Capítulo CXXIII

Catalina cerró piadosamente los ojos de su madre, con la mano primero y después con los labios.

Hacía largo tiempo que la señora Clement había previsto aquella hora suprema, tanto que compró de antemano dos cirios.

Mientras que Catalina, bañada en lágrimas, traía a la habitación a su hijo que lloraba, dándole el pecho para que durmiese, la señora Clement colocaba los dos cirios a los lados del lecho, cruzaba las dos manos de la difunta sobre su seno, poniendo un crucifijo entre ellas, y colocaba sobre una silla una pila de agua bendita con una pequeña rama de boj.

Cuando Catalina entró no tuvo que hacer más que arrodillarse junto al lecho de su madre, con su libro de oraciones en la mano.

Entretanto Pitou se encargaba de los otros detalles fúnebres, es decir, que no atreviéndose a ir a casa del abate Fortier, con quien no estaba bien, fue a buscar al sacristán, para encargarle la misa de difuntos, y después buscó a los portadores, para avisarles la hora en que debía recoger el ataúd. No olvidó al sepulturero, para encargarle que abriese la fosa.

Después marchó a Haramont para avisar a su teniente, al subteniente y a sus treinta y un hombres de la guardia nacional, que el entierro de la señora Billot se efectuaría al otro día a las once de la mañana.

La comunicación de Pitou a sus hombres fue oficiosa y no oficial, y se redujo a una invitación para asistir al entierro, y no a una orden.

Pero se sabía demasiado lo que Billot había hecho por aquella revolución que inflamaba todos los corazones, y no se ignoraba el peligro en que aún se hallaba Billot en el lecho del dolor por haber defendido la santa causa. Suficiente era esto para que se considerase la invitación de Pitou como una orden, y toda la guardia nacional de Haramont prometió a su jefe estar al día siguiente, a las once en punto, en la casa mortuoria.

Por la noche Pitou había vuelto a la granja, y en la puerta encontró al carpintero que llevaba el ataúd al hombro.

Pitou tenía instintivamente todas las delicadezas del corazón, que tan rara vez se hallan en los campesinos y hasta en la gente de mundo; hizo ocultar al carpintero y al ataúd en la cuadra, y para evitar a Catalina el aspecto fúnebre de la caja y después el ruido terrible del martillo, fue solo a la habitación.

Catalina oraba al pie del lecho de su madre; por los buenos servicios de dos mujeres se había lavado el cadáver y estaba ya en el sudario.

Pitou dio cuenta a la joven de cuanto había hecho, e invitóla a salir para tomar un poco el aire.

Pero Catalina quería cumplir sus deberes hasta el fin, y rehusó.

—Esto será malo para el pequeño Isidoro —murmuró Pitou.

—Pues lleváosle si queréis.

Pitou salió como para obedecer, pero volvió a los cinco minutos.

—¡No quiere salir conmigo —dijo—, llora!

Y, en efecto, por las rejas entornadas oyó los gritos del niño.

Entonces besó la frente del cadáver, cuyas formas se reconocían a través del lienzo, y luchando entre sus dos sentimientos de hija y de madre, salió al fin.

El pequeño Isidoro lloraba, en efecto; Catalina le cogió en sus brazos, y siguiendo a Pitou salió de la granja.

Detrás de ellos entraba el carpintero con el ataúd.

Pitou quería alejar a Catalina durante media hora poco más o menos.

Como por casualidad la condujo al camino de Boursonnes.

Este camino tenía tantos recuerdos para la pobre joven, que recorrió media legua sin decir nada a Pitou, escuchando las voces de su corazón y contestándolas silenciosamente.

Cuando Pitou creyó que la fúnebre operación había terminado, dijo a Catalina:

—Si volviésemos a la granja…

La joven salió de sus pensamientos como de un sueño.

—¡Oh, oh! —exclamó—, sois muy bueno, amigo Pitou.

Y volvió a tomar el camino de Pisseleu.

Al volver, la señora Clement hizo una seña a Pitou, indicándole que la operación había terminado.

Catalina entró en su habitación para acostar al pequeño Isidoro.

Cumplido este deber maternal, quiso ir a sentarse junto a la difunta.

Pero en el umbral de la puerta encontró a Pitou.

—Es inútil, señorita Catalina —le dijo—; todo ha terminado.

—¿Cómo?

—Sí… en nuestra ausencia…

Pitou vaciló.

—En nuestra ausencia, el carpintero…

—¡Ah!, he aquí por qué habéis insistido para que saliese… ¡Comprendo, buen Pitou!

Y este recibió por recompensa una mirada de agradecimiento.

—La última oración —dijo la joven—, y vuelvo.

Catalina entró en el aposento de su madre.

Pitou la siguió de puntillas, pero detúvose en el umbral.

El ataúd estaba colocado sobre dos sillas en medio de la habitación.

Al verle Catalina se detuvo estremeciéndose y nuevas lágrimas corrieron de sus ojos.

Después se arrodilló delante del ataúd, apoyando en la madera su frente pálida por la fatiga y el pesar.

En la vía dolorosa que conduce al muerto desde su lecho de agonía hasta la tumba, su morada eterna, los vivos que le siguen tropiezan a cada paso con algún nuevo detalle que parece destinado a arrancar de los corazones doloridos hasta la última lágrima.

La oración fue larga; Catalina no podía separarse del ataúd; la pobre joven había comprendido bien que desde la muerte de Isidoro no tenía más que dos amigos en la tierra: su madre y Pitou.

Su madre acababa de bendecirla; hoy estaba en el ataúd y mañana estaría en la tumba.

No es posible separarse sin dolor del penúltimo amigo, cuando este es una madre.

Pitou comprendió que era preciso ir en ayuda de Catalina; mas viendo que sus palabras eran inútiles, trató de levantarla por debajo del brazo.

—¡Una oración más, Pitou, una sola!

—Enfermaréis, señorita Catalina —dijo Pitou—, y mientras oráis voy a buscar una nodriza para el pequeño Isidoro.

—Tienes razón, Pitou —dijo la joven—. Dios mío, ¡qué bueno eres, Pitou, y cuánto te amo!

El joven vaciló y estuvo a punto de caer.

Se apoyó en la pared junto a la puerta, y silenciosas lágrimas de alegría corrieron por sus mejillas.

¿No le había dicho Catalina que le amaba?

No podía engañarse Pitou sobre la manera de amarle Catalina; pero fuera como fuese, ya era mucho que le amase.

Terminada la oración la joven se levantó, como lo había prometido a Pitou, y con paso lento acercóse a él para apoyarse en su hombro.

Pitou pasó su brazo alrededor del talle de Catalina para llevársela.

Esta no le opuso resistencia; pero antes de franquear el umbral, volviendo la cabeza sobre el hombro de Pitou y fijando la última mirada en el ataúd, tristemente iluminado por los dos cirios, exclamó:

—¡Adiós, madre mía, por última vez, adiós!…

Y salió.

En la puerta de la habitación de Catalina y en el momento en que esta iba a entrar, Pitou la detuvo.

La joven comenzaba a conocer tan bien a Pitou, que comprendió que este quería decirla alguna cosa.

—¿Qué hay? —preguntó.

—¿No os parece, señorita Catalina —balbuceó—, que ha llegado el momento de abandonar la granja?

—Yo no me marcharé hasta que mi madre esté fuera —contestó la joven.

Y pronunció estas palabras con tal firmeza, que Pitou comprendió que era una resolución irrevocable.

—Y cuando salgáis de la granja, ¿sabéis que hay una legua desde aquí a los sitios dónde estéis segura de ser bien recibida? Me refiero a la choza del padre Clouis y a la casita de Pitou.

El joven llamaba casa a su cuarto y su gabinete.

—¡Gracias, Pitou! —contestó Catalina, indicando con un movimiento de cabeza que aceptaría uno u otro de estos dos asilos.

Catalina entró en su habitación sin cuidarse de Pitou, que estaba seguro de encontrar siempre un asilo para la joven.

A la mañana siguiente, desde las diez, los amigos convocados para la ceremonia afluyeron a la granja.

Todos los labradores de las cercanías, los de Boursonnes, de Noue, Ivors de Coyolles, de Largny, de Haramont y de Vivieres habían asistido.

El alcalde de Villers-Cotterêts, el buen señor Longpré, fue uno de los primeros.

A las diez y media, la guardia nacional de Haramont, a tambor batiente y con bandera desplegada, llegó al punto de reunión sin que faltase un hombre.

Catalina, vestida de negro y con su niño en los brazos, de luto riguroso también, recibía a todos, sin que ninguno manifestase más sentimiento que el del respeto para aquella madre y su hijo.

A las once se habían reunido más de trescientas personas en la granja.

Solamente faltaban el sacerdote, los hombres de iglesia y los conductores.

Se esperó un cuarto de hora.

Nadie se presentó.

Pitou subió al granero más alto de la granja.

Desde la ventana se veía una extensión de dos kilómetros de llanura extendiéndose desde Villers-Cotterêts al pueblo de Pisseleu.

Por buenos ojos que tuviera Pitou, no vio nada.

Y bajó para dar cuenta al señor de Longpré de su observación, así como también de sus reflexiones.

Su observación era que seguramente no venía nadie, y sus reflexiones que sin duda no vendría ninguno tampoco.

Se le había hablado de la visita del abate Fortier, y de la negativa de este sobre administrar los sacramentos a la señora Billot.

Pitou conocía bien al sacerdote y lo adivinó todo: el abate Fortier no quería prestar el concurso de su santo ministerio para el entierro de la señora Billot, y el pretexto, y no la causa, era la falta de confesión.

Estas reflexiones, comunicadas por Pitou al señor de Longpré, y por este a los asistentes, produjeron una dolorosa impresión.

Todos se miraron en silencio, y una voz dijo.

—Y bien, ¿qué? Si el abate Fortier no quiere decir la misa, prescindiremos de ella.

Quien decía esto era Desiré Maniquet, conocido por sus opiniones antirreligiosas.

Hubo un instante de silencio.

Era evidente que a todos les parecía muy atrevido prescindir de la misma.

Y sin embargo, se estaba en plena escuela de Voltaire y de Rousseau.

—Señores —dijo el alcalde—, vamos a Villers-Cotterêts y allí se explicará todo.

—¡A Villers-Cotterêts! —gritaron todas las voces.

Pitou hizo una seña a cuatro de sus hombres, se deslizaron los cañones de dos fusiles por debajo del ataúd y se levantó a la difunta.

En la puerta debió pasar por delante de Catalina, arrodillada, y que tenía a su Isidoro arrodillado también.

Después de pasar el ataúd, Catalina besó el umbral de aquella puerta, que no pensaba pisar ya jamás y al levantarse dijo a Pitou:

—Me encontraréis en la choza del padre Clouis.

Y por el patio de la granja y los jardines, que daban a una calle, se alejó rápidamente.