Capítulo CXXIX

Gilberto no había vuelto a ver a la reina desde el día en que esta, habiéndole rogado que la esperase un instante en su gabinete, le había dejado allí para oír el plan político que el señor Breteuil trajo de Viena, y que estaba concebido en estos términos:

«Hacer con Barnave lo que se hizo con Mirabeau: ganar tiempo, jurar la Constitución, ejecutarla literalmente para demostrar que su aplicación es imposible; la Francia se enfriará y se cansará; los franceses tienen la cabeza ligera; vendrá una moda nueva y la libertad pasará.

»Si no pasa, se habrá ganado un año, y en ese intervalo nos dispondremos para la guerra».

Seis meses habían transcurrido desde esa época; la libertad no pasó, y era evidente que los soberanos extranjeros estaban a punto de cumplir sus promesas y se preparaban para la guerra.

Una mañana, Gilberto vio con extrañeza entrar en su casa a un ayuda de cámara del rey.

Su primera idea fue que este estaba enfermo y le enviaba a llamar.

Pero el ayuda de cámara le tranquilizó.

Sólo le pedía que fuese a palacio.

Gilberto insistió en preguntar quién le llamaba, pero el criado, que sin duda tenía órdenes reservadas, no salió de esta fórmula:

—Os esperan en palacio.

Gilberto era muy adicto al rey y compadecía a María Antonieta más como mujer que como reina; esta no le inspiraba amor ni afecto, sino gran compasión.

Se apresuró a obedecer.

Gilberto llegó a palacio.

Fue introducido en el mismo entresuelo en que Barnave había sido recibido.

Una mujer que estaba esperando sentada en un sillón, se levantó en el momento en que entró el doctor.

Este reconoció a madame Isabel.

Gilberto le profesaba un profundo respeto, pues sabía la angélica bondad de que estaba dotado su corazón.

Inclinóse profundamente en su presencia, y comprendió en el acto la situación.

Ni el rey ni la reina habían querido llamarlo en su nombre, y se valieron de madame Isabel.

Las primeras palabras de la princesa probaron al doctor que no se había engañado en sus conjeturas.

—Señor Gilberto —dijo madame Isabel—, yo no sé si los demás han olvidado las pruebas de interés que habéis dado a mi hermano al volver de Versalles, ni las que recibió mi hermana a nuestra llegada de Varennes; yo las tengo muy presentes.

Gilberto se inclinó.

—Señora —dijo—, Dios en su sabiduría ha decidido que estuvieseis adornada de todas las virtudes, incluso la memoria; virtud rara en nuestros días, principalmente en las personas reales.

—No creo que hagáis alusión a mi hermano, ¿no es cierto? Este me habla frecuentemente de vos y aprecia mucho vuestra sabiduría.

—¿Cómo médico? —preguntó Gilberto sonriéndose.

—Sí, como médico, porque cree que esa sabiduría puede ser aplicada a la salud del rey o del reino.

—El rey es muy bondadoso, señora —dijo Gilberto—; ¿para cuál de las dos me necesita?

—No es el rey quien ha enviado a buscaros —repuso madame Isabel, sonrojándose un poco, porque aquel casto corazón no sabía mentir— he sido yo.

—¿Vos, señora? ¡Oh!, creo que vuestra salud no os inquieta —dijo Gilberto—; la palidez de vuestro rostro es debida al cansancio y a la inquietud, no a una indisposición.

—Tenéis razón, no es por mí, sino por mi hermano, que me inquieta bastante.

—Y a mí también, señora —contestó Gilberto.

—¡Oh!, nuestra inquietud no proviene probablemente del mismo origen; es decir, con relación a la salud —dijo madame Isabel.

—¿Está enfermo Su Majestad? —preguntó Gilberto.

—Enfermo precisamente, no; pero se halla abatido, desanimado; hoy hace diez días justos que no ha hablado una sola palabra, excepto conmigo; en su partida de juego sólo ha pronunciado las más indispensables.

—Hoy hace once días que se presentó en la cámara para noticiarle su veto; ¡por qué no se quedó mudo ese día, en vez de perder la palabra el siguiente!

—¿Creéis —dijo madame Isabel— que mi hermano debe sancionar ese decreto?

—Señora, soy de opinión que luchar contra la corriente, contra la marea que crece y contra la borrasca que amenaza, es querer que el rey y el clero sean destruidos de un solo golpe.

—¿Qué haríais vos si estuvieseis en lugar de mi hermano?

—Señora, en estos momentos hay un partido que se multiplica considerablemente como los gigantes de las Mil y una noches, los cuales, encerrados en una vasija, han crecido cien codos más.

—¿Hacéis alusión a los Jacobinos?

Gilberto hizo una señal negativa con la cabeza.

—No; hablo de la Gironda. Los Jacobinos no quieren la guerra, la Gironda, sí; la guerra es nacional.

—¡La guerra, la guerra! ¿A quién, Dios mío? ¿Al emperador nuestro hermano? ¿A nuestro sobrino el rey de España? Señor Gilberto, nuestros enemigos están en Francia y no fuera; la prueba es…

Madame Isabel titubeó.

—Hablad, señora —dijo Gilberto.

—Verdaderamente no sé si debo decirlo, aunque ese es el motivo porque os he enviado a llamar.

—Señora, podéis decirme cuanto queráis, como a un hombre fiel y dispuesto a dar su vida por el rey.

—¿Creéis que exista un contraveneno?

Gilberto se sonrió.

—Universal, no; pero cada sustancia venenosa tiene su antídoto, aunque en general, estos son siempre impotentes.

—¡Oh, Dios mío!

—Primeramente es necesario saber si es un veneno mineral o vegetal; en general los minerales obran en el estómago y en las entrañas, los vegetales en el sistema nervioso, que unos exasperan y otros adormecen. ¿De qué género de veneno habláis?

—Escuchad, voy a deciros un gran secreto.

—Escucho, señora.

—Me temo que puedan envenenar al rey.

—¿Quién queréis que asuma la responsabilidad de un crimen semejante?

—He aquí lo que ha sucedido: el señor Laporte, intendente de la casa real, nos ha avisado que un dependiente de la cocina del rey, el cual ha abierto una pastelería en el palacio real, iba a entrar otra vez en el servicio, por muerte de uno de sus compañeros. Este hombre, que es un jacobino exaltado, ha dicho que si envenenasen al rey de Francia, ganaría mucho.

—Señora, en general, los que se proponen cometer un crimen semejante, no hablan jamás de ello.

—¡Oh!, ¡sería tan fácil envenenar al rey! Afortunadamente, el hombre de quien hablamos pertenece a la repostería.

—En ese caso, ¿habéis tomado ya las precauciones debidas?

—Sí, se ha determinado que el rey debe comer solamente asados; que el pan y el vino serán suministrados por el señor Thierry, de Ville-d’Avray, intendente de las dependencias de palacio. En cuanto a las pastas, como el rey gusta mucho de ellas, madame Campan ha recibido la orden de encargarlas como si fuesen para ella, ya en casa de un pastelero, ya en casa de otro. Se nos ha recomendado no usar azúcar molido.

—Sí, porque se puede mezclar arsénico sin que se perciba.

—Precisamente; la reina tiene costumbre de poner azúcar molido en el agua, y ya la hemos suprimido. El rey, la reina y yo, comemos juntos, y hemos prescindido absolutamente de servidores. Si alguno de nosotros necesita algo, toca la campanilla. Desde que el rey se sienta a la mesa, madame Campan sirve las pastas, el pan y el vino por una entrada particular y los esconde debajo de la mesa; así parece que se hace uso de las cosas que han sido servidas antes. Este es nuestro modo de vivir; y a pesar de eso, estamos siempre temblando de oír decir al rey: «¡Yo sufro!».

—Permitidme, señora, que os asegure —repuso el doctor— que no doy crédito a estos envenenamientos; pero esto no impide que yo esté siempre a la disposición de Sus Majestades. ¿Qué es lo que el rey desea? ¿Quiere que yo habite en palacio? Lo haré de modo que en todo tiempo y a toda hora pueda hallarme a su lado.

—¡Oh!, mi hermano nada teme —repuso madame Isabel.

—Quiero decir, señora, que me quedaré hasta que todos esos temores se hayan desvanecido. Tengo alguna práctica en los venenos y en los contravenenos, y estaré siempre dispuesto a combatirlos, de cualquier naturaleza que sean; pero permitidme os diga que si el rey lo desea, nada tendrá que temer en lo sucesivo.

—¡Oh!, ¿qué debe hacerse para eso? —dijo una voz que no era la de la princesa, y cuyo timbre acentuado llamó la atención de Gilberto.

El doctor no se engañó; esa voz era la de la reina.

Gilberto se inclinó.

—Señora —dijo—, no creo tener necesidad de repetir a Vuestra Majestad las protestas que acabo de hacer a madame Isabel.

—No; todo lo he oído, y he deseado saber vuestras disposiciones hacia nosotros.

—¿Vuestra Majestad duda de lo acendrado de mis sentimientos?

—¡Oh!, son tantas las cabezas y los corazones que cambian al viento de las tormentas del día, que no se sabe de quién fiarse.

—Y ¿por esa razón, la reina va a recibir, de mano de los Fuldenses, un ministro aleccionado por madame Stael?

La reina se sobresaltó.

—¿Lo sabéis? —dijo.

—Señora, yo sé que Vuestra Majestad está comprometida con el señor de Narbona.

—Y ¿sin duda no lo aprobáis?

—No, señora, ese es un ensayo como cualquier otro. Cuando el rey los haya agotado, tal vez concluirá por donde debiera haber comenzado.

—¿Habéis conocido a madame de Stael? —preguntó la reina.

—Señora, he tenido ese honor. Cuando salí de la Bastilla me presenté en su casa, donde supe por el señor de Necker que yo debí mi prisión a la recomendación de Vuestra Majestad.

La reina se sonrojó visiblemente; luego, sonriéndose, dijo:

—Hemos prometido no hablar más de esos errores.

—Señora, yo no vuelvo a hablar de ellos, sólo contesto a una pregunta que Vuestra Majestad se ha dignado dirigirme.

—¿Qué pensáis del señor Necker?

—Es un excelente alemán, compuesto de elementos que no están de acuerdo, y que de la extravagancia se eleva hasta el énfasis.

—¿No habéis sido uno de los que han aconsejado al rey que lo acepte?

—Con razón o sin ella, era el hombre más popular del reino, y yo dije a Su Majestad «que se apoyase en su popularidad».

—¿Y de madame Stael?

—Supongo que Vuestra Majestad me hace el honor de preguntarme mi opinión acerca de esa dama.

—Sí.

—En cuanto al físico, las facciones y el cuerpo, son muy vulgares.

La reina se sonrió; como mujer, no le era desagradable oír decir que otra mujer, de quien todo el mundo hablaba, no era hermosa.

—Proseguid —dijo la reina.

—Su cutis es de calidad medianamente atractiva; sus movimientos son más bien enérgicos que graciosos, y su voz es tan ruda que hace dudar si es o no la de una mujer; en contraposición, tiene veinticuatro o veinticinco años, magnífico cuello, hermosísimos cabellos negros, bonita dentadura, ojos sumamente vivos, rostro, en fin, lleno de seducciones, y una mirada que abrasa un mundo.

—Pero ¿en lo moral, como talento, como mérito?

—Señora, es buena y generosa; ni uno solo de sus enemigos seguirá siéndolo si la oye hablar un solo cuarto de hora.

—Hablo de su genio; la política no se trata solamente con el corazón.

—Señora, el corazón no daña, ni aun en política; en cuanto a la palabra genio, que Vuestra Majestad acaba de pronunciar, es menester ser un poco avaro de ella. Madame de Stael tiene grande, inmenso talento, que no se eleva hasta la categoría de genio; hay en sus pies cierto peso y cierta solidez que la impide siempre elevarse del suelo; entre ella y su maestro Juan Jacobo, hay la misma diferencia que entre el hierro y el acero.

—Habláis de su talento como escritora; habladme de la mujer política.

—Señora, relativamente a eso, soy de parecer que se da a madame de Stael más importancia de la que realmente merece. Desde la emigración del hermano del rey y de Lally, su salón es la tribuna del partido aristocrático inglés, con sus dos cámaras. Como madame de Stael pertenece a la clase media y muy media, tiene la debilidad de adorar a los grandes señores; admira a los ingleses, porque cree que el pueblo inglés es eminentemente aristocrático; no sabe la historia de Inglaterra, e ignora el mecanismo de su gobierno, de suerte que toma por caballeros del tiempo de las cruzadas a los nobles de ayer, tomados siempre de abajo; los demás pueblos hacen algunas veces cosas nuevas con lo viejo; pero Inglaterra hace constantemente cosas viejas con las nuevas.

—Y ¿creéis que son esas ideas las que la han hecho proponernos al señor de Narbona?

—¡Ah!, ahí hay combinadas dos inclinaciones, señora, la de la aristocracia y la del aristócrata.

—¿Creéis que a madame de Stael le agrada el señor de Narbona por su aristocracia?

—A lo menos no es por su mérito, según creo.

—Pues ninguno es menos aristócrata que el señor de Narbona; ni siquiera se conoce a su padre.

—¡Ah!, porque no se osa mirar por la parte del sol…

—Veamos, señor Gilberto, yo soy mujer aficionada a estar al corriente de lo que se murmura, y por lo tanto, quisiera que me dijerais qué se dice del señor de Narbona.

—Sé dice que es astuto, valeroso, y hombre de chispa.

—Hablo de su nacimiento.

—Se asegura que, cuando el partido jesuita hizo expulsar a Voltaire, Machault, Argenson, y, en fin, todos los que se llamaban filósofos, debió luchar contra madame de Pompadour. Ahora bien; las tradiciones del regente estaban en esto: sabíase lo que puede el amor paterno cuando se agrega otro; entonces se eligió —advertid, señora, que los jesuitas tienen la mano feliz para esta especie de lecciones— entonces se eligió una hija de rey, y obtúvose de ella que se consagrase a la obra incestuosamente heroica. De esto provino el seductor caballero de quien se ignora el nombre de su padre, como dice Vuestra Majestad, no porque sea oscuro, sino porque se desvanece en la luz.

—¿Conque no creéis, como los Jacobinos y como el señor Robespierre, por ejemplo, que el señor de Narbona salga de la embajada de Suecia?

—Sí tal, señora; pero sale del tocador de la mujer, y no del despacho del esposo. Suponed que el señor de Stael entrase por algo en este asunto, y en este caso se debería suponer que es el marido de su esposa… ¡Oh! Dios mío, no, aquí no hay traición de embajador, señora, sino una debilidad de amantes. No se necesita menos que el amor, ese poderoso, ese eterno seductor, para impulsar a una mujer a poner en manos del astuto y frívolo Cupido la gigantesca espada de la Revolución.

—¿Habláis de la que el señor Isnard dejó en el club de los Jacobinos?

—¡Ay de mí!, señora, hablo de la que está suspendida sobre vuestra cabeza.

—¿Es decir, que a vuestro modo de ver, señor Gilberto, debemos aceptarlo todo del señor de Narbona como ministro de la guerra?

—Mejor sería, señora, que aceptarais desde luego a quien lo substituya.

—¿Quién es?

—Dumouriez.

—¿Dumouriez, un oficial de fortuna?

—¡Ah!, señora, ya se os ha escapado la palabra, y tratándose de la persona a quien se refiere, la creo injusta.

—¿No ha sido Dumouriez simple soldado?

—Sé muy bien que el señor Dumouriez no pertenece a la nobleza de corte, a la cual todo se sacrifica; Dumouriez, noble de provincia, no teniendo ni pudiendo comprar un regimiento, se enganchó en un cuerpo de húsares; a los veinte años se hizo acuchillar por cinco o seis soldados de caballería, no queriéndose rendir, y a pesar de ese rasgo de valor y de una inteligencia reconocida, jamás ascendió en proporción.

—Sí, inteligencia que ha demostrado siendo espía de Luis XVI.

—¿Por qué llamáis espionaje a lo que en otros se llama diplomacia? No ignoro que Dumouriez sostenía una correspondencia con el rey sin que los ministros lo supiesen; ¿quién es el noble de corte que en su lugar no hubiese hecho lo mismo?

—La persona que me recomendáis es un hombre esencialmente inmoral —dijo la reina—; no tiene principios ni sentimientos de honor. El señor de Choiseul me ha dicho que Dumouriez le había presentado dos proyectos relativos a los corsos, uno para sujetarlos y otro para emanciparlos.

—Es verdad, señora, pero ha olvidado añadir que el primero fue el que se prefirió, y que Dumouriez se batió valerosamente en su defensa.

—Si lo aceptamos cómo ministro, será lo mismo que declarar la guerra a Europa.

—Señora —dijo Gilberto—, esta declaración está ya hecha en el corazón de todos. ¿Sabe Vuestra Majestad a cuánto ascienden los aliados voluntariamente en los departamentos? A seiscientos mil. En el jura, las mujeres han declarado que todos los hombres pueden partir, y que si les dan picas, ellas se comprometen a defender el territorio.

—Acabáis de pronunciar una palabra que me hace temblar —dijo la reina.

—Perdonadme, señora, tened la bondad de decirme cuál es la palabra que me ha hecho incurrir en esa desgracia.

—Acabáis de decir picas… ¡oh, las picas del 89! ¡Me parece que estoy viendo ahora las cabezas de mis dos pobres guardias de corps en dos picas!

—A pesar de eso, señora, una mujer, una madre, es la que ha propuesto hacer una suscripción para costear las picas.

—Y ¿es también una mujer y una madre la que ha hecho adoptar a vuestros Jacobinos el gorro colorado, color de sangre?

—He ahí, señora, otro error —contestó Gilberto—. Se ha querido consagrar la igualdad mediante un símbolo; no se podía decretar que todos los franceses se vistiesen de un mismo modo, y para mayor facilidad se adoptó únicamente una parte del vestido, que es el gorro de los pobres paisanos, con la diferencia de que si se ha preferido el color rojo, no es por ser el color triste de la sangre, sino por ser más vivo, alegre y agradable a la multitud.

—Bien está, doctor; en tanto que seáis partidario de las invenciones nuevas, no desespero de veros venir un día a tomar el pulso al rey con la pica en la mano y el gorro colorado en la cabeza.

La reina, medio burlándose y medio incomodada, viendo que no podía sacar partido de aquel hombre, se marchó.

Madame Isabel se disponía a seguirla, pero Gilberto, con tono casi de súplica, la dijo:

—Señora, no dudo que amáis a vuestro hermano, ¿no es cierto?

—¡Oh!, no sólo le amo, sino que le adoro —contestó la princesa.

—¿Queréis transmitirle un buen consejo, un consejo de amigo?

—¡Oh!, hablad; si el consejo es realmente bueno…

—A mi modo de ver, excelente.

—En ese caso, hablad.

—Señora, decidle que cuando caiga su ministro feuillant[47], lo cual no tardará mucho en suceder, tome un ministro que lleve en la cabeza el gorro colorado que tanto asusta a la reina.

Y saludando profundamente a madame Isabel, se retiró.