El cortejo avanzaba silencioso, formando una larga línea en el camino, cuando de pronto, los que cerraban la marcha oyeron tras sí un grito de llamada.
Todos se volvieron.
Un jinete corría a galope tendido, viniendo de la parte de Ivors, es decir, por el camino de París.
Una parte de su rostro estaba cubierta por dos vendas negras, llevaba el sombrero en la mano y hacía señas para que le esperasen.
Pitou se volvió como los otros.
—¡Toma —exclamó—, es el señor Billot!… ¡Bueno, yo no quisiera estar en la piel del abate Fortier!
Al oír el nombre de Billot todos se detuvieron.
El jinete avanzaba rápidamente, y a medida que se acercaba, todos, así como antes Pitou, reconocían al labrador.
Llegado a la cabeza del cortejo, Billot saltó de su caballo, echándole la brida sobre el cuello, y después de haber dicho con voz bien acentuada, para que todos oyesen: «Buenos días y gracias, ciudadanos», ocupó detrás del ataúd el lugar de Pitou, que en su ausencia presidía el duelo.
Un mozo de cuadra se encargó del caballo y le condujo a la granja.
Todos fijaron una curiosa mirada en Billot.
Estaba más flaco y había palidecido mucho.
Una parte de su frente y los contornos de su ojo izquierdo habían conservado los colores violáceos de la sangre extravesada.
Sus dientes oprimidos y sus cejas fruncidas indicaban una sombría cólera, que no esperaba sino el momento de poder desahogarse.
—¿Sabéis lo que ha pasado? —le preguntó Pitou.
—Lo sé todo —contestó Billot.
Apenas Gilberto hubo dicho al labrador en qué estado se hallaba su mujer, Billot buscó un cabriolé que le condujo hasta Nanteuil.
Después, como el caballo no pudo conducirle más lejos, Billot, aunque débil aún, alquiló un jaco de posta; en Levignan le cambió y llegó a la granja cuando el cortejo acababa de salir.
Entonces, en dos palabras, la señora Clement le había referido todo; Billot volvió a montar a caballo; al dar la vuelta al muro divisó el cortejo, que se prolongaba a lo largo del camino, y le detuvo con sus gritos.
Ahora, como ya hemos dicho, él era quien, con las cejas fruncidas, la boca amenazadora y los brazos cruzados sobre el pecho, presidía el duelo.
El cortejo, que ya era silencioso y sombrío, lo fue más aún.
A la entrada de Villers-Cotterêts se encontró un grupo de personas que esperaban, y que se agregó al cortejo.
A medida que este último avanzaba a través de las calles, los hombres, las mujeres y los niños salían de las casas, saludaban a Billot, que les contestaba con una señal de cabeza, y aumentaban el acompañamiento.
Cuando el cortejo llegó a la plaza contaba con más de quinientas personas.
Desde la plaza se comenzaba a ver la iglesia. Y según lo había previsto Pitou, estaba cerrada.
Se llegó a la puerta y el cortejo se detuvo.
Billot estaba lívido; la expresión de su rostro era cada vez más amenazadora.
La iglesia y la alcaldía se tocaban; el guardián de la primera, que era al mismo tiempo conserje de la segunda, y que de consiguiente dependía a la vez del alcalde y del abate Fortier, fue llamado e interrogado por el señor Longpré.
El abate había prohibido a todo eclesiástico prestar su concurso al entierro.
El alcalde preguntó dónde estaban las llaves de la iglesia.
Hallábanse en casa del bedel.
—Ve a buscarlas —dijo Billot a Pitou.
El joven puso en movimiento sus largas piernas, y volvió cinco minutos después, diciendo:
—El abate ha mandado llevar las llaves a su casa, para estar seguro de que no se abriría la iglesia.
—Es preciso ir a buscar las llaves a casa del abate —dijo Desiré Maniquet, promovedor de los medios extremos.
—¡Sí, sí —gritaron doscientas voces—, vamos a buscarlas a casa del abate!
—Sería demasiado largo —dijo Billot—, y cuando la muerte llama a una puerta no acostumbra a esperar.
Y paseó en torno suyo una mirada.
Delante de la iglesia se construía una casa.
Los carpinteros escuadraban una viga.
Billot se dirigió a ellos sin vacilar, e hízoles con la mano seña de que necesitaba la viga.
Los obreros se desviaron.
La viga estaba sobre unos maderos.
Billot pasó el brazo entre aquella y el suelo, poco más o menos por su mitad, y con un solo esfuerzo la levantó.
Pero no había contado con las fuerzas perdidas.
Bajo aquel peso enorme el coloso vaciló, y por un momento creyó que iba a caer.
Mas esto fue como un relámpago; Billot recobró su equilibrio, sonriendo con una expresión terrible, y después avanzó con la viga lenta y resueltamente.
Hubiérase dicho que era uno de esos arietes antiguos con que los Alejandro, los Aníbal y los César derribaban las murallas.
Se colocó con las piernas separadas delante de la puerta, y la formidable máquina comenzó a funcionar.
La puerta era de encina; los cerrojos, las cerraduras y los goznes de hierro.
Estos últimos saltaron al tercer golpe, y la puerta se entreabrió.
Billot dejó caer la viga.
Cuatro hombres la recogieron y lleváronla al sitio donde Billot la había tomado.
—Ahora, señor alcalde —dijo Billot—, mandad colocar el ataúd de mi pobre mujer, que jamás hizo daño a nadie, en medio del coro, y tú, Pitou, reúne al bedel con los chantres y los monaguillos; yo me encargo del sacerdote.
El alcalde, conduciendo el ataúd, entró en la iglesia, y entretanto Pitou comenzó a buscar los sochantres y los monaguillos, acompañado de su teniente y de cuatro hombres, para el caso de que les encontraran recalcitrantes. Billot se dirigió a la casa del abate Fortier.
Algunos hombres quisieron seguirle.
—Dejadme solo —les dijo—; tal vez será grave lo que me propongo hacer, y a cada cual la responsabilidad de sus obras.
Y se alejó por la calle de la Iglesia para tomar la de Soissons.
Con el intervalo de un año, era la segunda vez que el labrador revolucionario iba a encontrarse con el sacerdote realista.
Se recordará lo que había pasado la primera vez; sin duda se iba a presenciar una escena semejante.
Por eso al verle avanzar con paso rápido hacia la morada del abate, todos permanecieron inmóviles en el umbral de sus puertas, siguiéndole con los ojos y moviendo la cabeza, pero sin dar un paso.
—Ha prohibido que le sigan —se decían unos a otros.
La gran puerta del abate estaba cerrada como la de la iglesia.
Billot miró en torno suyo para ver si había por allí alguna casa en construcción donde pudiese tomar una nueva viga; no vio más que un poste de arenisca desencajado por la ociosidad de los chicos, y que temblaba en su órbita como un diente en su alveolo.
El labrador avanzó hacia el poste, sacudióle violentamente, ensanchó su hoyo y arrancó aquel de la cavidad donde estaba encajonado.
Después, levantando el poste sobre su cabeza, cual otro Ajax, retrocedió tres pasos y lanzó la mole de granito con la misma fuerza que si hubiera sido una catapulta. La puerta quedó destrozada.
Al mismo tiempo que Billot dejaba así expedito el paso, la ventana del primer piso se abría, apareciendo en ella el abate Fortier que, gritando con todas sus fuerzas, pedía socorro a sus feligreses.
Pero la voz del pastor no fue escuchada por el rebaño, que estaba resuelto a dejar al lobo y al pastor arreglarse como quisieran.
Billot necesitó algún tiempo para romper las dos o tres puertas más que le separaban todavía del abate Fortier. Para esto le bastaron diez minutos. Al cabo de este tiempo se pudo comprender, por los gritos más o menos fuertes y los ademanes más o menos expresivos del abate, que su creciente agitación prevenía de la inminencia del peligro, cada vez más próximo.
En efecto; de pronto se vio aparecer detrás del sacerdote el rostro pálido de Billot, y después una mano se levantó y cayó pesadamente sobre su hombro.
El sacerdote se cogió al travesaño de madera que servía de apoyo a la ventana; también él tenía mucho vigor y no era nada fácil hacerle soltar presa.
Billot pasó su brazo como una faja alrededor de la cintura del sacerdote, se arqueó sobre las piernas, y de una sacudida arrancó al abate del travesaño de madera, roto entre sus manos.
El labrador y el sacerdote desaparecieron en las profundidades de la habitación, y ya no se oyeron más que los gritos del abate, cada vez más lejos, como el mugido del toro que un león del Atlas arrastra hacia su guarida.
Entre tanto Pitou había reunido a los chantres, los monaguillos y el bedel, todos temblorosos, pero que se habían apresurado a revestir la capa pluvial y la estola y encender los cirios, preparándolo todo para la misa de difuntos.
A este punto se llegaba cuando se vio reaparecer a Billot por la puerta que daba a la plaza del castillo, siendo así que se le esperaba por la calle de Saissons.
Llevaba tras sí al sacerdote, a pesar de su resistencia, con paso tan rápido como si andará solo.
No era un hombre; era una de las fuerzas de la naturaleza, algo como un torrente o una avalancha; nada humano parecía capaz de resistirlo, y se habría necesitado un elemento para luchar contra él.
A cien pasos de la iglesia, el pobre abate dejó de forcejear.
Estaba completamente vencido.
Todo el mundo se apartó para dejar paso a los dos hombres.
El abate dirigió una mirada de espanto a la puerta, rota como un vidrio, y viendo en sus puestos a todos aquellos a quienes había prohibido poner el pie en la iglesia, movió la cabeza como si reconociese que algo poderoso e irresistible pesaba, no sobre la religión, sino sobre sus ministros.
Entró en la sacristía y salió un momento después vestido de oficiante, con el sacramento en la mano.
Mas en el momento en que, después de haber franqueado los escalones del altar, dejando el cáliz sobre la santa mesa, se volvió para decir las primeras palabras del oficio, Billot extendió la mano:
—¡Basta!, mal servidor de Dios —exclamó—; ¡he tratado tan sólo de doblegar tu orgullo; mas quiero que todos sepan que una santa mujer, como la mía lo era, puede prescindir de tus oraciones y de un sacerdote fanático y rencoroso como tú!
Después, como se produjese gran rumor bajo las bóvedas de la iglesia al oírse estas palabras, añadió:
—Si hay sacrilegio, que recaiga sobre mí.
Y volviéndose hacia el inmenso cortejo que llenaba, no solamente la iglesia, sino también la plaza del castillo, gritó:
—¡Ciudadanos, al cementerio!
—¡Al cementerio! —repitieron todas las voces. Los cuatro portadores pasaron los cañones de sus fusiles bajo el ataúd, levantaron el cuerpo, y como habían venido sin sacerdote y sin ninguna pompa fúnebre, emprendieron la marcha desde luego. Billot presidía el duelo, formado por seiscientas personas, que se encaminaron al cementerio, situado en la extremidad de la callejuela de Pleux, a veinticinco pasos de la casa de la tía Angélica. La puerta del cementerio estaba cerrada, como la del abate Fortier y la de la iglesia.
¡Cosa extraña!, ante aquel débil obstáculo Billot se detuvo.
La muerte respetaba a los muertos. A una señal de Billot, Pitou corrió a la casa del sepulturero, que tenía la llave.
Cinco minutos después, Pitou volvía con ella, y provisto además de dos palas.
El abate Fortier, no sólo había proscrito a la pobre difunta de la iglesia, sino también de la tierra sagrada, y el sepulturero había recibido orden de no abrir la fosa.
A esta última manifestación de odio del sacerdote contra el labrador, algo semejante a un estremecimiento de amenaza circuló entre los asistentes, y si hubiese habido en el corazón de Billot la cuarta parte de hiel que en el alma de los devotos, hubiera bastado que el labrador pronunciase una palabra para que el abate hubiese tenido al fin aquel martirio que llamaba a gritos el día en que se negó a decir misa en el altar de la Patria.
Pero Billot tenía la cólera del pueblo y del león; desgarraba, trituraba y rompía; pero sin volver nunca atrás. Dio las gracias a Pitou con un ademán, tomó la llave de sus manos, abrió la puerta, hizo pasar el ataúd primero y le siguió con todo el cortejo fúnebre.
Solamente los realistas y los devotos se habían quedado en sus casas.
La tía Angélica, que se contaba entre estos últimos, había cerrado su puerta con terror, gritando escándalo, y pedía que todos los rayos del cielo cayeran sobre la cabeza de su sobrino.
Llegados al sitio donde hubiera podido estar la tumba, marcada ya por el sepulturero, que no esperaba la orden de abrir la fosa, Billot alargó la mano a Pitou, que le dio una de las palas.
Entonces los dos hombres, con la cabeza descubierta, lo mismo que los ciudadanos que les rodeaban, y bajo el sol abrasador de los últimos días de julio, comenzaron a socavar la tumba de la pobre mujer, que piadosa y resignada entre todos, se hubiera extrañado mucho si la hubiesen dicho en vida qué escándalo ocasionaría después de su muerte.
El trabajo duró una hora, y a ninguno de los dos hombres se le ocurrió descansar antes de que concluyera.
Ya estaban las cuerdas preparadas, y entre Billot y Pitou bajaron el ataúd a la fosa.
Aquellos dos hombres cumplían tan sencilla y naturalmente con aquel deber supremo, que nadie pensó en ofrecerles su auxilio, pues se hubiera considerado un sacrilegio no dejarles concluir su operación.
Pero a las primeras paletadas de tierra que resonaron sobre el ataúd de encina, Billot se pasó la mano por los ojos y Pitou la manga.
Después comenzaron a echar tierra apresuradamente. Cuando todo estuvo concluido, Billot arrojó lejos de sí la pala y alargó los brazos a Pitou. El joven se precipitó en ellos.
—¡Dios me es testigo —dijo Billot—, de que abrazo en ti todo cuanto hay de virtudes sencillas y grandes sobre la tierra: caridad, fidelidad y abnegación, y que consagraré mi vida al triunfo de estas virtudes!
Después, extendiendo la mano sobre la tumba, añadió:
—¡Dios me es testigo de que juro eterna guerra al rey que me hizo asesinar, a los nobles que deshonraron a mi hija y a los sacerdotes que han rehusado la sepultura a mi esposa!
Y volviéndose hacia los espectadores, llenos de simpatía por las palabras que acababa de pronunciar, les dijo:
—¡Hermanos, se trata de convocar una nueva Asamblea en vez de la de los traidores que están en los Fuldenses; elegidme por representante y veréis si sé cumplir mis juramentos!
Un grito de adhesión contestó a la protesta de Billot, y desde aquel instante, sobre la tumba de su mujer, terrible altar, digno del juramento que acababa de recibir, la candidatura de Billot para la Asamblea legislativa quedó resuelta. Después de esto, el labrador dio gracias a sus compatriotas por la simpatía que acababan de manifestarle, y cada cual, ciudadano o campesino, se retiró a su casa llevando en el corazón ese espíritu de propaganda revolucionaria, al que proporcionaban, en su ceguedad, las armas más mortales los reyes, los nobles y los sacerdotes, los mismos que debían ser devorados.