Capítulo CXXV

Los acontecimientos que acabamos de referir habían producido profunda impresión, no tan sólo en los habitantes de Villers-Cotterêts, sino también en los labradores de los pueblos inmediatos.

Ahora bien; estos labradores son una gran potencia en materia de elecciones, pues ocupa cada cual a diez, veinte o treinta jornaleros; y aunque en aquella época el sufragio fuese a dos grados, la elección dependía completamente de lo que se llamaba la campiña.

Cada hombre, al separarse de Billot y al estrechar su mano, le había dicho simplemente estas palabras:

—¡Estad tranquilo!

Y Billot había vuelto a la granja, en efecto, muy tranquilo, pues por primera vez entreveía un medio poderoso para devolver a la nobleza y a los reyes el mal que le habían hecho.

Billot sentía, no razonaba, y su deseo de venganza era ciego como los golpes que había recibido.

Entró en la granja sin decir una palabra acerca de Catalina; nadie pudo saber si había conocido su presencia, momentánea allí, y hacía un año que en ninguna circunstancia había pronunciado su nombre, como si su hija no existiese.

No sucedía lo mismo con Pitou, que lamentaba en el fondo de su corazón de oro que Catalina no pudiese amarle; pero al recordar a Isidoro y al compararse con el elegante joven, comprendía perfectamente que Catalina le amara.

Había envidiado a Isidoro, pero sin guardar rencor a Catalina; muy por el contrario, siempre la amó con una fidelidad que él se guardaba.

Mentiríamos si dijéramos que aquel cariño estaba exento de angustias; pero estas últimas, aunque oprimiesen el corazón de Pitou a cada nueva prueba de amor que Catalina daba a su amante, demostraban la inefable bondad de su corazón. Al morir Isidoro en Varennes, Pitou no sintió por Catalina más que una profunda compasión; y entonces fue cuando, haciendo justicia al joven, al contrario de Billot, recordó cuanto había de bueno, de noble y generoso en aquel que, sin sospecharlo, había sido su rival.

De aquí resultó lo que hemos visto, y es que Pitou, no solamente había amado tal vez más a la joven triste y vestida de luto que no cuando estaba alegre y era coqueta; y lo más extraño aún, tanto que se hubiera creído imposible, era que hubiese llegado a querer casi tanto como a ella al pobre huérfano.

No se extrañará, pues, que después de haberse despedido de Billot como los demás, Pitou, en vez de dirigirse a la granja, se encaminara hacia Haramont.

Por lo demás, todos estaban tan acostumbrados a las desapariciones y a los inesperados regresos de Pitou, que a pesar de la alta posición que ocupaba en el pueblo como capitán, nadie se inquietaba ya de sus ausencias. Cuando se marchaba, todos se repetían en voz baja:

—Sin duda el general Lafayette le ha llamado.

Y todo estaba dicho.

Cuando Pitou volvía, pedíanle noticias de la capital, y como el joven las daba, gracias a Gilberto, de las más frescas y mejores, y atendido que a los pocos días veíanse realizadas las predicciones de Pitou, se tenía la más ciega confianza, a la vez como capitán y como profeta.

Por su parte, Gilberto conocía todo cuanto había de bueno y de fiel en Pitou; no se le ocultaba que en un momento dado era el hombre a quien podía confiar su vida y la de Sebastián, o bien un tesoro o una misión, todo aquello, en fin, que exige lealtad y fuerza. Siempre que Pitou iba a París, Gilberto, sin que esto hiciese ruborizar a Pitou, preguntábale si necesitaba alguna cosa; mas el joven contestaba casi invariablemente: «No, señor Gilberto»; pero esto no impedía al doctor dar a Pitou algún luis, que él se guardaba.

Para Pitou, algunos luises, con sus recursos particulares y el diezmo que obtenía del bosque del duque de Orleáns, era una fortuna; por eso Pitou no había visto jamás el fin de aquellos pocos luises, puesto que cuando volvía a ver a Gilberto, este último al estrecharle la mano, dejaba en ella una moneda de oro.

No se extrañará, pues, que, dada la disposición en que se hallaba Pitou respecto a Catalina y el pequeño Isidoro, dejara apresuradamente a Billot para saber qué había sido de la madre y el hijo.

Para ir a Haramont debía pasar por la piedra Clouisa, y a cien pasos de la choza encontró al viejo guarda, que volvía con una liebre en su morral.

Era el día en que le tocaba cazar una liebre.

En dos palabras, el padre Clouis anunció a Pitou que Catalina había ido a pedirle su antiguo refugio, el cual se había apresurado a poner a su disposición; la joven lloró mucho al entrar en la antigua habitación donde llegó a ser madre, y donde Isidoro la dio tan vivas pruebas de amor.

Pero todas estas tristezas no dejaban de tener una especie de encanto: todo aquel que ha sufrido un gran dolor sabe que las horas crueles son aquellas en que las lágrimas se han agotado, y que las felices son aquellas en que se puede llorar.

Por eso cuando Pitou se presentó en el umbral de la choza, encontró a Catalina sentada sobre su lecho, con las mejillas húmedas y su niño entre los brazos.

Al ver a Pitou, Catalina, colocando al pequeño Isidoro sobre sus rodillas, presentó las manos y el rostro a su amigo, que estrechó alegre aquellas y la besó en la frente.

Después, cayendo de rodillas delante de la joven y besando las manitas del niño, exclamó:

—¡Ah!, señorita Catalina, estad tranquila, porque soy rico y el pequeño Isidoro no carecerá de nada.

Pitou poseía quince luises, y con esto se consideraba rico.

Catalina, buena en sí por el alma y el corazón, apreciaba cuanto era bueno.

—Gracias, señor Pitou —dijo—, os creo y me complazco en creeros, porque sois mi único amigo, y si vos nos abandonaseis, quedaríamos solos en el mundo; mas espero que no nos abandonaréis.

—¡Oh!, señorita —contestó Pitou sollozando—, no me digáis esas cosas, porque me haríais llorar como un niño.

—He dicho mal —replicó Catalina—, dispensadme.

—No —contestó Pitou—, no habéis dicho mal; pero sí es una estupidez que yo llore así.

—Señor Pitou —repuso Catalina—, necesito respirar el aire; dadme el brazo y nos pasearemos un poco entre los grandes árboles… Creo que esto me hará bien.

—Lo mismo digo, señorita —repuso Pitou—, pues aquí me parece que me ahogo.

El niño no necesitaba aire; se había alimentado mucho en el seno maternal, y deseaba dormir.

Catalina, después de acostar al niño, dio el brazo a Pitou.

Cinco minutos después se hallaban bajo los grandes árboles del bosque, magnífico templo elevado por la mano del Señor a la naturaleza, su divina y eterna hija.

A pesar suyo, aquel paseo, durante el cual Catalina se apoyaba en su brazo, recordaba a Pitou el otro que dio dos años y medio antes, el día de la Pascua de Pentecostés, acompañando a Catalina a la sala de baile, donde con gran dolor suyo Isidoro había bailado con ella.

¡Cuántos acontecimientos acumulados durante aquellos dos años y medio, y hasta qué punto, sin ser filósofo como Voltaire y Rousseau, Pitou comprendía que él y Catalina no eran más que átomos arrastrados en el torbellino general!

Pero estos átomos, a pesar de su pequeñez, no dejaban de producir, como los grandes señores, como los príncipes, como el rey y la reina, la alegría o el dolor; la rueda que al girar en manos de la Fatalidad reducía a polvo las coronas y los tronos, había pulverizado también la felicidad de Catalina, lo mismo que si hubiese sido una reina y llevara una corona en la cabeza.

En suma; al cabo de dos años y medio, he aquí la diferencia que la revolución, a la que contribuyó tan poderosamente, sin saber qué hacía, había producido para Pitou.

Dos años y medio antes, Pitou no era más que un pobre muchacho campesino, expulsado de la casa de la tía Angélica recogido por Billot, protegido por Catalina y sacrificado a Isidoro.

Pero Pitou era hoy una potencia: llevaba sable al cinto y charreteras en los hombros y le llamaban capitán; Isidoro había sido muerto, y el joven protegía hoy a Catalina y su hijo.

Aquella respuesta de Danton a la persona que le preguntaba con qué objeto hacía la revolución, y a la que dijo: «Para poner debajo lo que está encima, y arriba lo que está debajo», era, respecto a Pitou, por demás exacta.

Pero ya hemos visto que aunque todas estas ideas cruzasen por su mente, el bueno y modesto Pitou no se envanecía de ello, y ahora estaba de rodillas suplicando a Catalina que le permitiese protegerla a ella y a su hijo.

Catalina, por su parte, como todas las personas que sufren, sabía apreciar mejor en el pesar que en la alegría. Pitou, que en el tiempo de su felicidad no era para ella más que un buen muchacho sin la menor importancia, se había convertido para la joven en un santo, en lo que realmente era, es decir, en el hombre bondadoso, lleno de candor y de felicidad; y de aquí resultó que, desgraciada y necesitando un amigo, comprendió que Pitou era precisamente el que le hacía falta. Recibido siempre por Catalina con la mano abierta y con una sonrisa encantadora en los labios, Pitou comenzó a observar un género de vida que no había podido imaginar, ni aun en sus más felices ensueños.

Entretanto Billot, siempre mudo respecto a su hija, persistía en su idea, sin descuidar los trabajos de la recolección en el campo, de que se le nombrase diputado en la Legislativa. Tan sólo un hombre hubiera podido vencerle si hubiese tenido la misma afición que él; pero entregado a su amor y su dicha, el conde de Charny, encerrado con Andrea en su castillo de Boursonnes, saboreaba las delicias de una inesperada felicidad; el conde de Charny, olvidando el mundo y creyéndose olvidado de él, ni siquiera pensaba en su existencia.

Por eso no se oponía nada en el cantón de Villers-Cotterêts a la elección de Billot, y este fue elegido diputado por una inmensa mayoría.

Una vez conseguido esto, Billot se ocupó en realizar la mayor cantidad posible de dinero. El año había sido bueno; pagó a sus propietarios la parte correspondiente, reservándose la suya; guardó la simiente necesaria para la siembra; separó la avena, la paja y el heno que los caballos requerían para su alimento, así como los fondos que debían emplearse en la manutención de sus trabajadores, y una mañana envió a buscar a Pitou.

Este último, como ya hemos dicho, iba de vez en cuando a visitar a Billot, el cual le recibía siempre con los brazos abiertos; le invitaba a comer o almorzar, según la hora en que llegaba, o a un vaso de vino o de sidra cuando menos.

Pero jamás Billot había enviado a buscar a Pitou, de modo que este no dejó de estar inquieto mientras se dirigía a la granja.

Billot estaba siempre grave; nadie podía decir que hubiese visto una sonrisa en sus labios desde el momento en que su hija abandonó la granja.

Esta vez, Billot estaba más grave que de costumbre.

Sin embargo, alargó la mano a Pitou, según acostumbraba, estrechando la del joven con más fuerza de la que solía, y la retuvo entre las suyas.

Pitou miraba al labrador con extrañeza.

—¡Pitou —le dijo Billot—, tú eres un hombre honrado!

—¡Diantre!, ya lo creo, señor Billot —contestó Pitou.

—¡Y yo estoy seguro de ello!

—Sois muy amable, señor Billot.

—He resuelto, pues, que, como yo me ausento, te pongas a la cabeza de la granja.

—¿Yo, señor Billot? ¡Imposible!

—¿Por qué?

—Pues porque hay muchos detalles que exigen los ojos de una mujer; es indispensable.

—Ya lo sé —contestó Billot—; eligirás tú mismo la mujer que ha de compartir la vigilancia contigo; no te preguntaré su nombre, ni necesito conocerla; pero cuando esté a punto de regresar te avisaré con ocho días de anticipación, a fin de que, si no debo ver a esa persona o ella a mí, tenga tiempo suficiente para alejarse.

—Bien, señor Billot —contestó Pitou.

—Ahora —continuó Billot—, encontrarás en el granero la simiente necesaria para la siembra, el heno, la paja y la avena para el alimento de los caballos, y en ese cajón el dinero suficiente para el salario y la manutención de los hombres.

Y Billot abrió un cajón lleno de dinero.

—¡Un instante, señor Billot! —dijo Pitou—. ¿Cuánto hay en ese cajón?

—No lo sé —contestó el labrador.

Y cerrándole de nuevo con llave, entregó esta a Pitou, diciéndole:

—Cuando se concluya el dinero, me pedirás más.

El joven comprendió cuánta confianza había en esta contestación, y abrió los brazos para estrechar con ellos a Billot; pero de pronto, echando de ver que esto era en él una audacia, exclamó:

—¡Oh!, dispensad, señor Billot, mil perdones.

—¿De qué, amigo mío? —preguntó el labrador, enternecido por aquella humildad—. ¡Perdón porque un hombre honrado ofrece abrazar a otro que lo es también! ¡Vamos, Pitou, ven y abrázame!

El joven obedeció.

—Y si por casualidad me necesitáis por allí… —dijo Pitou.

—Puedes estar tranquilo, no te olvidaré.

Y añadió:

—Son las dos de la tarde; marcho a París a las cinco; a las seis puedes estar aquí con la mujer que hayas elegido para ayudarte.

—Bien —contestó Pitou—, en tal caso no hay tiempo que perder. Hasta la vuelta, apreciable señor Billot.

—¡Hasta la vista, Pitou!

El joven se lanzó hacia la granja.

El labrador le siguió con los ojos mientras pudo verle, y después, cuando hubo desaparecido, dijo:

—¡Oh!, ¿por qué mi hija Catalina no se habrá enamorado de un honrado mozo como ese, en vez del noble que la dejó viuda sin ser casada y madre sin ser esposa?

Ahora inútil es decir que a las cinco, Billot tomaba la diligencia de Villers-Cotterêts para París, y que a las seis, Pitou, Catalina y el pequeño Isidoro entraban en la granja.