Capítulo CXXII

Entretanto Catalina proseguía su camino; al salir de la callejuela había tomado la izquierda, para seguir la calle de Lormet, y al fin de ella dirigióse por un sendero trazado a través de los campos, que le permitió llegar al camino de Pisseleu.

Todo era un recuerdo doloroso para Catalina a lo largo de aquel camino.

Por lo pronto fue el pequeño puente donde Isidoro se despidió de ella, y donde quedó sin conocimiento hasta que Pitou la encontró fría y helada.

Después, al acercarse a la granja, el sauce hueco donde Isidoro ocultaba sus cartas.

Luego, al aproximarse más aún, aquella ventanita por la cual Isidoro entraba en su cuarto, y bajo la cual hubiera caído tal vez si la escopeta del labrador no hubiera fallado el tiro.

Más allá, frente a la puerta de la granja, aquel camino de Boursonnes que Catalina había recorrido tan a menudo, pues por él venía Isidoro…

¡Cuántas veces, apoyada en aquella ventana, con la mirada fija en el camino, ansiosa y palpitante, había esperado al joven para salir a su encuentro!

Hoy había muerto ya; pero al menos le quedaba su hijo.

¿Qué decía, pues, toda aquella gente de su deshonra y de su vergüenza?

Por eso entró rápidamente y sin temor en la granja.

Un perro grande ladró a su paso; pero de pronto, al recordar a su joven ama, ladró de alegría.

Al oír ladrar al perro, un hombre acudió para ver cuál era la causa.

—¡Señorita Catalina! —exclamó.

—¡Padre Clouis! —dijo Catalina a su vez.

—¡Ah!, sed bien venida, querida señorita —continuó el viejo guarda—, bien necesita la casa vuestra presencia.

—¿Y mi pobre madre? —preguntó Catalina.

—¡Ay!, ni mejor ni peor, o más bien, peor que nunca; la pobre mujer se va.

—Y ¿dónde se halla?

—En su habitación.

—¿Sola?

—¡No, no!… Yo no hubiera permitido eso, y dispensaréis que haya procedido aquí un poco cual si fuese el amo. ¡Os amaba tanto a vos y a ese pobre señor Isidoro!

—¿Habéis sabido?… —preguntó Catalina enjugando dos lágrimas.

—Sí, sí, muerto por la reina como el señor Jorge. En fin, es preciso llorar al padre y sonreír al hijo.

—Gracias, padre Clouis —contestó Catalina, ofreciendo su mano al viejo guarda—, pero ¿y mi madre?…

—En su habitación, como os he dicho, con la señora Clement, la misma enfermera que os cuidó.

—Y… ¿conserva aún el conocimiento mi pobre madre? —preguntó Catalina vacilando.

—Hay veces en que se creería así, cuando se pronuncia vuestro nombre… ¡Ah!, este fue el gran medio hasta anteayer; pero después no ha dado señales de conocimiento aunque se la hablara de vos.

—¡Entremos, entremos! —dijo Catalina.

—Entrad, señorita —dijo el guarda, abriendo la puerta de la habitación de la señora Billot.

Catalina paseó su mirada por la habitación: su madre estaba en su lecho, con cortinas de sarga verde, iluminada por uno de esos velones de tres picos, como aún se ven hoy en los pueblos, y a su lado se hallaba la señora Clement sentada en un gran sillón, en este estado de soñolencia peculiar de las enfermeras.

La pobre madre Billot no parecía haber cambiado; pero tenía el rostro pálido como el marfil.

—¡Madre mía, madre mía! —exclamó Catalina precipitándose hacia el lecho.

La enferma abrió los ojos, hizo un movimiento con la cabeza hacia Catalina y un relámpago de inteligencia brilló en su mirada, mientras que sus labios balbuceaban sonidos ininteligibles que no llegaban a ser palabras; su mano se levantó, como para completar con el tacto el sentido casi nulo del oído y de la vista; pero el esfuerzo fue inútil; los ojos se cerraron y el brazo cayó como un cuerpo inerte sobre la cabeza de Catalina arrodillada junto al lecho de su madre. Después la enferma volvió a su inmovilidad, de que había salido momentáneamente por la sacudida galvánica que le produjo la voz de su hija.

El padre Billot había rechazado a Catalina cuando esta le vio en el hospital.

La madre Billot salió de su letargo para atraer a su hija.

La llegada de la joven había producido una revolución en la granja.

No se la esperaba a ella, sino a Billot.

Catalina refirió el accidente ocurrido a su padre, y dijo que en París el marido estaba tan próximo a la muerte como la mujer en Pisseleu.

Mas era evidente que cada uno de los dos moribundos seguía distinto camino: Billot iba de la muerte a la vida; su mujer de la vida a la muerte.

Catalina entró en su habitación de joven: muchas lágrimas había allí para ella en los recuerdos que evocaba aquel pequeño aposento, donde había pasado por los dulces sueños de la infancia, por las ardientes pasiones de la juventud, y adonde volvía ahora con el corazón lacerado de la viuda.

En aquel momento, por lo demás, Catalina recobró en la casa, toda en desorden, la autoridad que su padre le concedió un día en detrimento de la madre.

El padre Clouis, debidamente recompensado, tomó el camino de su guarida, como llamaba a su choza.

Al día siguiente se presentó en la granja el doctor Raynal.

Iba cada dos días, por un sentimiento de conciencia más bien que de esperanza, pues sabía muy bien que nada era posible hacer, ni se podía intentar ningún esfuerzo para salvar aquella vida.

Se alegró mucho de ver a la joven, y abordó la gran cuestión que no hubiera osado tratar con Billot: la de los sacramentos.

No era porque el doctor Raynal fuese un devoto ejemplar; pero sabía que Billot era un volteriano furioso.

Por otra parte, si la época estaba todavía en la duda, la ciencia había llegado a la negación.

Sin embargo, el doctor Raynal, en circunstancias análogas a la en que se encontraba, consideraba como un deber advertir a los parientes.

Los que eran piadosos se aprovechaban de la advertencia, enviando a buscar al sacerdote.

Los impíos ordenaban que si se presentaba se le cerrase la puerta.

Catalina era piadosa.

Ignoraba las diferencias que habían mediado entre Billot y el abate Fortier, o más bien, no les daba mucha importancia.

Por eso encargó a la señora Clement que fuese a buscar al abate Fortier para que administrara los últimos sacramentos a su madre. Siendo Pisseleu un caserío demasiado pequeño para tener iglesia y cura, dependía de Villers-Cotterêts, en cuyo cementerio se enterraban también los muertos de Pisseleu.

Una hora después, la campanilla del viático resonaba en la puerta de la granja.

El santo sacramento fue recibido de rodillas por Catalina.

Mas apenas el abate Fortier hubo entrado en la habitación de la enferma, apenas vio que estaba sin palabra, sin mirada y sin voz declaró que no daba la absolución sino a las personas que podían confesarse; y por más que se le instó se llevó el viático.

El abate Fortier era un sacerdote de la escuela sombría y terrible: hubiera sido Santo Domingo en España y Valverde en Méjico.

No era posible dirigirse a otro, pues Pisseleu dependía de su parroquia, y ningún sacerdote de los alrededores hubiera osado usurpar sus derechos.

Catalina era una joven piadosa y dulce, pero al mismo tiempo de muy buen sentido, y no tomó de la negativa del abate sino lo que debía tomar, esperando que Dios sería más indulgente que su ministro en favor de la pobre moribunda.

Después continuó desempeñando sus deberes de hija sin descuidar a su niño, y atendiendo así al ser que entraba en la vida y al que iba a dejarla.

Durante ocho días con sus noches no se apartó del lecho de su madre más que para ir a la cuna de su hijo.

En la noche del octavo al noveno día, mientras que la joven velaba a la cabecera del lecho de la moribunda, la puerta de la habitación se abrió y Pitou apareció en el umbral.

Llegaba de París, de donde había salido por la mañana, según su costumbre.

Al verle, Catalina se estremeció.

Por un momento pensó que su padre hubiera muerto.

Pero la expresión de Pitou, sin ser alegre, no era la de un hombre que trae una noticia fúnebre.

En efecto, Billot seguía mejor; desde hacía cuatro o cinco días el doctor respondía de él, y por lo tanto fue trasladado desde el hospital a la casa del señor Gilberto.

No estando ya Billot en peligro, Pitou manifestó su resolución de volver a Pisseleu.

Ya no temía por Billot, sino por Catalina.

Pitou había previsto el momento en que se comunicaría a Billot lo que no se había querido anunciarle aún, es decir, el estado en que se hallaba su mujer.

Estaba convencido de que en aquel momento, por débil que estuviera, Billot marcharía a Villers-Cotterêts. Y ¿qué sucedería si encontraba a Catalina en la granja?…

El doctor Gilberto no había ocultado a Pitou el efecto que produjo en el herido la entrada de Catalina y su permanencia de un instante junto al enfermo.

Era evidente que aquella visión había quedado en el fondo de su pensamiento.

A medida que su razón se aclaraba, Billot dirigía en torno suyo miradas que poco a poco habían pasado de la inquietud al odio; sin duda esperaba de un momento a otro que la visión fatal reapareciera.

Por lo demás, no había pronunciado la menor palabra ni una sola vez, ni preguntado por Catalina; pero el doctor era demasiado buen observador para no haberlo adivinado todo.

En su consecuencia, apenas Billot estuvo convaleciente, envió a Pitou a la granja.

Estaba encargado de alejar a Catalina, para lo cual podía contar con dos o tres días, antes de cuyo tiempo no quería el doctor arriesgarse a comunicar la mala noticia al convaleciente.

Pitou manifestó sus temores a Catalina con toda la angustia que el carácter de Billot le inspiraba a él mismo; pero la joven declaró que aunque su padre debiera matarla a la cabecera del lecho de la moribunda, no se alejaría sin haber cerrado los ojos de su madre.

A Pitou le contristó profundamente aquella resolución, pero no encontró una sola palabra para combatirla.

En su consecuencia, se preparó para intervenir, si fuese necesario, entre el padre y la hija.

Dos días y dos noches transcurrieron aún, y durante ellos la vida de la madre Billot parecía extinguirse por momentos.

Hacía diez días ya que la enferma no probaba alimento; para que se sostuviera le introducían en la boca a intervalos una cucharada de jarabe.

Hubiérase creído imposible que un cuerpo pudiera vivir así.

Durante la noche del décimo al undécimo día, en el momento en que toda respiración parecía extinguirse en ella, la enferma se reanimó aparentemente, los brazos hicieron algunos movimientos, los labios se agitaron y abriéronse los ojos grandes y fijos.

Hubiérase creído que Catalina atraía hacia sí el alma de su madre; cuando entró con el pequeño Isidoro entre los brazos, la moribunda había hecho un movimiento para volverse hacia la puerta.

Sus ojos quedaron fijos en ella; al volver a la joven lanzaron un relámpago; la boca dejó escapar un grito y sus brazos se extendieron.

Catalina cayó de rodillas con su niño delante del lecho de su madre.

Entonces se produjo un fenómeno extraño: la madre Billot se incorporó sobre su almohada, extendió lentamente ambos brazos sobre la cabeza de Catalina y su hijo, y después, por un esfuerzo semejante al del hijo de Creso, exclamó:

—¡Hijos míos, yo os bendigo!

Y volviendo a caer sobre la almohada, sus brazos quedaron inmóviles y su voz se extinguió.

Había muerto.

Solamente sus ojos habían quedado abiertos, como si la pobre mujer, no habiendo visto bastante a su hija en vida, hubiera querido mirarla aún desde el otro lado de la tumba.