Capítulo CXXVII

Hemos dicho anteriormente que la nueva Asamblea había sido enviada en particular contra la nobleza y el clero.

Esto era una verdadera cruzada, con la diferencia de que el lema Dios lo quiere, que llevaban los estandartes, se substituía con el de El pueblo lo quiere.

El 9 de octubre, día en que Lafayette presentó su dimisión, Gallois y Gensonné leyeron su informe sobre las turbulencias religiosas de la Vendée.

El informe era prudente y moderado, y por esto causó en la Asamblea una profunda impresión.

¿Quién lo había inspirado, si no lo escribió?

Un político muy hábil, que no tardaremos mucho en ver en la escena y en nuestro libro.

La Asamblea se mostró tolerante.

Fauchet, uno de sus individuos, pidió tan sólo que el Estado cesase de pagar a los clérigos que se mostrasen sordos a su voz, aunque señalándose pensiones a los refractarios que fuesen ancianos o enfermos.

Ducos pidió más: invocó la tolerancia y propuso que se dejase libertad para prestar o no juramento.

El obispo constitucional Torne, fue más lejos aún: declaró que la negativa misma de los sacerdotes revelaba grandes virtudes.

Vamos a ver ahora cómo correspondieron a esta tolerancia los devotos de Aviñón.

Después del debate acerca de los sacerdotes constitucionales no terminado aún, se trató de los emigrados.

Esto era pasar de la guerra interior a la exterior, es decir, tocar las dos heridas de Francia.

Fauchet había tratado la cuestión del clero, y Brissot trató la de la emigración.

Y lo hizo de una manera elevada y humana, tomándola desde donde un año antes Mirabeau la había dejado caer de sus manos moribundas.

Pidió que se estableciese una diferencia entre aquellos a quienes el miedo obligó a emigrar y los que emigraron por odio a la revolución; añadiendo que con los unos debía mostrarse indulgencia y con los otros severidad.

Según su parecer no se podía encarcelar a los ciudadanos en el reino, sino que, por el contrario, se debían dejar las puertas abiertas a todos.

Se opuso a la confiscación de los bienes de los que habían emigrado por odio.

Y pidió solamente que se dejase de pagar a los que se habían armado contra Francia.

¡En efecto, era maravilloso que Francia continuase pagando en los países extranjeros a los Condé, a los Lámbese y a los Carlos de Lorena!

Vamos a ver cómo correspondieron los emigrados a esta moderación.

Al acabar Fauchet su discurso se recibieron noticias de Aviñón.

Cuando Brissot terminó el suyo, llegaron las de Europa. Además, hacia occidente apareció como el resplandor de un incendio violento: eran noticias de América.

Empecemos por Aviñón, y tracemos en pocas palabras la historia de esta segunda Roma.

Benito XI murió, en 1304, de una manera escandalosamente súbita, y se dijo que fue envenenado con higos.

Felipe el Hermoso, que había abofeteado a Bonifacio VIII por medio de Colonna, tenía los ojos fijos en Perusa, donde se celebraba el concilio.

Hacía mucho tiempo que estaba pensando en trasladar la corte papal de Roma a Francia, con el objeto de someterla a su autoridad, hacerla trabajar en provecho suyo, y como dice nuestro gran maestro Michelet, «para dictarle bulas lucrativas y explotar su infalibilidad».

Cierto día le llegó un mensajero rendido de cansancio, y que apenas podía hablar.

Venía a traer esta noticia: el partido francés y el antifrancés se equilibraban tan bien en el cónclave, que ningún papa resultaría de los escrutinios, por lo cual se hablaba de reunir otro en una ciudad diferente.

Esta resolución no convenía a los de Perusa, los cuales consideraban como un honor que se eligiese un papa en su ciudad.

Por eso se valieron de un medio ingenioso.

Establecieron un cordón en torno del cónclave, para impedir que los cardenales recibiesen cosa alguna de comer y beber.

Los cardenales pusieron el grito en el cielo, y sus gritos fueron contestados con este otro por los habitantes de Perusa:

—Nombrad un papa, y se os dará de comer y beber.

Los cardenales se sostuvieron veinticuatro horas.

Pero al cabo de ellas, decidieron:

Que el partido antifrancés elegiría tres cardenales, entre los cuales el partido francés elegiría el papa.

Los tres elegidos fueron tres enemigos declarados de Felipe el Hermoso.

Pero contábase entre ellos Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos, en el cual se sabía que predominaba el amor a su propio interés más aún que el odio a Felipe el Hermoso.

La noticia fue comunicada por un mensajero.

Este último fue quien recorrió el camino cuatro días y cuatro noches, y el que llegó casi muerto de cansancio.

No había tiempo que perder.

Felipe el Hermoso envió un expreso a Bertrand de Got, que ignoraba aún completamente el alto puesto a que se le había elevado, y le dio cita en el bosque de Andelys.

La noche era oscura, noche propia de evocación, y la entrevista tenía lugar en una encrucijada en que desembocaban tres caminos; en condiciones análogas, los que deseaban obtener favores sobrehumanos evocaban al diablo, y jurándole ser vasallos suyos, besaban la hendida pezuña de Satanás.

Pero, sin duda para tranquilizar al arzobispo, se comenzó por oír la misa, y después, en el momento de la elevación, el rey y el prelado se juraron el secreto; luego se apagaron los cirios; y el que ayudaba a misa se alejó seguido de los monaguillos, llevándose la cruz y los vasos sagrados, como si hubiese temido que se cometiera una profanación.

El arzobispo y el rey quedaron solos.

¿Quién dio cuenta a Villani de lo que vamos a decir, a Villani, que es quien nos lo comunica?

Satanás tal vez, que seguramente tomaría parte en el diálogo.

—Arzobispo —dijo el rey a Bertrand de Got—, puedo hacerte papa, y por eso he venido a verte.

—¿Dónde está la prueba? —preguntó Bertrand de Got.

—Aquí, mírala —dijo el rey.

Y le mostró una carta de los cardenales, en la cual no le decían que la elección estaba hecha, sino que le preguntaban a quien debían elegir.

—¿Qué debo hacer para ser papa? —preguntó el gascón, loco de alegría y arrojándose a los pies de Felipe el Hermoso.

—Comprometerte —contestó el rey—, a concederme las seis gracias que te pida.

—Decidlas —contestó Bertrand de Got; soy vuestro súbdito y es mi deber obedeceros.

El rey lo levantó, le besó y le dijo:

—Las seis gracias especiales que te pido son:

Bertrand de Got escuchaba con la mayor atención, temiendo, no que el rey le pidiera cosas que comprometiesen su salvación, sino cosas imposibles.

—La primera —dijo Felipe—, es que me reconcilies con la Iglesia, y me hagas perdonar el atentado cometido por mí haciendo prender, en Anagni, al papa Bonifacio VIII.

—¡Concedido! —se apresuró a decir Bertrand de Got.

—La segunda, que nos vuelvas a la comunión a mí y a los míos.

Felipe el Hermoso estaba excomulgado.

—¡Concedido! —dijo Bertrand—, asombrado de que le pidieran tan poco para hacerle tan grande.

Cierto que aún restaban cuatro peticiones.

—La tercera es que me cedas, durante cinco años, los diezmos del clero en mi reino, a fin de contribuir a los gastos hechos en la guerra de Flandes.

—¡Concedido!

—La cuarta, que anules y destruyas la bula del papa Bonifacio: Ausculta fili.

—¡Concedido, concedido!

—La quinta, que reintegres en la dignidad cardenalicia a Marco Jacobo y a Pedro Colonna, y que con ellos nombres cardenales a varios amigos míos.

—¡Concedido, concedido, concedido!

Y viendo que Felipe guardaba silencio, el arzobispo preguntó con inquietud:

—¿Y la sexta, monseñor?

—Me reservo hablar de ella en tiempo y lugar oportunos —contestó Felipe el Hermoso—, porque es una cosa grande y secreta.

—¡Grande y secreta! —repitió Bertrand de Got.

—Sí, grande y secreta y deseo que me la jures anticipadamente sobre el crucifijo.

Y sacando uno de su pecho, se lo presentó al arzobispo.

Este último no vaciló un momento; era la última zanja que debía franquear: hecho esto, sería papa.

Y extendiendo su mano sobre la imagen del Salvador, dijo:

—¡Lo juro!

—Está bien —replicó el rey—. ¿En qué ciudad de mi reino quieres ser coronado?

—En Lyon.

—Ven conmigo; ya eres papa bajo el nombre de Clemente V.

Y Clemente V siguió a Felipe el Hermoso, pero asaz inquieto por aquella sexta petición que su soberano se reservaba.

Mas cuando lo supo, vio que era poca cosa y no opuso dificultad; reducíase a suprimir la Orden de los Templarios.

Nada de esto estaba sin duda conforme con los designios de Dios, y el Señor manifestó su descontento de una manera bien evidente.

En el momento de salir de la iglesia en que Clemente V había sido coronado, el cortejo pasó por delante de un muro cargado de espectadores; el muro se hundió, hirió al rey, mató al duque de Bretaña y derribó en tierra al papa.

La tiara cayó, y el símbolo del papado rodó por el suelo.

Ocho días después, en un banquete dado por el nuevo papa, los servidores de su Santidad y los de los cardenales vinieron a las manos.

El hermano del papa quiso separarlos y fue muerto.

Todos estos eran malos presagios.

Y sin embargo, Clemente V cumplía todas sus promesas. Felipe había elegido un papa a su gusto.

Cada día, así como el mercader de Venecia, arrancaba a su deudor una libra de carne de la parte que más le convenía.

Bonifacio VIII fue declarado hereje y falso papa; el rey quedó relevado de su excomunión; los diezmos por cinco años se concedieron; expidiéronse doce nombramientos de cardenales en favor a las hechuras del monarca; la bula de Bonifacio VIII, que cerraba a Felipe el Hermoso el tesoro eclesiástico, fue revocada; la orden del Temple abolida y reducidos a prisión los Templarios. El día 1 de mayo de 1308 murió el emperador Alberto de Austria.

Felipe el Hermoso tuvo entonces la idea de hacer elegir emperador a su hermanó Carlos de Valois.

Clemente IV debía maniobrar también para conseguir este resultado.

La servidumbre del hombre vendido continuaba, y Bertrand de Got, del todo ligado, debía ser precipitado en el abismo por el rey de Francia.

Tuvo al fin la veleidad de querer deshacerse de su opresor.

Clemente V escribió ostensiblemente en favor de Carlos de Valois, pero en secreto contra él.

A partir de aquel momento era necesario pensar en salir del reino, en el cual su vida se hallaba en tanta menor seguridad, cuanto que el nombramiento de los doce cardenales ponía en manos del rey de Francia las futuras elecciones pontificales.

Clemente V se acordó de los higos de Benedicto XI. Hallábase en Poitiers.

De noche consiguió escapar y refugiarse en Aviñón. Bastante difícil es explicar lo que era Aviñón. Aviñón era la Francia y no lo era.

Era una frontera, una tierra de asilo, un resto de imperio, un antiguo municipio, una república como San Marino.

Pero estaba gobernada por dos reyes. El de Nápoles, como conde de Provenza. El de Francia, como conde de Tolosa. Cada uno de ellos tenía el señorío de la mitad de Aviñón. Y ninguno podía prender a un fugitivo en el territorio del otro.

Clemente V se refugió, como era natural, en la porción de la ciudad correspondiente al rey de Nápoles.

Así escapaba de las manos de Felipe el Hermoso, pero no de la maldición del gran maestre de los Templarios. Al subir a la pira para él destinada en el terraplén levantado en la isla de la Cité, Jacobo de Molay había emplazado a sus dos verdugos para que compareciesen ante Dios a fines del año.

Clemente V fue el primero que obedeció a la fúnebre citación. Una noche soñó que veía su palacio ardiendo; y desde entonces, dice su biógrafo, no volvió a estar alegre y vivió poco.

Siete meses después llegó el turno a Felipe. ¿Cómo murió?

Dos versiones hay respecto a su muerte. Ambas parecen ser la venganza permitida por Dios. La crónica traducida por Sauvage le hace morir en una cacería.

«Vio venir hacia él un ciervo, tiró de su espada, picó espuelas al caballo, y creyendo herir al ciervo, su montura le hizo tropezar contra un árbol, con fuerza tal, que el buen rey cayó a tierra gravemente herido en el corazón, y se le condujo a Corbeil».

Allí, según la crónica, la enfermedad se agravó hasta causarle la muerte.

Como se ve, el mal no podía ser más grave. Guillermo de Nangis, por el contrario, refiere su muerte de este modo:

«Felipe el Hermoso, rey de Francia, fue atacado de una enfermedad crónica, cuya causa era desconocida de los médicos, y fue, no sólo para estos, sino para otras muchas personas, motivo de extrañeza y admiración, porque ni el pulso ni la orina indicaban síntoma alguno de enfermedad, ni el menor peligro de muerte. En fin, se hizo conducir por los suyos a Fontainebleau, lugar de su nacimiento…, y allí, después de recibir el viático con un fervor y una devoción admirables, en presencia y a la vista de muchas personas, entregó su alma al Creador, en la confesión de la fe verdadera y católica, el trigésimo año de su reinado, en día de viernes, víspera de la fiesta del apóstol San Andrés».

Hasta Dante encuentra otra muerte para el hombre a quien aborrecía.

Le hace morir de una dentellada que un jabalí le infirió en el Vientre.

«Murió de una dentellada —dice el ladrón a quien se vio falsificar moneda a orillas del Sena».

Los papas que residieron en Aviñón después de Clemente V, es decir, Juan XXII, Benito XII y Clemente VI, aguardaban una oportunidad para comprarle. Esta ocasión se presentó para el último. Juana de Nápoles, menor de edad aún, la cedió en cambio de la absolución de un asesinato cometido por sus amantes.

Llegada a la mayoría protestó contra esta cesión; pero Clemente VI no atendió a su demanda.

Cuando Gregorio XI trasladó, en 1377, su silla a Roma. Aviñón quedó sometido a la Santa Sede y fue administrado por un legado.

Así continuaba aún en 1791, cuando tuvieron lugar los acontecimientos que han sido causa de esta larga digresión.

En Aviñón existían dos, poblaciones, como en los tiempos en que se hallaba dividido entre el rey de Nápoles, conde de Provenza, y el rey de Francia, conde de Tolosa, el Aviñón de los sacerdotes y el Aviñón de los comerciantes. El primero tenía cien iglesias, doscientos claustros y su palacio del papa.

El segundo su río, sus obreros de sedería, y su tránsito formando cruz de Lyon a Marsella y de Nimes a Turín.

Había hasta cierto punto en aquella desgraciada ciudad, franceses del rey y francesas del papa.

Los hijos de Francia eran franceses de veras; los de Italia eran casi italianos.

Los primeros, es decir, los comerciantes, se afanaban trabajando para vivir y alimentar a sus mujeres e hijos, y lo conseguían difícilmente.

Los segundos, es decir, los sacerdotes, lo poseían todo, riqueza y poder; eran abates, obispos, arzobispos, cardenales; ociosos, elegantes, atrevidos, currutacos de las grandes damas y dueños entre las mujeres del pueblo, que se arrodillaban a su paso para besarles las blancas manos. ¿Queréis un tipo?

Tomad el bello abate Maury, franco-italiano del Condado, hijo de un zapatero, aristócrata como Lauzun, orgulloso como un Clermont-Tonnerre, e insolente como un lacayo.

En todas partes, antes de ser hombres, y por lo tanto antes de tener pasiones, los niños se aman.

En Aviñón se nace aborreciendo.

El 14 de septiembre —en tiempo de la Constitución—, un decreto del rey había agregado a Francia Aviñón y el condado Venesino.

Hacía un año que Aviñón se hallaba tan pronto en manos del partido francés como en las del antifrancés.

La tormenta había empezado en 1790.

Una noche los papistas se divirtieron en ahorcar un maniquí con los tres colores nacionales.

Al verlo, a la mañana siguiente, Aviñón se enfureció.

Arrancaron de su casa a cuatro papistas y dos nobles y los ahorcaron en el sitio que ocupaba el maniquí.

Los jefes del partido francés eran dos jóvenes, Duprat y Mainvielle, y un hombre ya de edad llamado Lescuyer.

Este último, francés en toda la extensión de la palabra, era natural de Pícard, de carácter ardiente y reflexivo a la vez, y se hallaba establecido en Aviñón en calidad de notario y secretario del municipio.

Los tres jefes habían reunido algunos soldados, dos o tres mil quizá, y con ellos intentaron contra Carpentras una expedición que no tuvo resultado.

Una lluvia fría mezclada con granizo, una de esas lluvias que bajan del monte Ventoux, había dispersado el ejército de Mainvielle, de Duprat y de Lescuyer, como la tempestad dispersó la flota de Carlos V.

¿Quién hizo caer aquella lluvia milagrosa que había dispersado el ejército revolucionario? ¡La virgen!

Pero Duprat, Mainvielle y Lescuyer sospecharon que un catalán llamado el caballero Patrix, a quien habían nombrado general, secundó tan eficazmente a la virgen en el milagro, que le atribuyeron todo el resultado.

Pronto se hace en Aviñón justicia de una traición.

Y Patrix fue muerto.

¿De qué se componía el ejército que representaba el partido francés?

De campesinos, mandaderos y desertores.

Se buscó un hombre del pueblo para ponerle a la cabeza de aquellos.

Y creyeron hallarlo en un tal Mateo Joux, que se hacía llamar Jourdan.

Era natural de Saint-Juste, cerca de Puy-eu-Velay; había sido primeramente arriero, luego soldado, y después tabernero en París.

Se jactaba de haber cometido crímenes y asesinatos. Enseñaba un gran sable, con el cual, según él, había cortado la cabeza al gobernador de la Bastilla y a los dos guardias de corps del 6 de octubre.

En parte por mofa y algo por miedo, al sobrenombre de Jourdan, que él se había dado, el pueblo agregó el de Cortacabezas.

Duprat, Mainvielle, Lescuyer y su general Jourdan Cortacabezas, habían sido bastante tiempo dueños de la ciudad, para que se empezara a temerles menos.

Y se organizó contra ellos una sorda y vasta conspiración, bien urdida y tenebrosa, como son las de los clérigos.

Se trataba de despertar las pasiones religiosas.

Una mujer dio a luz un niño sin brazos.

Pronto circuló, el rumor de que el padre, habiendo robado cierta noche, en una iglesia, un ángel de plata, le había roto un brazo.

El niño sin brazos sería un castigo del cielo, según se dijo.

El padre se vio obligado a ocultarse, pues le hubieran hecho pedazos, sin averiguar siquiera en qué iglesia había robado el ángel.

Pero la virgen era sobre todo la que protegía a los realistas, bien fuesen chuanes[45] en Bretaña o papistas en Aviñón.

En 1789 la virgen había derramado lágrimas en una iglesia de la calle del Bac.

En 1799 se había aparecido en un seto vendeano, detrás de una añosa encina.

El 1791 dispersó por medio del granizo el ejército de Duprat y de Mainvielle.

En fin, en la iglesia de los Franciscanos se ruborizó, avergonzada sin duda por la indiferencia del pueblo de Aviñón.

Este último milagro, confirmado sobre todo por las mujeres —pues los hombres no le daban gran crédito—, había levantado bastante los ánimos, cuando se difundió por todo Aviñón un rumor de naturaleza bien diferente.

Se había sacado de la ciudad un gran cofre lleno de plata labrada.

Al día siguiente no era solamente un cofre, sino seis.

Al inmediato eran ya dieciocho, muy llenos.

¿Qué plata labrada contenían aquellos cofres?

Los efectos del Monte de Piedad, que el partido francés, al evacuar la ciudad se llevaba consigo, según dijeron.

Al circular esta noticia pasó sobre Aviñón el viento que precede a la tempestad, el famoso y formidable murmullo, término medio entre el rugido del tigre y el silbido de la serpiente.

La miseria era tan grande en Aviñón, que todos habían empeñado alguna cosa.

Los más pobres se creyeron arruinados, por poco que fuese lo que habían dejado en prenda.

Un rico se arruina por un millón y un pobre por un harapo, todo es relativo.

Era el 16 de octubre, un domingo por la mañana. Los campesinos de los alrededores habían ido a la ciudad a oír misa.

Todos estaban armados, pues en aquella época nadie salía de su casa de otra manera.

El momento, pues, se había escogido con oportunidad y además el golpe estaba dado.

Allí no había partido francés ni antifrancés; no había más que ladrones que habían cometido un robo infame, pues despojaban a los pobres.

La multitud se agolpaba en la iglesia de los Franciscanos: campesinos, propietarios, artesanos, mandaderos, blancos, rojos, tricolores, todos gritaban que era necesario que en el instante mismo, sin tardanza alguna, el ayuntamiento les diese cuentas, por conducto de su secretario el señor Lescuyer.

¿Por qué la cólera popular caía sobre él? No se sabe. Pero cuando se debe arrancar violentamente la vida a un hombre, hay fatalidades de esas. De repente entran con Lescuyer en el templo. Trataba de refugiarse en la municipalidad cuando fue reconocido; y no le detuvieron, sino que le empujaron a puñadas, a puntapiés y a palos hasta la iglesia.

Llegado a ella, el infeliz, pálido, aunque tranquilo, subió al púlpito para justificarse.

Era cosa bien fácil; tan sólo debía decir: «Abrid el Monte de Piedad al pueblo, y verá que se hallan allí los objetos que se nos acusa de haber sustraído». Pero comenzó:

—Hermanos míos, he creído que la Revolución era necesaria, y he contribuido a ella cuanto he podido…

Pero no le dejaron ir más adelante, temiendo que se justificara.

El terrible murmullo empezó a mugir, impetuoso como el mistral.

Un cargador subió al púlpito y arrojó al infeliz a la jauría.

Entonces resonó un grito de alegría.

Y Lescuyer fue arrastrado hasta el altar.

Allí debía degollarse al revolucionario, para que su sacrificio fuese agradable a la virgen.

En el coro logró desasirse de sus asesinos y se refugió en uno de los sitiales.

Una mano caritativa le dio con qué escribir.

Necesario era que escribiese lo que no le habían dejado tiempo para decir.

Un socorro inesperado le concedía un momento de tregua.

Un caballero bretón, que se hallaba allí de paso para Marsella, entró casualmente en la iglesia, se compadeció de la víctima, y con el valor y la pertinacia de un buen bretón se empeñó en salvarle. Dos o tres veces había desviado ya los palos y los cuchillos dirigidos contra el pobre hombre, exclamando: «¡Señores, en nombre de la ley! ¡Señores, en nombre del honor! ¡Señores, en nombre de la humanidad!».

Pero entonces los palos y los puñales se volvían contra él, sin que por eso dejase de escudar con su cuerpo a Lescuyer, exclamando: «¡Señores, en nombre de la humanidad!».

Por último, el pueblo se cansó de verse privado tanto tiempo de su presa, cogió al caballero y se lo llevó para ahorcarle.

Pero tres hombres lo libertaron, gritando:

—Acabemos antes con Lescuyer, que a este siempre lo encontraremos.

El pueblo comprendió la exactitud de este razonamiento y soltó al bretón.

Le obligaron a escapar.

Lescuyer no tuvo tiempo de escribir, y aunque lo hubiese tenido no habrían leído su billete, pues el tumulto era demasiado ruidoso.

Pero a pesar de este tumulto, Lescuyer divisó tras el altar una puertecilla de escape, y si llegaba hasta ella, tal vez podría salvarse.

Lanzóse hacia allí en el momento en que se le creía anonadado de terror.

Los asesinos se hallaban desprevenidos; Lescuyer iba a conseguir su objeto, cuando al pie mismo del altar, un tafetanero[46] le asestó en la cabeza un bastonazo tan terrible que el arma quedó rota.

Lescuyer cayó aturdido como un buey al recibir la mazada.

Este rodó hasta el pie del altar.

Las mujeres entonces, para castigar al que había pronunciado la blasfemia revolucionaria de «¡Viva la libertad!», le cortaron los labios en festones; los hombres bailaron sobre su vientre y lo molieron a pedradas como a San Esteban.

Con sus labios ensangrentados, Lescuyer gritaba:

—¡Por piedad, hermanos míos! ¡En nombre de la humanidad, hermanas mías, matadme!

Pero era pedir demasiado, y se le condenó a sufrir su agonía.

Esta le duró hasta la noche. El desdichado saboreó la muerte.

He aquí las noticias que llegaron a la Asamblea legislativa, como contestación al filantrópico discurso de Fauchet.

Verdad es que dos días después llegó otra noticia. Duprat y Jourdan habían sido advertidos de lo que pasaba.

Pero ¿dónde hallarían su gente dispersa? A Duprat le ocurrió la idea de tocar, por vía de llamada, la famosa campana de plata, que sonaba sólo en dos ocasiones: en la consagración y muerte de los papas.

Su tañido, raro y misterioso, se hacía oír raras veces. En esta ocasión produjo dos efectos contrarios.

Llenó de espanto el corazón de los papistas y reanimó el valor de los revolucionarios.

Al oír el toque de rebato, dado por aquella campana singular, las gentes del campo salieron de la ciudad y se dirigieron precipitadamente cada cual a su morada.

Jourdan reunió, por medio de la extraña generala, unos trescientos de sus soldados.

Ocupó las puertas de la ciudad, dejando en ellas ciento cincuenta hombres.

Con los otros restantes se encaminó a la iglesia de los Franciscanos.

Llevaba dos cañones; los apuntó a la multitud e hizo fuego.

Luego entró en la iglesia.

El templo estaba desierto; Lescuyer yacía al pie del altar de la virgen que hacía tantos milagros, y que esta vez no se dignó extender su mano divina para salvar al desdichado.

Habríase dicho que no podía morir; aquel sangriento despojo era una pura llaga, pero estaba fuertemente adherido a la vida.

Fue llevado así por las calles; todas las puertas, todas las ventanas se cerraban con estrépito a su paso, y todos gritaban al cerrarlas:

—¡Yo no estaba en los Franciscanos!

El terror era tal, que Jourdan y sus ciento cincuenta hombres podían hacer cuanto quisiesen de Aviñón y sus treinta mil habitantes.

Y, en efecto, hicieron en pequeño lo que Marat y Pañis hicieron en París el 2 de septiembre.

Luego se verá por qué decimos Marat y Pañis, y no Danton.

Degollaron sesenta u ochenta desgraciados, a quienes precipitaron por las mazmorras pontificales en la torre de la Nevera. La torre Trouillas, como la llaman en el país.

Esa fue la noticia que se recibió dos días después, y que hizo olvidar, por las terribles represalias, la muerte de Lescuyer.

En cuanto a los emigrados, que Brissot defendía, y a los cuales quería que se abriesen las puertas de Francia, he aquí lo que hacían en el extranjero:

Reconciliaban el Austria con la Prusia, y hacían amigas a dos enemigas naturales.

Hacían que la Rusia prohibiese a nuestro embajador presentarse en las calles de San Petersburgo, y enviase un ministro a los refugiados de Coblenza.

Hacían que Berna castigase a una población suiza que había entonado el Ca ira revolucionario.

Que Ginebra, patria de Rousseau, que tanto había trabajado para que la revolución se efectuase, dirigiese contra nosotros la boca de sus cañones.

Que el obispo de Lieja se negase a recibir un enviado francés.

Verdad es que los reyes obraban del mismo modo.

Rusia y Suecia devolvían a Luis XVI, sin abrirlos, los despachos en que les anunciaba haberse adherido a la Constitución.

España rehusaba recibir esos mismos despachos, pero contestaba entregando a la Inquisición un francés, que evitaba el sanbenito quitándose la vida.

Venecia arrojaba sobre la plaza de San Marcos el cadáver de un hombre, estrangulado de noche por orden del consejo de los Diez, con este cartel:

«Ahorcado por francmasón…».

En fin, el emperador y el rey de Prusia, contestaban con una amenaza.

«Nosotros deseamos —decían—, que se provea a la necesidad de tomar serias medidas, para que no se reproduzcan los acontecimientos que dan lugar a tan tristes presagios».

Así, la guerra civil en la Vendée, la guerra civil en el Mediodía, la amenaza extranjera por todas partes.

Luego, sobre la orilla opuesta del Atlántico, los gritos de toda la población de una isla que es pasada a cuchillo.

¿Qué ha ocurrido, pues, allá en el Occidente? ¿Quiénes son esos esclavos negros, que cansados de que los azoten se lanzan a la matanza?

Son los negros de Santo Domingo, que toman un sangriento desquite.

¿Cómo tuvieron lugar los sucesos?

En dos palabras —es decir, de una manera menos prolija, para Aviñón nos hemos dejado llevar—, en dos palabras vamos a explicarnos:

La Constituyente había prometido la libertad a los negros.

Ogé, joven mulato de corazón generoso, ardiente, decidido, había atravesado nuevamente los mares, llevando consigo el libertador decreto en el momento de ser expedido.

En su premura intimó al gobernador que lo publicase, no obstante que ninguna comunicación oficial se le había hecho.

El gobernador dio orden de prender a Ogé, el cual se refugió en la parte de la isla correspondiente a España.

Las autoridades españolas —cuyo gobierno, como hemos dicho, miraba con malos ojos la revolución— concedieron la extradición.

Ogé fue enrodado vivo.

El terror siguió a la ejecución: se le supusieron multitud de cómplices en la isla; los plantadores se constituyeron en jueces supremos y multiplicaron las ejecuciones. Una noche se sublevaron sesenta mil negros, y los blancos despertaron al fulgor del inmenso incendio que devoraba las plantaciones.

Ocho días después, el incendio se hallaba apagado con sangre.

¿Qué hacía la Francia, pobre salamandra encerrada en un círculo de fuego?

Vamos a verlo.