Capítulo CXXXIII

Aquel ministerio, al que tanto trabajo costaba penetrar en el despacho del rey, podía llamarse ministerio de la guerra.

El emperador Leopoldo había muerto el 1.º de marzo en medio de su harén italiano, víctima de las afrodisíacas que él mismo componía.

La reina, que leyó un día en un folleto jacobino que un pedazo de pastel acabaría con el emperador de Austria; que había preguntado a Gilberto si existía un contraveneno universal, dijo que su hermano había sido envenenado.

Con Leopoldo acabó la política contemporizadora de Austria. Francisco II, que ascendía al trono —a quien hemos conocido, y que ha sido contemporáneo nuestro, después de haberlo sido de nuestros padres—. Tenía sangre alemana e italiana; era austríaco y nacido en Florencia; débil, violento, astuto, alma dura, ocultando su duplicidad bajo la apariencia de una plácida fisonomía, marchando como el comendador, por resortes, o como el espectro del rey de Dinamarca, que dio su hija a su vencedor por no darle sus Estados, que le acometió en su retirada. Francisco II, en fin, el hombre de los plomos de Venecia, de los calabozos de Spitzberg, el verdugo, de Adriane y de Silvio Pellico.

He aquí al protector de los emigrados, al aliado de la Prusia y al enemigo de la Francia.

El señor de Noailles, nuestro embajador en Viena, estaba casi preso en su palacio.

Nuestro embajador en Berlín, el señor de Segur, fue precedido del rumor de que iba a aquella corte para sorprender los secretos del rey de Prusia, constituyéndose en apasionado y despilfarrador amante de sus mancebas.

Por casualidad, ese rey las tenía.

El señor de Segur se presentó en la audiencia pública al mismo tiempo que el enviado de Coblenza.

El rey de Prusia volvió la espalda al embajador de Francia, y preguntó en alta voz al enviado cómo estaba el conde de Artois.

En aquella época la Prusia creía, como cree hoy, estar a la cabeza del progreso alemán; vivía de las extrañas tradiciones filosóficas del rey Federico, y animando la resistencia de los turcos y las revoluciones de los polacos; al mismo tiempo que sofoca la libertad, de los holandeses, pesca siempre en el agua turbia de las revoluciones, ya en Neufchatel, ya una parte de la Pomerania o de la Polonia.

Francisco II y Federico Guillermo eran los enemigos visibles de Francia, al mismo tiempo que Inglaterra, Rusia y España eran los invisibles.

El jefe de esta coalición debía ser el belicoso rey de Suecia, gigante armado que se llamaba Gustavo III, a quien Catalina II tenía bajo su mano.

La presencia de Francisco II en el trono de Austria, se manifestó por la siguiente nota diplomática:

1.º Compensar a los príncipes alemanes posesionados en el reino de otro modo; reconocer el vasallaje imperial en medio de nuestros departamentos, tolerar al Austria en Francia.

2.º Devolver Aviñón, para que, como antiguamente, quede desmembrada la Provenza.

3.º Restablecer la monarquía bajo el pie en que estaba el 23 de junio de 1789.

Era evidente que esta nota coincidía con los secretos deseos del rey y de la reina.

Dumouriez se encogió de hombros.

Parecía que Austria se había dormido el 23 de junio, y después de un sueño de tres años creía despertarse el 24.

El 16 de marzo de 1792, Gustavo fue asesinado en un baile de máscaras.

Al día siguiente del asesinato, es decir, cuando aún se ignoraba en Francia, Dumouriez recibió la nota.

Y la puso en manos de Luis XVI.

Tanto como María Antonieta, mujer de partidos extremos, deseaba la guerra, creyéndola su salvación, tanto la temía el rey, hombre de partidos moderados, de calma y de tergiversaciones.

En efecto; si se declaraba la guerra y se obtenía una victoria, Luis XVI quedaba a merced del vencedor; y si sufría una derrota, el pueblo le haría responsable de ella, le calificaría de traidor y atacaría a las Tullerías.

En fin, si el enemigo llegaba hasta París, ¿a quién traería consigo?

Al hermano del rey, es decir, al regente del reino.

Luis XVI, destronado; María Antonieta, procesada como esposa adúltera; los hijos de Francia declarados tal vez hijos adulterinos; tales eran los resultados que obtendría la emigración a su entrada en París.

El rey se fiaba de los austríacos, de los alemanes y de los prusianos, pero desconfiaba de los emigrados.

Al leer la nota comprendió que había llegado la hora de desenvainar la espada de Francia, y que no había medio de retroceder.

El 20 de abril el rey y Dumouriez entraron en la Asamblea nacional, llevando en la mano la declaración de guerra contra el Austria.

Esta declaración fue recibida con el mayor entusiasmo.

Prescindiendo absolutamente ahora de la novela y consagrándonos a trazar los acontecimientos históricos, diremos que en aquel momento solemne existían en Francia cuatro partidos bien marcados:

Los realistas absolutos; la reina lo era.

Los realistas constitucionales; el rey pretendía serlo.

Los republicanos.

Los anarquistas.

Los realistas absolutos, prescindiendo de la reina, no tenían jefes conocidos en Francia. Tan sólo estaban representados en el extranjero por los condes de Provenza y de Artois, por el príncipe de Condé y por el duque Carlos de Lorena.

El señor de Breteuil en Viena, y el señor Merci d’Argenteau en Bruselas, eran los representantes de la reina cerca de ese partido.

Los jefes del partido constitucional, Lafayette, Bailly, Barnave, Lameth, y en fin, los Fuldenses.

El rey no deseaba más que renunciar a la monarquía absoluta y marchar con ellos; pero se inclinaba más bien a quedarse detrás que no a ir delante.

Los jefes del partido republicano, eran: Brissot, Vergniaud, Güadet, Pétion, Roland, Isnard, Ducos, Condorcet y Couthon.

Los jefes de los anarquistas, Marat, Danton, Santerre, Gouchon, Camilo Desmoulins, Hebert, Legendre, Fabre d’Eglantine y Collot-d’Herbois.

Dumouriez será lo que se quiera, con tal que encuentre interés y renombre.

Robespierre ha vuelto a la sombra, y espera.

¿A quién se iba a entregar ahora la bandera de la revolución, que trataba de agitar Dumouriez, ese vago patriota, en la tribuna de la Asamblea?

A Lafayette, el hombre del Campo de Marte.

¡A Luekner! Francia no le conocía sino por el mal que había hecho como partidario durante la guerra de los siete años.

A Rochambeau, que no quería más guerra que la defensiva, y a quien mortificaba ver a Dumouriez dirigir sus órdenes a sus oficiales sin someterlas a la censura de su antigua experiencia.

Estos eran los tres hombres que mandaban los tres cuerpos de ejército dispuestos a entrar en campaña.

Lafayette, encargado del centro, debía descender rápidamente por el Meuse, avanzando desde Givet a Namur.

Luekner guardaba el Franco Condado.

Y Rochambeau, Flandes.

Lafayette, apoyado por las fuerzas que Rochambeau enviaría de Flandes, a las órdenes de Biron, se apoderaría de Namur, marchando después sobre Bruselas, donde le esperaba con los brazos abiertos la revolución del Brabante.

Lafayette tenía la mejor posición: estaba en la vanguardia, y para él reservaba Dumouriez la primera victoria.

Esta victoria le hacía general en jefe.

Lafayette con este mando, y Dumouriez ministro de la Guerra, se podía arrojar el gorro frigio a las ortigas, pues con una mano se aplastaba a la Gironda y con la otra a los Jacobinos.

La contrarrevolución estaba hecha.

Pero ¿y Robespierre?

Ya hemos dicho que había vuelto a la sombra, y muchos aseguraban que existía un paso subterráneo desde la tienda del carpintero Duplay a la morada de Luis XVI.

¿No se debía a esto la pensión pagada más tarde por la señora duquesa de Angulema a la señorita de Robespierre?

Pero esta vez, como siempre, Lafayette faltó a Lafayette.

Además, se trataba de hacer la guerra con partidarios de la paz; los proveedores eran particularmente amigos de nuestros enemigos; de buena gana habrían dejado a nuestras tropas sin víveres ni municiones, y esto fue lo que hicieron para asegurar el pan y la pólvora a los prusianos y a los austriacos.

Además, notad bien que el hombre de los sordos manejos y de los actos tenebrosos, Dumouriez, no descuidaba sus relaciones con los Orleáns, y ellas fueron la causa de su pérdida.

Biron era un general orleanista.

De este modo, orleanistas y Fuldenses, Lafayette y Biron, debían dirigir los primeros golpes con sus espadas, y entonar después el himno de la primera victoria.

El 28 de abril, por la mañana, Biron se apoderó de Quievrain y marchó sobre Mons.

Al día siguiente, 29, Teobaldo Dillon se dirigió desde Lille sobre Tournay.

Biron y Dillon eran dos aristócratas, dos gallardos mozos de gran valor, astutos, chistosos, de la escuela de Richelieu el uno, franco en sus opiniones patrióticas, y el otro sin haber tenido tiempo para conocer las suyas propias; este debía morir asesinado.

Ya hemos dicho en alguna parte que los dragones eran el alma aristocrática del ejército; dos regimientos de dragones marchaban a la cabeza de tres mil hombres de Biron.

De repente, sin ver siquiera al enemigo, los dragones comienzan a gritar: «¡Sálvese quién pueda! ¡Nos han vendido!».

Después vuelven grupas, pasan gritando siempre sobre la infantería, derribándola en parte; todos creen que se les persigue, y huyen a su vez.

El pánico es completo.

Lo mismo sucede con Dillon.

Este último encuentra un cuerpo de novecientos austríacos; los dragones de su vanguardia sienten miedo y huyen, arrastrando tras sí la infantería; abandonan furgones, artillería y equipo, y no se detienen hasta llegar a Lille.

Una vez aquí, los fugitivos atribuyen la cobardía a sus jefes; asesinan a Teobaldo Dillon y al teniente coronel Bertois, y después entregan sus cuerpos al populacho de Lille, que los ahorca y baila alrededor de sus cadáveres.

¿Por quién había sido organizada esta derrota, que tenía por objeto hacer vacilar a los patriotas e inspirar confianza al enemigo?

La Gironda, que había querido la guerra, y que se desangraba por los dos lados de la doble herida que acababa de recibir; la Gironda —y forzoso es decirlo, todas las apariencias le daban razón— acusó a la corte, es decir, a la reina.

Su primera idea fue devolver a María Antonieta golpe por golpe.

Pero se había dejado a la monarquía tiempo para revestir una coraza mucho más sólida que aquel peto que la reina había preparado para el rey, reconociéndole una noche con Andrea, para ver si era a prueba de bala.

María Antonieta había reorganizado poco a poco aquella famosa guardia constitucional autorizada por la Constituyente, y contaba ya con cerca de seis mil hombres.

Y ¡qué hombres! Quimeristas y maestros de armas que iban a insultar a los representantes patriotas hasta en los bancos de la Asamblea; caballeros bretones y vendeanos, provenzales de Nimes y de Arlés, robustos sacerdotes que, bajo el pretexto de rehusar el juramento, habían arrojado la sotana, tomando, en vez del hisopo, la espada, el puñal y la pistola; y además todo un mundo de caballeros de San Luis, salidos no se sabía de dónde, y a quienes se condecoraba sin saber por qué.

El mismo Dumouriez se queja de esto en sus memorias, diciendo: «Sea cual fuere el gobierno que substituya al que existe, no podrá rehabilitar esa hermosa y desgraciada cruz que tanto se prodiga». Se habían dado seis mil en dos años.

Tanto fue así, que el ministro de Negocios extranjeros rehusó el gran cordón y propuso que se le diera al señor de Watteville, mayor del regimiento suizo de Ernesto.

Era preciso comenzar por romper la coraza, y después se podría herir al rey y a la reina.

De repente circula el rumor de que en la antigua Escuela militar había una bandera blanca, y que esta bandera, la cual se debía enarbolar de continuo, había sido dada por el rey. Esto recordaba la escarapela negra del 5 y 6 de octubre.

Se extrañaba tanto, dadas las opiniones contrarrevolucionarias conocidas en el rey y la reina, no ver flotar aquella bandera blanca en las Tullerías, que se sospechaba que el mejor día ondearía en algún otro monumento.

Al tener conocimiento de la existencia de aquella bandera, el pueblo se dirigió al cuartel.

Los oficiales quisieron resistirse; pero los soldados les abandonaron.

Se encontró una banderita blanca, de la dimensión de una mano, que había sido clavada en un pastel regalado por el delfín; pero además de ese trapo sin la menor importancia, halláronse muchos himnos en honor del rey, no pocas canciones injuriosas para la Asamblea, y miles de hojas contrarrevolucionarias. Bazire da cuenta del hecho a la Asamblea; la guardia del rey profiere gritos de alegría al saber la derrota de Tournay y de Quievrain; manifiesta la esperanza de que dentro de tres días se tomará Valenciennes, y que a los quince el extranjero estará en París.

Aún hay más: un caballero de aquella guardia, buen francés, llamado Joaquín Murat, que había querido entrar en una verdadera guardia constitucional, como lo indicaba su título, presenta su dimisión, porque se ha querido ganarle con dinero para que fuese a Coblenza.

Aquella guardia es un arma terrible en manos del rey. ¿No podría, por una orden del soberano, marchar contra la Asamblea, cercar el Picadero, hacer prisionero a los representantes de la nación, o matarlos desde el primero hasta el último? Y menos que esto, ¿no le sería dado apoderarse del rey, salir con él de París, conducirle a la frontera, e intentar una segunda fuga de Varennes, que esta vez tuviera buen resultado?

Por eso el 22 de mayo, es decir, tres semanas después del doble descalabro de Tournay y de Quievrain, Pétion, el nuevo alcalde de París, el hombre nombrado por la influencia de la reina, aquel que la trajo de Varennes, y a quien ella protege por odio al que la dejó huir, Pétion escribe al comandante de la guardia nacional, manifestando claramente sus temores respecto a la marcha posible del rey, e invitándole a observar, vigilar y multiplicar las patrullas en los alrededores

¿Vigilar y observar qué? Pétion no lo dice.

¿Multiplicar las patrullas de los alrededores de dónde? Tampoco se indica nada.

¿Mas para qué nombrar las Tullerías y el rey?

¿A quién se observará? ¡Al enemigo!

¿En torno de quién se multiplicarán las patrullas? ¡Alrededor del campo enemigo!

¿Cuál es el campo enemigo? Las Tullerías.

¿Quién es el enemigo? El rey.

He aquí planteada la gran cuestión.

¡Pétion, el abogadillo de Chartres, hijo de un procurador, es quien la presenta al descendiente de San Luis, al nieto de Luis XIV, al rey de Francia!

Y este último se queja, porque comprende que esa voz habla más alto que la suya; y se queja en una carta que el directorio del departamento manda pegar en las esquinas de París.

Pero Pétion no se inquieta en modo alguno, no contesta, y mantiene su orden.

De modo que Pétion es el verdadero rey.

Si lo dudáis, ahora tendréis la prueba de ello.

En el informe de Bazire se pide la supresión de la guardia constitucional del rey, y que se decrete el arresto del señor de Brissac, su jefe.

El hierro estaba caliente, y los Girondinos le batieron como vigorosos herreros.

Para ello se trataba de ser o no ser.

El decreto fue expedido el mismo día, se licenció la guardia constitucional, ordenóse la detención del duque de Brissac, y confióse de nuevo a la guardia nacional la custodia de las Tullerías.

¡Oh, Charny, Charny! ¿Dónde estás, tú que en Varennes estuvistes a punto de salvar a la reina con tus trescientos jinetes? ¿Qué hubieras hecho en las Tullerías con seis mil hombres?

Charny vivía feliz, olvidándolo todo en los brazos de Andrea.