.
—¡Ay!, ¡si lo creyese, me consolaría casi! —exclamó el rey.
—Por lo tanto, pienso que el decreto es peligroso para la nación, para el rey, para la Asamblea nacional, y sobre todo para sus autores, que tendrán en él su castigo. Sin embargo, mi parecer es que debéis sancionarle. Fue promovido por una malicia tan profunda, que yo diría, señor, que en este asunto hay mano de mujer.
—¿Madame Roland, no es verdad? ¿Por qué las mujeres no se ocupan en hilar o hacer media, en vez de consagrarse a la política?
—¿Cómo ha de ser, señor? Madame de Maintenon, la marquesa de Pompadour y la condesa du Barry, les hicieron perder la costumbre… El decreto, como decía, fue promovido por una malicia profunda, discutido con encarnizamiento y adoptado con entusiasmo; todo el mundo está ciego respecto a ese condenado decreto, y aunque opongáis vuestro veto, no dejará por eso de ejecutarse. En vez de los veinte mil hombres reunidos por una ley, y que por lo tanto se pondrán regularizar, de provincias llegarán en la época de la federación cuarenta mil hombre, que sin decreto podrán derribar a la vez la Asamblea, la Constitución y el trono… Si hubiéramos sido vencedores en vez de quedar derrotados —añadió Dumouriez bajando la voz—, si yo hubiese tenido un pretexto para nombrar a Lafayette general en jefe y poner bajo sus órdenes cien mil hombres, entonces, señor, yo os diría: «¡No aceptéis!». Pero estamos batidos en el exterior y en el interior, y debo decir: «¡Aceptad!».
En aquel momento tocaron a la puerta del rey.
—¡Entrad! —dijo Luis XVI.
Era el ayuda de cámara Thierry.
—Señor —dijo—, el señor Duranthon, ministro de justicia, pide permiso para hablar a Vuestra Majestad.
—¿Qué quiere? Ved que es eso señor Dumouriez.
Este último salió.
En el mismo instante, la tapicería que ocultaba la puerta de comunicación con el aposento de la reina se levantó presentándose María Antonieta.
—¡Señor, señor —dijo—, resistios con firmeza, porque ese Dumouriez es un jacobino como los otros! ¿No se ha puesto el gorro frigio? En cuanto a Lafayette, bien sabéis que prefiero perderme sin él antes que ser salvada por su mano.
Y como se oyesen los pasos de Dumouriez que se acercaba a la puerta, la tapicería volvió a caer, desapareciendo la visión.