El 1 de octubre de 1791 debía celebrarse la inauguración de la Asamblea legislativa.
Billot como los otros diputados, llegó a París a fines de septiembre.
La nueva Asamblea se componía de setecientos cuarenta y cinco individuos; entre ellos se contaban cuatrocientos abogados y legistas; sesenta y dos literatos, periodistas y poetas; sesenta eclesiásticos constitucionales, es decir, que habían prestado juramento a la Constitución; y los otros doscientos tres eran propietarios y labradores como Billot u hombres que ejercían profesiones liberales y aun mecánicas.
Por lo demás, el carácter distintivo de los nuevos diputados era su juventud; los más de ellos no pasaban de veintiséis años, y habríase dicho que era una generación nueva y desconocida, enviada por Francia para romper con el pasado. Inquieta, turbulenta y revolucionaria, venía a combatir la tradición; casi todos eran hombres instruidos, unos poetas, como hemos dicho, otros abogados, otros químicos, todos llenos de energía, elocuentes, muy adictos a sus ideas, ignorantes hasta el último grado en asuntos políticos, sin experiencia, habladores, frívolos y camorristas. Evidentemente llevaban en sí esa cosa grande y terrible que se llamaba lo desconocido.
Esto en política equivale a la inquietud. Excepto a Condorcet y Brissot, se podía preguntar a todos esos hombres: «¿Quiénes sois?».
En efecto, ¿en dónde estaban las antorchas y las lumbreras de la Constitución? ¿Dónde los Mirabeau, los Sieyès, los Duport, los Bailly y los Robespierre, los Barnave y los Cazalès? Todos habían desaparecido.
Sólo se veían en ciertos asientos perdidos entre aquella ardiente juventud algunas cabezas blancas.
Los demás representaban la Francia joven y viril, la Francia de cabellos negros.
Hermosas cabezas que la revolución debía cortar, y que casi todas fueron, en efecto, cortadas.
Por lo demás, ya se empezaba a sentir la guerra civil y se veía venir la extranjera; todos esos jóvenes no habían sido siempre diputados, sino combatientes; la Gironda, que en caso de guerra había ofrecido poner en la frontera a todos los que tuvieran de veinte a cincuenta años, enviaba una vanguardia.
En esta figuraban los Vergniaud, los Guadet, los Gensonné, los Fonfrede y los Ducos; era, en fin, lo qué debía llamarse la Gironda, y dar su nombre a un partido, el cual, a pesar de sus faltas, es aún simpático por sus desventuras.
Nacidos en la guerra, entraban de un solo salto como los atletas, respirando el combate en la arena sangrienta de la vida política.
Con sólo verlos ocupar tumultuosamente sus asientos en la Cámara, se adivinaba el huracán que debían producir las borrascas del 20 de junio, del 10 de agosto y del 21 de enero.
La derecha quedó suprimida, y con ella la aristocracia.
La Asamblea entera estaba armada contra dos enemigos: la nobleza y el clero.
Si estos resisten, el mandato que aquella ha recibido se reduce todo a exterminarlos.
En cuanto al rey, se ha dejado a la conciencia de los diputados juzgar de la conducta que respecto a él debe observarse; se le compadece, y se espera que podrá sustraerse del triple poder de la reina, de la aristocracia y del clero; y si apoyase a estos, se le reduciría con ellos a la nada.
¡Pobre rey! Ya no se le daba este título ni era Luis XVI, ni Majestad: se le llamaba el poder ejecutivo.
Lo primero que hicieron los diputados al entrar en aquella sala, cuya distribución les era desconocida, fue mirar a su alrededor.
En ambos lados había una gran tribuna reservada.
—¿Para quién son esas tribunas? —preguntaron algunos.
—Para los diputados que acaban de salir —contestó el arquitecto.
—¡Oh, oh! —murmuró Vergniaud, ¿qué significa eso? ¿Una junta de censura? ¿La Legislativa es una cámara de representantes de la nación, o una clase de escolares?
—Esperemos para ver cómo se conducen nuestros maestros —dijo Herault de Sechelles.
—Ujier —exclamó Thuriot—, decid a esos señores, según vayan entrando, que en la Asamblea hay un hombre que estuvo a punto de arrojar al gobernador de la Bastilla, desde lo más alto de sus muros, y que este hombre se llama Thuriot.
Año y medio después, ese mismo hombre se llamó Matarrey.
El primer acto de la Asamblea fue enviar una diputación a las Tullerías.
El rey cometió la imprudencia de hacerse representar por un ministro.
—Señores —dijo—, el rey no puede recibiros en este momento; volved a las tres.
Los diputados se retiraron.
—¿Qué hay? —dijeron sus compañeros al verlos volver—. ¿Cómo tan pronto?
—Ciudadanos —dijo uno de los enviados—, el rey no está dispuesto, y todavía tenemos para tres horas.
—¡Pues bien! —exclamó Couthon desde su sitio; utilicemos esas tres horas. Propongo que se suprima el título de Majestad.
Un aplauso general contestó a esta proposición, y el título de Majestad quedó suprimido por aclamación.
—¿Cómo se llamará en ese caso el poder ejecutivo? —preguntó otro.
—Se le llamará rey de los franceses —gritaron casi unánimemente.
—Es un buen título, que puede satisfacer al señor Capeto.
Todas las miradas se volvieron hacia el hombre que acababa de llamar al rey de Francia señor Capeto.
Este hombre era Billot.
—¡Enhorabuena, rey de los franceses! —gritaron casi unánimemente.
—Esperad —dijo Couthon—, todavía faltan dos horas. Tengo que hacer una nueva proposición.
—¡Hablad! —gritaron todos.
Propongo que cuando el rey entre aquí, todo el mundo se levante, pero luego que se siente, todos le imiten y se cubran.
Durante un instante hubo un tumulto terrible; los gritos de aprobación eran tan violentos que pudieron tomarse por gritos de oposición.
Cuando al fin se restableció el silencio, se vio que todo el mundo estaba de acuerdo.
La proposición quedó adoptada.
Couthon miró el reloj y dijo:
—Aún nos queda una hora, y tengo que hacer otra proposición.
—¡Hablad, hablad!
—Propongo —dijo Couthon con aquella voz suave, que según las circunstancias hacía vibrar de un modo tan terrible—, propongo que no haya en adelante trono para el rey, sino un simple sillón.
El orador fue interrumpido por los aplausos.
—Esperad, esperad, todavía no he concluido.
El silencio se restableció.
—Propongo que el sillón del rey se coloque a la izquierda del presidente.
—Eso es, no sólo suprimir el trono, sino subordinar al rey —dijo una voz—. ¡Cuidado!
—Propongo —repitió Couthon—, no solamente suprimir el trono, sino también subordinar al rey.
Siguieron a esto terribles aclamaciones; estos aplausos anunciaban el 20 de junio y el 10 de agosto.
—Está bien, ciudadanos —dijo Couthon—, ya han pasado tres horas; doy gracias al rey de los franceses por habernos hecho esperar; no hemos perdido el tiempo en este intervalo.
La diputación volvió a las Tullerías.
Esta vez el rey la recibió.
—Señores —dijo—, no puedo ir a la Asamblea hasta dentro de tres días.
Los diputados se miraron unos a otros.
—¿En ese caso, señor, será el día 4?
—Sí, el 4 —contestó el rey.
Y les volvió la espalda.
El 4 de octubre, el rey envió a decir que estaba indispuesto y que no podía ir hasta el 7.
Esto no impidió que el 4, en ausencia del rey, la Constitución de 1791, es decir, la obra más importante de la última Asamblea, hiciese su entrada en la nueva.
La Constitución llegó rodeada y guardada por los doce diputados más ancianos de la Constituyente.
—Aquí tenemos los doce ancianos del Apocalipsis.
El archivero Camus, que llevaba la Constitución, subió con ella a la tribuna y la mostró al pueblo.
—¡Pueblo —dijo como un segundo Moisés—, he aquí las tablas de la ley!
Entonces empezó la ceremonia del juramento.
Toda la Asamblea desfiló triste y fría, porque muchos sabían que aquella Constitución impotente no viviría un año; se juró por jurar, porque era una ceremonia que había sido impuesta.
Las tres cuartas partes de los que juraron estaban decididos a no cumplir su juramento.
Sin embargo, pronto circuló por París la noticia de los tres decretos que se habían aprobado, a saber:
Abolición del título de Majestad.
Abolición del trono.
Un simple sillón a la izquierda del presidente.
Era casi lo mismo que decir: «No más rey».
El dinero fue el primero que, como siempre, tuvo miedo; los fondos bajaron terriblemente y los banqueros comenzaron a temer.
El 9 de octubre se efectuaba un gran cambio.
Según los términos de la nueva ley, quedó suprimido el empleo de comandante de la guardia nacional.
El 9 de octubre Lafayette debía presentar su dimisión, y cada uno de los seis jefes de división mandaría por turno.
El 7, día fijado para la sesión real, llegó al fin.
El rey entró.
Muy al contrario de lo que debía esperarse, tanto era aún el prestigio del rey, no solamente todo el mundo se levantó y se descubrió, sino que estallaron unánimes aplausos.
La Asamblea gritó: «¡Viva el rey!».
Pero en el mismo instante, como si los realistas hubiesen querido desafiar a los nuevos diputados, las tribunas gritaron:
—¡Viva Su Majestad!
Un sordo murmullo circuló por los bancos de los representantes de la nación; sus ojos se fijaron en las tribunas, y observóse que los gritos habían partido principalmente de las reservadas a los antiguos constituyentes.
—Está bien, señores —dijo Couthon—, mañana nos ocuparemos de vosotros.
El rey hizo una seña de que deseaba hablar.
Todos escucharon.
El discurso que pronunció, compuesto por Duport de Tertre, estaba hábilmente concebido e hizo profunda impresión en la Asamblea: versaba sobre la necesidad de mantener el orden y de consagrarse al amor de la patria.
Pastoret presidía la Asamblea.
Este era realista.
El rey había dicho en su discurso que tenía necesidad de ser amado.
—Y nosotros también, señor, nosotros también tenemos necesidad de que nos améis —dijo el presidente.
Al oír estas palabras, toda la sala prorrumpió en aplausos.
El rey, en su discurso, suponía que la revolución estaba concluida.
Y por un instante la Asamblea lo creyó así también. ¡Para esto no había necesidad de ser rey, voluntario del clero e involuntario de los emigrados!
La impresión producida en la Asamblea se propagó al instante en París.
Aquella noche el rey y su familia fueron al teatro.
Y fue recibido con una salva de aplausos.
Muchos lloraron, y Luis XVI, poco accesible a este género de sensibilidad, derramó lágrimas.
Durante la noche escribió a todas las potencias anunciándoles la aceptación de la Constitución de 1791.
No se habrá olvidado, por lo demás, que cierto día, en un momento de entusiasmo, el rey había jurado esa misma Constitución antes de que estuviese terminada.
Al día siguiente Couthon se acordó de lo que había prometido la víspera a los constituyentes.
Y les anunció que tenía que hacer una proposición. Las proposiciones de Couthon eran bien conocidas. Todo el mundo guardó silencio.
—Ciudadanos —dijo—, pido que se elimine de esta Asamblea todo vestigio de privilegios, y que, por consiguiente, todas las tribunas queden abiertas al público.
La proposición fue adoptada por unanimidad.
Al día siguiente, el pueblo invadió las tribunas de los antiguos diputados, y de este modo desapareció la sombra de la Asamblea constituyente.