Capítulo CXXXII

Dumouriez se retiró cuanto antes, porque la desesperación de la reina le era muy penosa; poco afecto a las ideas, lo era mucho a las personas; no tenía el menor conocimiento de la conciencia política, pero era muy accesible a la compasión humana; además, Brissot le estaba esperando para presentarle a los Jacobinos. Dumouriez no quería tardar en hacer sumisión al terrible club.

En cuanto a la Asamblea, esta le importaba poco desde el momento en que era el hombre de Pétion, de Gensonné, de Brissot y de la Gironda.

Pero no era el hombre de Robespierre, de Collot-d’Herbois y de Couthon, y estos eran precisamente los que dirigían a los Jacobinos.

Su presencia no estaba prevista; era una cosa demasiado audaz que un ministro del rey viniese a los Jacobinos; así es que apenas se pronunció su nombre, cuando las miradas de todos se dirigieron hacia él.

¿Qué iba a hacer Robespierre al verle?

Robespierre volvió la cara como los demás; puso atención al oír el nombre que pasaba de boca en boca, y frunciendo las cejas volvió a quedar frío y silencioso.

En toda la sala reinó un silencio profundo.

Dumouriez comprendió que debía hacer el último esfuerzo.

Los Jacobinos acababan de adoptar el gorro frigio como signo de igualdad; sólo dos o tres creyeron que su patriotismo era bastante conocido para no necesitar de esa prueba.

Robespierre fue uno de ellos.

Dumouriez no titubeó; arrojó lejos de sí su sombrero, tomó de la primera cabeza que vio más cerca un gorro colorado, se lo encajó hasta las orejas, y subió a la tribuna adornado con este signo de igualdad.

Los aplausos fueron unánimes.

Algo semejante al silbido de una víbora se deslizó en medio de aquellos aplausos y los extinguió de pronto.

Era el chist salido de los delgados labios de Robespierre.

Dumouriez confesó después más de una vez que el silbido de las balas al pasar sobre su cabeza, no le aterrorizó tanto como ese chist que se escapó de la boca del diputado de Arras.

Pero Dumouriez era un hombre intrépido, general y orador a un mismo tiempo, difícil de desmontar en el campo de batalla y en la tribuna.

Esperó con tranquila sonrisa que el silencio quedase definitivamente restablecido; después, con voz vibrante, dijo:

—Hermanos y amigos, todos los momentos de mi vida quedan consagrados desde hoy a cumplir la voluntad del pueblo y a justificar la confianza del rey constitucional. En mis negociaciones con los países extranjeros emplearé toda la fuerza de un pueblo libre, y estas negociaciones tendrán por resultado dentro de poco una sólida paz o una guerra decisiva.

Los aplausos se reprodujeron, a pesar de Robespierre.

—Si tenemos la guerra —continuó el orador—, arrojaré mi pluma política y volveré al ejército para triunfar o morir libre con mis hermanos. Un gran peso gravita sobre mis hombros: ayudadme a llevarlo, hermanos; necesito consejos; dádmelos por medio de vuestros periódicos; decidme la verdad, por dura que sea; rechazad la calumnia, pero no a un ciudadano cuya intrepidez y sinceridad os son bien conocidas, ni a un hombre consagrado a la causa de la revolución.

Había concluido; el general bajó de la tribuna cubierto de aplausos; estos irritaron a Collot-d’Herbois, cómico tantas veces silbado y raras veces aplaudido.

—¿A qué vienen esos aplausos? —exclamó desde su sitio—. Si Dumouriez viene aquí como ministro, nada hay que responderle; si como afiliado o como hermano, cumple con su deber y se pone al nivel de nuestras opiniones; sólo tenemos una contestación que dar: «Que obre como ha hablado».

Dumouriez hizo con la mano una seña, que quería decir: «Eso es lo que pienso hacer».

En seguida Robespierre se levantó con risa severa; como todo el mundo comprendió que quería subir a la tribuna, le hicieron paso, y cuando manifestó que su ánimo era hablar, todos quedaron silenciosos; con la diferencia que este silencio, comparado con el que acogió a Dumouriez, era dulce y le alentaba.

Robespierre subió, pues, a la tribuna, y con la solemnidad que le era habitual, dijo:

—No soy de aquellos que creen absolutamente imposible que un ministro sea patriota, y aun acepto con placer las ofertas que el general ha hecho. Cuando las realice, cuando haya deshecho a los enemigos armados contra nosotros por sus antecesores y por los conjurados que dirigen hoy el gobierno, a pesar de la expulsión de algunos ministros, entonces, sólo entonces estaré dispuesto a elogiarle; pero aun en ese caso, no creeré que todo buen ciudadano perteneciente a esta sociedad sea igual; sólo el pueblo es grande, sólo él es respetable a mis ojos; los atavíos del poder ministerial se desvanecen en su presencia. Por respeto a este pueblo, y aun por respeto al ministro, pido que no se señale su entrada en este lugar con homenajes que puedan indicar la decadencia del espíritu público. Nos pide consejos: por mi parte prometo dárselos que sean útiles a la causa propia y a él mismo. En tanto que el señor Dumouriez, mediante pruebas irrecusables de patriotismo, y sobre todo, mediante servicios reales hechos a la patria, pruebe que es hermano de los buenos ciudadanos y el defensor del pueblo, no hallará aquí más que apoyo; no temo la presencia de ningún ministro, pero declaro que desde el momento en que un ministro tenga en este sitio más ascendiente que un ciudadano, pediré su ostracismo.

Y en medio de los aplausos, el orador bajó de la tribuna; pero le esperaba un lazo en el último escalón.

Dumouriez fingió estar entusiasmado, abrió los brazos y dijo:

—¡Virtuoso Robespierre, incorruptible ciudadano, permíteme que te abrace!

A pesar de los esfuerzos del delicado diputado de Arras, el general le estrechó contra su corazón.

Todo el mundo presenció este acto, pero nadie vio la repugnancia que Robespierre mostraba para dejar llevarlo a cabo.

Todos los asistentes prorrumpieron en ruidosos aplausos.

—Ven —dijo Dumouriez en voz baja a Brissot—, ya se ha verificado la farsa; habiéndome puesto el gorro colorado y abrazado a Robespierre, estoy consagrado.

Y salió en medio de los aplausos de la sala y de las tribunas.

A la salida, un joven con las insignias de ujier le miró y apretó su mano al ministro con suma rapidez.

Este joven era el duque de Chartres.

Eran ya las once de la noche. Dumouriez, guiado por Brissot, se dirigió a casa de Roland.

Como sabemos, vivía en la calle Guénegaud.

Roland había sido prevenido la víspera por Brissot, que Dumouriez, a instancias de Gensonné y suyas, debía presentarle al rey en calidad de ministro del Interior.

Brissot le preguntó si se sentía con fuerzas bastantes para cargar con ese peso; Roland respondió entonces, como siempre, que se creía capaz de ello.

Dumouriez iba a anunciarle que todo estaba hecho.

Roland y Dumouriez sólo se conocían de nombre, pero no se habían visto jamás; de aquí debe deducirse la gran curiosidad que animaba a los dos.

Después de los cumplimientos de costumbre, en los cuales Dumouriez testificó a Roland la particular satisfacción que experimentaba en ver a un hombre tan ilustrado y virtuoso formar parte del gobierno, la conversación recayó naturalmente sobre el monarca.

—De ahí vendrá el obstáculo —dijo Roland sonriéndose.

—Pues bien; vais a oír una sencillez que no me hace honor en verdad: yo creo al rey hombre de bien y patriota sincero —exclamó Dumouriez.

Viendo que madame Roland no contestaba, sino que se limitaba a sonreírse, añadió:

—¿No sois de ese parecer?

—¿Habéis visto al rey? —preguntó madame Roland.

—Sí.

—¿Y a la reina?

Dumouriez no contestó y se contentó con reír.

Quedaron convenidos que al día siguiente se reunirían, a las once de la mañana, para prestar juramento.

Después, al salir de la Asamblea, que irían a Palacio.

Eran ya las once y media; Dumouriez hubiera querido permanecer aún en casa de los Roland, pero la hora era bastante avanzada.

¿Con qué motivo quería quedarse Dumouriez?

Ahí está el caso.

Dumouriez, en la rápida ojeada que al entrar echó al marido y a la mujer, lo primero que observó fue la vejez de Roland, el cual tenía diez años más que el general, aunque este representaba veinte menos que él; advirtió igualmente la riqueza de formas de la mujer: esta era hija de un grabador, según hemos dicho; había trabajado desde su infancia en el taller de su padre, y después que se casó, en el de su esposo. El trabajo, rudo protector, protegió a la doncella del mismo modo que debía proteger a la mujer.

Dumouriez pertenecía a la clase de hombres que no pueden mirar a un marido viejo sin reír, ni a una esposa joven sin apetecer.

Así es que desagradó a uno y a otra; por esa razón dieron a entender a Brissot y al general que era tarde.

Dumouriez y Brissot se retiraron.

—¿Qué piensas de nuestro colega futuro? —preguntó Roland a su mujer.

Esta se sonrió.

—Hay hombres a quienes no se necesita ver dos veces para formar una opinión sobre ellos. Seguramente tiene talento, carácter acomodaticio y ojos falsos. A pesar de la satisfacción con que ha manifestado el encargo que debe anunciarte, no extrañaría que el día menos pensado te haga destituir.

—Precisamente ese es mi modo de ver —dijo Roland.

Uno y otro se acostaron en seguida, con su calma habitual, y sin pensar que la mano de hierro del destino acababa de escribir sus nombres en la lista fatal y sangrienta del verdugo.

Al día siguiente, el nuevo ministerio prestó juramento en la Asamblea nacional, y enseguida se dirigió a las Tullerías.

Roland, llevaba zapatos con lazos, porque probablemente no tenía hebillas, y un sombrero redondo, según tenía costumbre.

Con ese vestido fue a las Tullerías, y se colocó el último, detrás de sus colegas.

El maestro de ceremonias dejó pasar a los cinco primeros, pero detuvo a Roland.

El cual ignoraba el motivo por el cual se le rehusaba la entrada.

—Yo también soy ministro como los otros —dijo—, ministro del Interior.

Pero el maestro de ceremonias no pareció quedar convencido.

Dumouriez, que oyó ese debate, intervino.

—¿Por qué rehusáis el paso al señor Roland? —preguntó.

—¡Cómo!, ¿sin hebillas y con sombrero redondo?

—¡Ah! —respondió Dumouriez con la mayor sangre fría—: ¡Sombrero redondo y sin hebillas! ¡Todo está perdido!

Y empujó a Roland hacia el despacho del rey.