En su galano y enérgico discurso sobre los emigrados, Brissot manifestó claramente las intenciones de los reyes y el género de muerte que reservaban a la Revolución.
¿Sería degollada?
No, la ahogarían.
Después de haber presentado el cuadro de la liga europea; después de haber mostrado aquel círculo de soberanos, los unos con la espada en la mano, arbolando francamente el estandarte del odio, los otros ocultando aún el rostro bajo la máscara de la neutralidad, hasta que pudiesen descubrirlo.
—¡Sea, pues! —exclamó—, aceptamos el reto de la Europa aristocrática; más aún, prevengámoslo; ¡no esperemos a que nos ataque, ataquémosla!
Un aplauso inmenso contestó a esta frase del orador.
Brissot, hombre de instinto más bien que de genio, acababa de formular el pensamiento que había presidido a las elecciones de 1791: la guerra.
No la guerra egoísta que declara un déspota para vengar un insulto hecho a su trono, a su nombre o al de uno de sus aliados, o para agregar una provincia a su reino o a su imperio; sino esa guerra que lleva consigo el soplo de vida; la guerra, cuyos clarines dicen allí donde resuenan: «¡Levantaos los que queréis ser libres, os traemos la libertad!».
Y, en efecto, el mundo comenzaba a oír un gran murmullo, que aumentaba y subía como el ruido de la marea.
Ese murmullo era el rumor de treinta millones de voces, que Brissot había traducido por estas palabras: «No esperemos a que nos ataque; ataquémosla».
Desde el momento en que un aplauso universal había contestado a estas palabras amenazadoras, la Francia era fuerte; no sólo debía atacar, sino que llevaba consigo la victoria.
Quedaban los detalles. Nuestros lectores han debido apercibirse de que es un libro de historia, y no una novela, lo que escribimos; nos toca, pues, exponer cuanto concierne a esta época, de que probablemente no volveremos a ocuparnos, y de la cual hemos ya tomado, Blanca de Beaulieu, El Caballero de Casa-Roja, y un libro escrito ya, y que pronto se publicará.
Vamos, sin embargo, a tocar rápidamente esas cuestiones de detalle, a fin de llegar lo más pronto posible a los acontecimientos que nos quedan por referir, y en los que toman parte más particularmente los personajes de nuestra obra.
Los acontecimientos de la Vendée, la matanza de Aviñón, los insultos de Europa, produjeron en la Asamblea el efecto del rayo. El 20 de octubre, Brissot se había contentado con pedir un impuesto sobre los bienes de los emigrados; el 25, Condorcet condenó esos bienes al secuestro, y pidió se exigiese a sus dueños el juramento cívico. ¡El juramento cívico a hombres que se armaban contra Francia!
Entonces aparecieron dos hombres, que llegaron a ser uno el Barnave y otro el Mirabeau de la nueva Asamblea: Vergniaud e Isnard.
Vergniaud, una de esas figuras dulces, poéticas y simpáticas, que arrastran consigo las revoluciones, era hijo de la fértil Limoges; amable, pausado, afectuoso más bien que apasionado, de familia buena y acomodada, protegido por Turgot, intendente del Limousin, y enviado por él a las aulas de Burdeos, su dicción era menos ruda, menos violenta que la de Mirabeau, y aunque inspirada por los autores griegos y un poco recargada de mitología, era menos prolija, menos jurisperita que la de Barnave. Lo que constituyó la parte viva, influyente de su elocuencia, fue la nota humana que hizo vibrar siempre en la Asamblea; aun en medio de los ardientes y sublimes arranques de la tribuna, se oía salir de su pecho el acento de la naturaleza o de la piedad; jefe de un partido agresivo, violento, disputador, siempre dominó tranquilo y con dignidad la situación, aunque esta fuese mortal; sus enemigos le apellidaban indeciso, sin energía, indolente; preguntábanse a veces dónde se hallaba su alma, ausente al parecer, y tenía razón: su alma no habitaba dentro de él sino cuando hacía un esfuerzo para encadenarla en su pecho; su alma entera se hallaba en una mujer: erraba en los labios, se reflejaba en los ojos, vibraba en el arpa de la buena, de la bella, de la encantadora Candeille.
Isnard, al contrario de Vergniaud, que era un hombre tranquilo, Isnard era el eco de la cólera de la Asamblea. Nacido en Grasse, país de los perfumes y del mistral, poseía los repentinos y violentos furores del gigantesco huracán que con igual facilidad arranca las rocas y deshoja las rosas: su voz estalló en la Asamblea como uno de los truenos imprevistos de las primeras tempestades del estío. La Asamblea, al oír su acento, se estremeció; las personas más distraídas levantaron la cabeza, y todas se disponían a preguntar, como Caín al oír la voz de Dios: «¿Os dirigís a mí, Señor?».
En aquel momento, multitud de voces comenzaban a interrumpirle.
«Yo pregunto a la Asamblea —exclamó Isnard—, a la Francia, al mundo y a vos —designando al interruptor—, pregunto si hay alguno que de buena fe y en conciencia se atreva a sostener que los príncipes emigrados no conspiran contra la patria, y que todo hombre que conspira no debe ser en el acto acusado, perseguido y castigado. Si hay alguno, que se levante. Se dice que la indulgencia es el deber de la fuerza, y que ciertas potencias están desarmándose; y yo digo que es preciso vigilar, que el despotismo y la aristocracia no han muerto ni están dormidos, y que si las naciones llegan a aletargarse un instante, se despiertan después encadenadas. De todos los crímenes, el menos perdonable es el que tiene por objeto conducir al hombre a la esclavitud; si el fuego del cielo estuviese al arbitrio de los mortales, sería necesario hacerle caer sobre los que atentan a la libertad de los pueblos».
Esta era la primera vez que se oían palabras semejantes; esa elocuencia salvaje arrastró a todos como la avalancha que baja de los Alpes arrastra árboles, ganados, pastores y edificios.
En la misma sesión quedó decretado:
«Que si Luis Estanislao Javier, príncipe francés, no volvía en el término de dos meses, abdicaba su derecho a la regencia».
Después, el 8 de noviembre:
«Que si los emigrados no volvían para el 1 de enero, serían declarados culpables de conspiración, perseguidos y castigados con la muerte».
Después, el 29 de noviembre, se trató de los eclesiásticos, y quedó decidido:
«Que el juramento cívico sería exigido en el término de ocho días.
»Que los que rehusasen prestarle serían declarados como sospechosos de sedición, y sometidos como tales a la vigilancia de las autoridades.
»Si se hallasen en un pueblo donde ocurriesen desórdenes religiosos, el directorio del departamento podría extrañarlos de su domicilio ordinario.
»Si desobedecían, serían puestos en prisión por un año lo más, y si provocaban la desobediencia, por dos.
»El pueblo donde la fuerza armada se viese precisada a intervenir, soportaría los gastos que se originasen.
»Las iglesias no debían servir en lo sucesivo más que para el culto sostenido por el Estado; las que no fuesen necesarias, podrían ser compradas para un culto diferente, pero no por los que rehusasen el juramento.
»Las municipalidades debían enviar a los departamentos, y estos a la Asamblea, la lista de los clérigos que hubiesen jurado y la de los que hubiesen rehusado jurar, acompañada de observaciones sobre cualquier coalición, ya entre ellos o con los emigrados, al objeto de que la Asamblea proveyese a los medios de estirpar la rebelión. “Que la Asamblea consideraría como un beneficio la publicación de obras que pudiesen ilustrar a los habitantes de los campos sobre las pretendidas cuestiones religiosas, y que la Asamblea haría imprimir esas publicaciones y recompensaría a sus autores”».
Ya hemos dicho lo que sucedió a los constituyentes, llamados por otro nombre constitucionales, y también cuál fue el objeto de la fundación del club de los Fuldenses.
El espíritu estaba perfectamente en armonía con el departamento de París.
Ese espíritu era el de Barnave, Lafayette, Lameth, Duport y Bailly, quien todavía era corregidor de París, aunque iba muy pronto a dejar de serlo.
En el decreto sobre los clérigos sólo vieron un decreto contra la conciencia pública, y en el de los emigrados otro contra los vínculos de la familia, y un medio de ensayar el poder del rey.
El club de los Fuldenses preparó, y el departamento de París firmó, una protesta contra esos decretos, en la cual pedían a Luis XVI que ejerciese su prerrogativa del veto.
¿Qué significaba aquella protesta? El hombre que primeramente había atacado al clero, el Mefistófeles que con la punta de su pie había roto el hielo, Talleyrand, en fin, no veía siempre claro en la revolución.
El rumor sobre el veto se propagó de antemano.
Los Franciscanos se valieron de Camilo Desmoulins, ballestero de la revolución, a quien se ve siempre dispuesto a dar en el blanco con la flecha.
Este hizo también su petición.
Pero como era tartamudo, encargó a Fauchet que la leyese.
Fauchet la leyó.
Concluida la lectura, todo el mundo aplaudió.
Era imposible manejar la cuestión con más ironía, ni tratar de ella más a fondo.
Acordándonos de la máxima de un gran político, Maquiavelo, dijo el compañero de colegio de Robespierre y el amigo de Danton, el cual sentaba que «Si el príncipe debe renunciar a la soberanía, la nación sería demasiado injusta y cruel en extrañar que él se oponga constantemente a la voluntad general, porque es difícil, y aun contra la naturaleza, bajar voluntariamente de un puesto tan alto».
Nosotros no nos quejamos, por la Constitución que concede el veto, ni del derecho que le usa. Penetrados de la verdad de la máxima de Maquiavelo, y tomando por ejemplo el mismo Dios, cuyos mandamientos no son imposibles, no exigiremos del exsoberano un amor imposible a la soberanía nacional, y no extrañamos que oponga el veto, aun a los mejores decretos.
Según hemos dicho, la Asamblea aplaudió y adoptó la petición, decretó su inserción en el acta y la remisión de esta a los departamentos.
Aquella misma noche, los Fuldenses se alarmaron.
Muchos individuos del club, que lo eran también de la Asamblea, no habían asistido a la sesión.
Eran en número de doscientos setenta.
Se anuló el decreto en medio de los silbidos de las tribunas.
Esto equivalía a una guerra entre la Asamblea y el club, el cual en lo sucesivo se apoyó más en los Jacobinos, representados por Robespierre, y sobre los Franciscanos, que Danton simbolizaba.
En efecto, Danton se presentó: su gran cabeza sobresalía de las demás; como el gigante Adamastor, se elevaba ante el trono, y decía: «¡Cuidado, el mar dónde navegas, se llama el piélago de las tempestades!».
A esto se reunía que la reina dio repentinamente su apoyo a los Jacobinos contra los Fuldenses.
El odio de María Antonieta ha sido para la Revolución lo que las borrascas y los torbellinos para el Atlántico.
La reina aborrecía a Lafayette, que la salvó el 6 de octubre, y por la cual perdió su popularidad.
Lafayette aspiraba a reemplazar a Bailly.
La reina, lejos de ayudarle, hizo votar a los realistas en favor de Pétion. ¡Extraña ceguedad! ¡En favor de Pétion, que había sido su brutal compañero en el viaje de Varennes!
El 19 de diciembre, el rey fue a la Asamblea a presentar el veto al decreto contra los clérigos.
La Víspera había habido una gran demostración en el club de los Jacobinos.
Virchaux, suizo, natural de Neufchatel, el mismo que en el Campo de Marte escribía la petición en favor de la República, llevó a los Jacobinos una espada de Damasco, que se ofrecía al primer general que venciese a los enemigos de la libertad.
Isnard, que estaba allí, tomó la espada de manos del republicano, subió a la tribuna y la desenvainó, diciendo:
—¡He aquí la espada del ángel exterminador! Esta será victoriosa. La Francia lanzará un poderoso grito y los pueblos responderán; la tierra entonces se cubrirá de combatientes, y los enemigos de la libertad serán borrados de la lista del linaje humano.
No hubiera dicho mejor Ezequiel.
Esa espada no debía envainarse; la guerra era intestina y extranjera.
La espada del republicano de Neufchatel debía herir primeramente al rey de Francia, y después de este a los reyes extranjeros.