Hemos hecho relación de la entrevista de la reina con Gilberto, únicamente con el objeto de interrumpir la monotonía histórica, y de exhibir, de un modo más agradable, en un cuadro cronológico, la sucesión de los acontecimientos y de la situación de los partidos.
El ministerio Narbona duró tres meses.
La causa de su caída fue un discurso de Vergniaud.
Así como Mirabeau había dicho: «Desde aquí veo la ventana…», Vergniaud, al recibir la noticia de que la emperatriz de Rusia había tratado con Turquía, y que el 7 de febrero, el Austria y la Prusia habían firmado en Berlín una alianza ofensiva y defensiva, subió a la tribuna y exclamó:
«Yo también puedo decir que desde este palacio veo la tribuna de la contrarrevolución, donde se preparan las intrigas para entregarnos al Austria. Ya llegó el día en que podéis poner un término a tanta audacia y confundir a los conspiradores; el terror y el miedo han salido frecuentemente en los tiempos pasados de ese palacio en nombre del despotismo; que el miedo y el terror entren hoy en el en nombre de la ley».
Y con un gesto enérgico, el brillante orador pareció empujar a esas dos hijas descabelladas del Miedo y del Espanto.
En efecto; ellas entraron en las Tullerías, y Narbona, elevado por el amor, cayó a impulsos de la tormenta. Esta caída tuvo lugar hacia el principio de marzo de 1792. Así, casi tres meses después de la entrevista de la reina con Gilberto, un hombre de pequeña estatura, vivo, dispuesto, nervioso, de talento, de mirada ardiente, de edad de cincuenta y seis años, aunque parecía tener diez menos, el rostro cubierto de las tintas cobrizas adquiridas en el vivac, fue presentado un día al rey Luis XVI.
Era la primera vez que estos dos hombres se hallaban frente a frente.
El rey echó una mirada de observación sobre el hombrecillo, el cual miró al rey lleno de confianza y con ojos escrutadores.
Nadie estaba en el cuarto para anunciar al extranjero, y esto prueba que ya se le esperaba.
—¿Sois el señor Dumouriez? —dijo el rey.
Dumouriez se inclinó.
—¿Cuánto tiempo hace que estáis en París?
—Señor, desde principios de febrero.
—¿Os ha hecho venir el señor de Narbona?
—Para anunciarme que se me había empleado en el ejército de Alsacia, a las órdenes del mariscal Luckner, y que se me ponía a la cabeza de la división de Besancon.
—Sin embargo, veo que no habéis marchado.
—Señor, he aceptado, pero he hecho al señor de Narbona la observación de que la guerra era inminente (Luis XVI se sobresaltó visiblemente), y que amenazaba ser general —continuó Dumouriez sin manifestar haber observado la inmutación del rey—; por lo tanto, he creído que sería oportuno pensar en el Mediodía, en donde podemos ser atacados de improviso; que me parecería útil se formase un plan de defensa, para ese punto y se destinase a él un general en jefe y un ejército.
—Sí, y habéis entregado al señor de Narbona ese plan, después de haberlo comunicado al señor Gensonné y a varios individuos de la Gironda.
—¡El señor Gensonné es amigo mío, y le creo tan afecto a Vuestra Majestad como yo!
—Vamos —dijo el rey sonriéndose—, ¿eso quiere decir que estoy tratando con un girondino?
—Señor, con un patriota, fiel súbdito de Su Majestad.
Luis XVI se mordió los labios.
—Y ¿para servir con más eficacia al rey y a la patria habéis rehusado el puesto de ministro interino de Negocios extranjeros?
—Señor, al principio contesté que daba la preferencia al mando que se me había ofrecido: yo soy soldado y no diplomático.
—Me han asegurado que erais uno y otro.
—Señor, han querido honrarme demasiado.
—Con esa seguridad he debido insistir.
—En efecto, señor, y yo he rehusado, no obstante mis deseos de serviros.
—Y ¿por qué rehusáis?
—Señor, porque la situación es grave, y acabo de derribar al señor de Narbona y de comprometer a de Lessart; todo hombre que cree valer algo, tiene derecho a no admitir empleo alguno, o a pedir que se le emplee según su valor. Señor, o yo valgo alguna cosa, o no valgo nada; en este último caso, deseo que se me deje en mi oscuridad; si valgo alguna cosa, no me hagáis ministro por veinticuatro horas, ni me deis una autoridad momentánea; dadme algo en qué apoyarme, para que vos podáis apoyaros en mí. Nuestros negocios —perdonad, señor, Vuestra Majestad ve que yo hago míos sus asuntos— nuestros negocios no son suficientemente considerados en los países extranjeros, y las cortes no querrán tratar con un ministro interino; esa interinidad, perdonad aún mi franqueza —nadie era menos franco que Dumouriez, pero en ciertas circunstancias le interesaba parecerlo—, esa interinidad sería una falta contra la cual clamaría la Asamblea, y al mismo tiempo me despopularizaría con ella; diré más, eso comprometería al rey, manifestando que echa de menos a su antiguo ministro y que busca la ocasión de reemplazarle.
—Si tal fuera mi intención, ¿creéis que eso me sería imposible?
—Señor, lo que creo es que ya ha llegado el tiempo de que Vuestra Majestad rompa con lo pasado.
—Sí, y me hago Jacobino, ¿no es verdad? Habéis dicho eso a Laporte.
—A fe mía que si Vuestra Majestad hiciera eso, confundiría mucho a todos los partidos, y a los Jacobinos tal vez más que a nadie.
—Y ¿por qué no me aconsejáis que me ponga el gorro colorado sin perder momento?
—Señor, si eso fuera un medio… —dijo Dumouriez.
—Si así lo queréis, esto equivale a no ser ministro interino.
—Señor, yo no quiero nada: estoy dispuesto a recibir las órdenes de Vuestra Majestad; pero preferiría que estas tuviesen por objeto enviarme a la frontera más bien que detenerme en París.
—¿Y si yo os diese orden de quedaros en París, y de que tomaseis definitivamente la cartera de Negocios extranjeros, qué diríais?
Dumouriez se sonrió.
—Diría, señor, que Vuestra Majestad no tiene ya las prevenciones que otros le han inspirado contra mí.
—No las tengo. Señor Dumouriez, sois ya ministro.
—Señor, yo me consagro enteramente a vuestro servicio, pero…
—¿Tenemos restricciones?
—Sólo explicaciones, señor.
—Decid.
—Señor, el puesto de ministro no es hoy lo que era antes; sin cesar de ser fiel a Vuestra Majestad, entrando en el ministerio me constituyo hombre de la nación. Así, desde hoy, no exijáis de mí el lenguaje a que mis antecesores os han habituado, pues yo no podré hablar sino de acuerdo con la libertad y con la Constitución; limitado a mis funciones, no os haré la corte, pues no tendré tiempo para ello; prescindiré de la etiqueta regia para servir mejor al rey; sólo trabajaré con vos o en el Consejo, y os lo digo con franqueza, este trabajo será una lucha.
—¡Una lucha!, y ¿por qué?
—¡Oh!, señor, la cosa es muy sencilla: casi todo vuestro cuerpo diplomático es abiertamente contrarrevolucionario, y os aconsejaré que lo renovéis; quizá contraríe vuestros gustos en la nueva elección, porque propondré individuos que Su Majestad no conoce ni aun de nombre, y tal vez algunos que no le agraden.
—En ese caso… —interrumpió vivamente Luis XVI.
—En ese caso, señor, cuando la oposición de Vuestra Majestad sea demasiado fuerte y motivada, y como sois el dueño, obedeceré; pero si nuestra elección os ha sido sugerida por los que os rodean, y visiblemente para comprometeros, suplicaré a Vuestra Majestad me nombre un sucesor. ¡Pensad en los terribles riesgos que asedian vuestro trono; es preciso sostener este con la confianza pública, y esta depende de vos!
—Permitid que os detenga.
—¡Señor!
—Hace ya tiempo que he pensado en esos riesgos. Y extendió enseguida la mano hacia el retrato de Carlos I.
Luis XVI, enjugándose el rostro con un pañuelo, continuó:
—Aun cuando quisiera olvidarlos, ese cuadro me los recordaría.
—¡Señor!…
—Esperad, no he concluido. La situación es la misma, los riesgos son iguales; acaso el cadalso de White-Hall se levantará en la plaza de Greve.
—Señor, eso es mirar demasiado lejos.
—Eso es mirar el horizonte. En tal caso, marcharé al cadalso como marchó Carlos I, tal vez no cual caballero, como él, pero a lo menos como cristiano. Ahora podéis continuar.
Dumouriez se contuvo, admirado de una firmeza que no creía encontrar.
—Señor —dijo—, permitidme llevar la conversación a otro terreno.
—Como queráis —contestó el rey—, pero deseo probar que no me espanta el porvenir que se me quiere hacer temer, y que si le temo, a lo menos estoy preparado.
—Señor —dijo Dumouriez—, a pesar de lo que he tenido el honor de exponer a Vuestra Majestad, ¿debo siempre considerarme como vuestro ministro de Negocios extranjeros?
—Sí, señor.
—En ese caso traeré para el primer consejo cuatro despachos; pero debo advertir a Vuestra Majestad que serán bien diferentes, por el estilo y los principios, a los de mis predecesores, y que estarán de acuerdo con las circunstancias. Si este primer trabajo merece la aprobación del rey, continuaré; de otro modo, tendré siempre dispuesto mi equipaje para ir a serviros en la frontera. Por más que hayan exagerado a Vuestra Majestad mis talentos diplomáticos —añadió Dumouriez—, la guerra es mi verdadero elemento y el objeto de mis estudios y trabajos durante treinta y seis años.
En seguida se inclinó para retirarse.
—Esperad —dijo el rey—, ya estamos de acuerdo sobre un punto, pero todavía nos quedan seis que tratar.
—¿Mis colegas?
—Sí; yo no quiero que vengáis a decirme que este o el otro os han detenido; así, elegid vuestro ministerio.
—Señor, me imponéis una inmensa responsabilidad.
—Creo que haciéndoosla asumir, obro conforme a vuestros deseos.
—Señor, yo no conozco en París más que a una persona llamada Lacoste, y debo recomendarla a Vuestra Majestad para la marina.
—¿Lacoste? —dijo el rey—, ¿no es un simple comisario ordenador?
—Sí, señor; que ha dado su dimisión al señor de Boyne por no tomar parte en una injusticia.
—Esa es una buena recomendación… ¿y los otros?
—Consultaré, señor.
—¿Puedo saber a quiénes vais a consultar?
—A Brissot, Condorcet, Pétion, Roederer y Gensonné…
—La Gironda entera, en una palabra.
—Sí, señor.
—Vaya por la Gironda; veremos si esta produce mejor efecto que los constitucionales y los Fuldenses.
—Ahora queda otra cosa, señor.
—¿Cuál?
—Si las cuatro cartas que voy a escribir convendrán a Vuestra Majestad.
—Esta noche lo veremos.
—¿Esta noche, señor?
—Sí, las cosas urgen, celebraremos un consejo extraordinario, que se compondrá de vos, de Grave y de Cahier de Gerville.
—¿Y Duport du Tertre?
—Ha presentado su dimisión.
—Esta noche estaré a las órdenes de Vuestra Majestad.
Y Dumouriez se inclinó para despedirse.
—No —dijo el rey—, esperad un instante, quiero comprometeros.
Aún no había concluido, cuando la reina y madame Isabel se presentaron. Llevaban sus devocionarios en la mano.
—He aquí el señor Dumouriez —dijo el monarca a la reina—, que promete servirnos bien, y con el cual vamos a componer esta noche un nuevo ministerio.
Dumouriez se inclinó, al mismo tiempo que la reina miraba con una curiosidad sin límite al hombre de breve estatura, que tanta influencia debía ejercer en los negocios de Francia.
—¿Conocéis al doctor Gilberto? —preguntó la reina a Dumouriez.
—No, señora.
—Pues bien, trabad relaciones con él.
—¿Puedo saber con qué motivo me lo recomienda Vuestra Majestad?
—Como un profeta excelente; pues ya hace tres meses que me predijo que seríais el sucesor del señor de Narbona.
En este momento abrieron las puertas del gabinete del rey, el cual iba a misa.
Dumouriez salió en seguida.
Todos los cortesanos se separaron de él como si fuese un apestado.
—¡Mirad como os decía bien!, ya estáis comprometido —dijo el rey—, riéndose al oído del general.
—Señor —contestó Dumouriez—, si es con respecto a la aristocracia, es un nuevo favor que Vuestra Majestad se digna hacerme. Y siguió marchando.