Aquella misma noche, a la hora convenida, Dumouriez entró con sus cuatro despachos. Grave y Cahier de Gerville estaban ya reunidos esperando al rey.
Y como si hubiese aguardado solamente que Dumouriez se presentase, entró por una puerta al mismo tiempo que el general lo hacía por otra.
Los dos ministros se levantaron al instante. Dumouriez estaba aún en pie, y sólo tuvo que inclinarse ante el monarca, que le saludó con la cabeza.
Luis XVI tomó un sillón y se colocó en el centro de la mesa.
—Señores, tomad asiento —dijo.
Pareció entonces a Dumouriez que la puerta por donde el rey entró había quedado abierta, y que la cortina se movía.
¿Era el viento, o el contacto de alguna persona que estaba escuchando?
Los tres ministros se sentaron.
—¿Traéis los despachos? —preguntó el rey a Dumouriez.
—Sí, señor.
Y diciendo esto sacó los papeles del bolsillo.
—¿A qué potencias van dirigidos? —preguntó el rey.
—A España, al Austria, a la Prusia y a Inglaterra.
—Leedlos.
Dumouriez volvió a mirar hacia la cortina, y por el movimiento de esta conoció que alguien escuchaba.
Sin embargo, empezó a leer los despachos con voz serena.
El ministro hablaba en nombre del rey, pero en el sentido de la Constitución; sin amenaza, pero sin debilidad.
Discutía los verdaderos intereses de cada potencia relativos a la revolución francesa.
Como todos los gobiernos se quejaban de los folletos de los Jacobinos, achacaba esas despreciables injurias a la libertad de la prensa, cuyo brillo hace resaltar muchas impurezas, pero al mismo tiempo madurar ricas mies.
En fin, el ministro pedía la paz, pero sin debilidad y en nombre de una nación libre, cuyo representante hereditario era el rey.
Este escuchó el contenido de aquellos escritos con la mayor atención.
—Ciertamente, general, hasta el día no he oído nada que se parezca a eso.
—¡Ah! —dijo Cahier de Gerville—, de ese modo deben los ministros hablar y escribir siempre en nombre de los reyes.
—Pues bien; dadme esos despachos —dijo el rey—, mañana se mandarán a su destino.
—Señor, los correos están preparados y esperan en el patio de las Tullerías —contestó Dumouriez.
—Me alegraría tener una copia para enseñarla a la reina —repuso el rey con cierto embarazo.
—Ya he previsto los deseos de Vuestra Majestad; aquí tengo cuatro copias certificadas por mí.
—En ese caso, expedid los despachos.
Al llegar Dumouriez a la puerta por donde entró, un edecán[48], que esperaba, le entregó varias cartas.
Un momento después se oyó el galope de algunos caballos que salían juntos del patio de las Tullerías.
—Enhorabuena —dijo el rey al oír este ruido significativo—, vamos ahora a vuestro ministerio.
—Señor —dijo Dumouriez—, desearía que Vuestra Majestad rogase al señor Cahier de Gerville que permanezca con nosotros.
—Ya le he manifestado mi deseo —contestó el rey.
—Y yo, señor, me veo obligado a persistir en mi renuncia, porque mi salud se debilita de día en día y necesito algún descanso.
—Ya lo oís —dijo el rey volviéndose a Dumouriez.
—Sí, señor.
—¡Y bien! —dijo el rey—, ¿vuestros ministros?…
—El señor de Grave consiente en continuar.
Este extendió la mano:
—Señor —dijo—, el lenguaje del señor Dumouriez os ha admirado por su franqueza, y el mío os admirará más por su humildad.
—Hablad.
—He aquí, señor —dijo Grave, sacando de su bolsillo un papel, he aquí una apreciación—, tal vez algo más severa, que una mujer de mérito hace de mí; tened la bondad la bondad de leerla.
El rey tomó el papel y leyó:
«De Grave es ministro de la guerra; bajo todos conceptos es un hombre muy corto: la naturaleza le ha hecho dulce y tímido; sus preocupaciones le imponen el orgullo, al mismo tiempo que su corazón le inspira la amabilidad. De esto resulta que, entorpecido para conciliar las cosas ese hombre es absolutamente nulo. Me parece que lo estoy viendo seguir al rey como cortesano, con la cabeza erguida sobre su débil cuerpo, enseñando el blanco de sus ojos azules, que no puede tener abiertos después de comer sino con el auxilio de tres o cuatro tazas de café; habla poco, simulando reserva, pero en realidad carece de ideas y pierde tan fácilmente la cabeza en los negocios de su departamento, que un día u otro querrá retirarse».
En efecto, Luis XVI, que había titubeado en leer hasta el fin, y que solamente continuó a instancias de Grave, veía aquí una verdadera apreciación de mujer.
—¿Será de madame Stael? —dijo.
—No, señor, todavía es más extraordinario, es de madame Roland.
—Y ¿decís que tal es vuestra opinión sobre vos mismo?
—En muchos puntos, señor. Me quedaré en el ministerio hasta el momento en que yo ponga a mi sucesor al corriente de los negocios; después rogaré a Vuestra Majestad que admita mi dimisión.
—Tenéis razón; vuestro lenguaje es más extraño que el del señor Dumouriez. Me alegraría que tuvieseis un sucesor elegido por vos, si persistís en vuestro deseo.
—Señor, voy a suplicar a Vuestra Majestad que me permita presentarle al señor Servan, que es un hombre de bien en toda la acepción de la palabra; carácter ardiente, costumbres puras, austero como un filósofo y bondadoso como una mujer; además de esto, señor, es un patriota ilustrado, un valiente militar y un ministro vigilante.
—Vaya, ya tenemos tres ministros: el señor Dumouriez, de Estado; el señor Servan, de Guerra; el señor Lacoste, de Marina. ¿A quién pondremos en Hacienda?
—Señor, si Su Majestad gusta, propondré al señor Clavières, que es un hombre de grandes conocimientos en el ramo, y que posee inmensa habilidad en el manejo del tesoro.
—Sí, en efecto —repuso el rey—, se dice que es un trabajador activo, pero hombre irascible, testarudo, quisquilloso y difícil en la discusión.
—Señor, esos son defectos comunes a todos los hombres de gabinete.
—Pasemos por alto los defectos del señor Clavières; ya tenemos ministro de Hacienda. ¿A quién daremos la Justicia?
—Señor, me han recomendado un abogado de Burdeos, el señor Duranthon.
—De la Gironda, ¿es verdad?
—Sí, señor; es un hombre bastante ilustrado, recto y buen ciudadano, aunque débil y lento; nosotros le avisaremos y salimos garantes por él.
—¿Y el Interior?
—Señor, la opinión unánime es que esa cartera conviene al señor Roland.
—¿A madame Roland, queréis decir?
—A uno y a otro.
—¿Los conocéis?
—No, señor; pero según se asegura, el uno se parece a un hombre de Plutarco, y la otra a una mujer de Tito Livio.
—¿Sabéis cómo van a llamar a vuestro ministerio, señor Dumouriez?
—No, señor.
—El ministerio descamisado.
—Señor, acepto la denominación; se verá que a lo menos somos hombres.
—¿Están prontos todos vuestros colegas?
—Hemos avisado a dos o tres únicamente.
—¿Y los otros aceptarán?
—Creo estar seguro de ello.
—Pues bien, buenas noches; pasado mañana, el primer consejo.
—Señor, hasta pasado mañana.
—Ya sabéis —dijo el rey—, que tenéis hasta pasado mañana para reflexionar.
—Señor, ya lo tenemos reflexionado y sólo vendremos para dar posesión a nuestros sucesores.
Los tres ministros se retiraron.
Pero antes de llegar a la escalera principal, un ayuda de cámara que corría detrás de ellos se acercó a Dumouriez y le dijo:
—Señor general, el rey os ruega que me sigáis; desea hablar con vos.
Dumouriez saludó a sus colegas, y quedándose atrás dijo:
—¿El rey o la reina?
—La reina, que ha creído inútil os dijese delante de esos señores que os está esperando.
Dumouriez movió la cabeza.
—¡Ah!, eso es lo que yo me temía —dijo.
—¿Rehusáis? —preguntó el ayuda de cámara, que era Weber.
—No tal, os sigo.
—Venid.
El ayuda de cámara condujo a Dumouriez a la habitación de la reina por corredores casi oscuros.
En Seguida, sin pronunciar el nombre del general, dijo:
—Aquí está la persona que Vuestra Majestad ha enviado a llamar.
Dumouriez entró.
Su corazón latía con mucha más fuerza que en los momentos de dar una carga o de subir a una brecha.
La razón era que comprendía que no había corrido jamás mayor riesgo.
El camino que acababan de mostrarle estaba lleno de cadáveres, de vivos o muertos, y podía tropezar con el cuerpo de Calonne, de Necker, de Mirabeau, de Barnave o de Lafayette.
La reina estaba muy encendida y se paseaba con mucha precipitación.
Dumouriez se detuvo en la puerta; esta se cerró.
La reina, aproximándose a él con aire irritado y majestuoso, le dijo:
—Caballero, en este momento sois poderoso; pero eso es debido al favor del pueblo, y el pueblo derriba fácilmente a sus ídolos. Se dice que tenéis mucho talento; empezad por comprender que ni yo ni el rey podemos sufrir más todas estas novedades. Vuestra constitución es una máquina neumática, en donde la monarquía se ahoga por falta de aire. Os he enviado a llamar para deciros, antes que vayáis más lejos, que toméis vuestro partido y escojáis entre nosotros y los Jacobinos.
—Señora, siento en el alma que Vuestra Majestad me haga tan penosa confianza; pero habiendo conocido que Vuestra Majestad estaba detrás de la cortina, me esperaba lo que ahora me sucede.
—¿En ese caso habéis preparado vuestra respuesta? —dijo la reina.
—Señora, mi respuesta es que yo me encuentro entre el rey y la nación, pero ante todo pertenezco a la patria.
—¡Patria, patria! —repitió la reina—. ¿Luego el rey no es nadie para que todo el mundo pertenezca a la patria y no al soberano?
—Sí, señora, el rey es siempre rey; pero el rey ha jurado la Constitución, y desde el día en que pronunció el juramento, el rey debe ser uno de sus primeros esclavos.
—Juramento forzado, lleva consigo la nulidad.
Dumouriez guardó silencio un instante, y como cómico hábil miró a la reina con profunda compasión.
—Señora —dijo—, permitidme observar que vuestra salvación, la del rey y la de vuestros augustos hijos está unida a esa Constitución que tanto despreciáis, pero que os salvará si queréis que ella os salve. Señora, si yo os hablase de otro modo, os serviría mal, del mismo modo que al rey.
La reina, interrumpiendo al general con un ademán impetuoso, dijo:
—Habéis equivocado el camino, os lo prevengo.
Y añadió, con un indefinible acento de amenaza:
—¡Cuidado!
—Señora —contestó Dumouriez con mucha calma—, tengo más de cincuenta años, he corrido mil riesgos, y al encargarme del ministerio he pensado que la responsabilidad ministerial no era el mayor de los peligros que corría.
—¡Ah! —exclamó la reina, dando una palmada—, no os faltaba más que calumniarme.
—¡Calumniaros, señora!
—¿Sí, queréis que os explique el sentido de las palabras que acabáis de pronunciar?
—Decid, señora.
—Acabáis de decir que soy capaz de haceros asesinar, ¡oh, oh, caballero!
Y dos gruesas lágrimas se deslizaron de los ojos de la reina.
Dumouriez se había excedido bastante; pero sabía ya lo que quería, es decir, si quedaba alguna fibra sensible en el fondo del corazón de la reina.
—Dios me libre —dijo—, de hacer semejante injuria a Vuestra Majestad. Vuestro carácter, señora, es demasiado grande y noble para inspirar tales sospechas al más cruel de vuestros enemigos; y habéis dado de ello pruebas heroicas que yo he admirado, y que han sido la causa de mi fiel adhesión.
—¿Decís la verdad? —preguntó María Antonieta con voz conmovida.
—¡Oh, señora!, ¡os lo juro por mi honor!
—En ese caso, excusadme y dadme vuestro brazo; estoy tan débil que hay momentos en que me parece que voy a desfallecer.
Y, en efecto, palideció y echó la cabeza hacia atrás.
¿Era esto una realidad, o uno de aquellos juegos terribles en que era tan hábil la seductora Medea? Dumouriez, por muy diestro que fuese, se dejó engañar, o tal vez siendo más diestro que la reina, lo fingió así.
—Creedme, señora, yo no tengo el menor interés en engañaros. Detesto la anarquía y los crímenes tanto como vos; tengo experiencia y estoy en mejor disposición que Vuestra Majestad para juzgar los acontecimientos; lo que está pasando no es una intriga del duque de Orleáns, como han querido haceros creer, ni un efecto del encono del señor Pitt, como habéis supuesto; no es tampoco un movimiento popular momentáneo; sino la insurrección casi unánime de una gran nación contra abusos inveterados; sé muy bien que en medio de todo eso hay personas que atizan el incendio; pero dejemos a un lado los malvados y los locos, y no consideremos más que al rey y a la nación en la revolución que se está haciendo; todo lo que tiende a separarlos, tiende a su mutua ruina. Yo, señora, sólo he venido a trabajar con todas mis fuerzas para reunirlos; ayudadme en vez de oponeros. ¿Desconfiáis de mí? ¿Soy un obstáculo a vuestros proyectos contrarrevolucionarios? Decídmelo, señora, decídmelo, y en el acto daré mi dimisión, para retirarme a llorar en un rincón la suerte de la patria y la vuestra.
—No, no —dijo la reina—, quedaos y perdonad.
—¿Yo perdonar? Señora, os suplico que no os humilléis de ese modo.
—Y ¿por, qué no he de humillarme? ¿Soy yo todavía una reina? ¿Soy siquiera una mujer?
María Antonieta se dirigió a una ventana y la abrió, a pesar del frío que hacía; la luna plateaba la cima de los desnudos árboles de las Tullerías.
—Todo el mundo tiene derecho al aire y al sol, ¿no es verdad? —continuó la reina—, pues bien, sólo a mí se rehúsa ese aire y ese sol; no me atrevo a asomarme a la ventana, ni por el lado del patio ni por el del jardín. Anteayer me asomé al patio, y un artillero de la guardia me insultó, diciendo: «¡Qué gusto tendría en llevar su cabeza en la punta de mi bayoneta!». Ayer me asomé al jardín; a un lado vi a un hombre subido en una silla, que leía horrores contra nosotros, y al otro a un eclesiástico, que arrastraban hacia el estanque, llenándole de injurias, improperios y golpes; y al mismo tiempo, como si estas escenas fuesen naturales, algunas personas, sin pensar en ello, jugaban a la pelota o se paseaban tranquilamente. ¡Qué tiempos! ¡Qué morada! ¡Qué pueblo! Y ¿queréis que yo me crea todavía reina y mujer?
Y la reina se dejó caer en un canapé, ocultando la cabeza entre sus manos.
Dumouriez hincó la rodilla, cogió respetuosamente el extremo del vestido de María Antonieta y le besó, diciendo:
—Señora, desde el momento en que me encargo de sostener la lucha, o volveréis a ser mujer feliz y reina poderosa, o yo perderé mi vida en la demanda.
Y levantándose, saludó respetuosamente a la reina, y salió.
María Antonieta le siguió con una mirada de desesperación.
—¡Reina poderosa —murmuró—, tal vez podrá ser, gracias a tu espada; pero mujer feliz, jamás, jamás!
Y dejó caer la cabeza sobre los almohadones del canapé, pronunciando un nombre que desde su ausencia le era cada día más querido y más doloroso: el de Charny.